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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (6 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Se emocionó y nadie habló en el bar.

—¿Cuál le gustaría más, si fuese para usted?

—Los dos son lindos. Y a cualquier padre le gustaría recibir un regalo así.

—Envuélvame éste, por favor. Hizo el paquete, pero estaba medio raro cuando me lo entregó. Como si quisiera decirme algo y no pudiera. Le entregué el dinero y sonreí.

—Gracias, Zezé.

—¡Que tenga felices fiestas!…

Corrí de nuevo hasta llegar a casa.

También había llegado la noche. Solamente en la cocina estaba encendida la luz del farol. Habían salido todos, pero papá estaba sentado a la mesa, mirando la pared vacía. Tenía el rostro apoyado en la palma de la mano, y el codo en la mesa.

—Papá.

—¿Qué, hijo?

No había rencor alguno en su voz.

—¿Dónde estuviste todo el día?

Le mostré mi cajoncito de lustrar zapatos.

Lo dejé en el suelo y metí la mano en el bolsillo para sacar mi paquetito.

—Mira, papá, compré una cosa linda para ti. Sonrió comprendiendo todo lo que eso había costado.

—¿Te gusta? Era el mejor. Abrió el paquete y aspiró el tabaco, sonriendo, pero sin conseguir decir nada.

—Fuma uno, papá.

Fui hasta el fogón para buscar un fósforo. Lo encendí, aproximándolo al cigarrillo que tenía en la boca.

Me alejé para ver la primera bocanada. Y algo me pasó. Arrojé al suelo el fósforo apagado. Y sentí que estaba explotando. Destrozándome todo por dentro. Reventando ese dolor tan grande que me había amenazado todo el día.

Miré a papá, su rostro barbudo, sus ojos.

Solo pude decirle:

—Papá… Papá…

Y la voz fue consumiéndose entre lágrimas y sollozos.

El abrió los brazos y me estrechó tiernamente:

—No llores, hijito. Vas a tener que llorar mucho en la vida si continúas siendo un chico tan emotivo…

—Yo no quería, papá… Yo no quería decir… eso.

—Ya lo sé. Ya lo sé. Además, no me enojé porque en el fondo tenías razón.

Me acunó un poco más.

Después levantó mi rostro y lo secó con la servilleta que estaba allí cerca.

—Así está mejor.

Levanté mis manos y acaricié su cara. Pasé suavemente los dedos sobre sus ojos, intentando colocarlos en su lugar, sin aquella pantalla grande. Tenía miedo de que si no lo hacía esos ojos fueran a seguirme durante toda la vida.

—Vamos a acabar mi cigarrillo.

Todavía con la voz temblorosa de emoción, pude tartamudear:

—Sabes, papá, cuando me quieras pegar nunca más voy a protestar… Puedes pegarme, no más…

—Está bien. Está bien, Zezé.

Me depositó en el suelo, junto con el resto de mis sollozos. Tomó un plato del armario.

—Gloria te guardó un poco de ensalada de frutas.

Yo no conseguía tragar. Se sentó y fue llevando hasta mi boca pequeñas cucharadas.

—Ahora pasó, ¿no es cierto que sí, hijo?

Hice que sí con la cabeza, pero las primeras cucharadas entraban en mi boca con gusto salado. El resto de mi llanto demoraba en pasar.

Capítulo 4

El pajarito, la escuela y la flor

Casa nueva. Vida nueva y esperanzas simples, simples esperanzas. Allá iba yo entre don Arístides y el ayudante, en lo alto del carro, alegre como el día caliente.

Cuando el carro salió de la calle empedrada y entró en la Río-San Pablo fue una maravilla; ahora se deslizaba suave y agradablemente.

Pasó un coche de lujo a nuestro lado.

—Allá va el automóvil del portugués Manuel Valadares.

Cuando íbamos atravesando la esquina de la Calle de las Represas, un pito desde lejos llenó la mañana.

—Mire, don Arístides. Allá va el Mangaratiba.

—Lo sabes todo, ¿no?

—Conozco el sonido.

Solo se escuchaba el “toc-toc” de las patas de los caballos en el camino. Observé que el carro no era muy nuevo. Al contrario. Pero era firme, económico. Con otros dos viajes traeríamos todos nuestros cachivaches. El burro no parecía muy firme. Pero resolví ser agradable.

—Su carro es muy lindo, don Arístides.

—Sirve para lo que es.

—Y también el burro es lindo. ¿Cómo se llama?

—“Gitano”.

Parecía no querer conversar.

—Hoy es un día muy feliz para mí. La primera vez que ando en carro. Encontré el automóvil del Portugués y escuché al Mangaratiba.

Silencio. Nada.

—Don Arístides, ¿El Mangaratiba es el tren más importante del Brasil?

—No. Pero es el más importante de esta línea.

Realmente no valía la pena. ¡Qué difícil era a veces entender a la gente grande!

Cuando llegamos frente a la casa, le entregué la llave e intenté ser cordial…

—¿Quiere que le ayude en alguna cosa?

—Ayudarás si no andas encima de la gente, molestando. Anda a jugar, que cuando sea la hora de volver te llamaré.

Di un salto y me fui.

—Minguito, ahora vamos a vivir siempre uno cerca del otro. Voy a ponerte tan lindo que ningún árbol podrá llegarte a los pies. Sabes, Minguito, acabo de viajar en un carro tan grande y suave que parecía una diligencia de aquellas de las películas de cine. Mira, todas las cosas de las que me entere te las vendré a contar, ¿de acuerdo?

Me acerqué al pasto de la valla y miré el agua sucia, que corría.

—¿Cómo fue que dijimos el otro día que íbamos a llamar a este río?

—Amazonas.

—Eso mismo, Amazonas. Allá abajo, debe estar lleno de canoas de indios salvajes, ¿no es cierto Minguito?

—Ni me lo digas. Solamente puede estar así, lleno de canoas e indios.

No bien comenzaba la conversación y ya estaba don Arístides cerrando la casa y llamándome.

—¿Te quedas o vienes con nosotros?

—Voy a quedarme. Mamá y mis hermanas ya deben venir por la calle.

Y me quedé mirando cada cosa de cada rincón.

***

Al comienzo, por etiqueta, o porque quería impresionar a los vecinos, me portaba bien. Pero una tarde rellené una media negra de mujer. La envolví en un hilo y corté la punta del pie. Después, donde había estado el pie puse un hilo bien largo de barrilete y lo até. De lejos, empujando despacito, parecía una cobra y en la oscuridad iba a tener gran éxito.

De noche, cada uno cuidaba de su vida. Parecía que la casa nueva hubiera cambiado el espíritu de todos. En la familia reinaba una alegría como desde hacía mucho tiempo no la había.

Me quedé quietecito en el portal, esperando. La calle vivía de la poca iluminación de los postes, y las cercas de altos “Crótons”
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sombreaban los rincones.

Seguramente que algunos estarían haciendo guardia en la Fábrica, y eso que no eran más de las ocho. Difícilmente eran las nueve. Pensé un momento en la Fábrica. No me gustaba. Su sirena triste en las mañanas se hacía más desagradable a las cinco de la tarde. La Fábrica era un dragón que devoraba gente todo el día y vomitaba a su personal de noche, muy cansado. Y menos me gustaba porque mister Scottfield se había portado mal con papá… ¡Listo! Por allá venía una mujer. Traía una sombrilla debajo del brazo y una cartera colgando de la mano. Se alcanzaba a escuchar el ruido de los zuecos golpeando la calle con sus tacones.

Corrí a esconderme en el portal y probé el hilo que arrastraba la cobra. Ella obedeció. Estaba perfecta. Entonces me escondí bien escondidito detrás de la sombra de la cerca y me quedé con el hilo entre los dedos. Los zuecos venían acercándose, más cerca, más cerca todavía, y ¡zas! Comencé a tirar de la cobra que se deslizó despacio en medio de la calle.

¡Solo que yo no esperaba aquello! La mujer dio un grito tan grande que despertó a toda la calle. Largó la bolsa y la sombrilla para arriba y se apretó la barriga sin dejar de gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro!… Una cobra, amigos.

¡Ayúdenme!

Las puertas se abrieron y solté todo, corrí hacia la casa, entré en la cocina. Destapé rápidamente el cesto de la ropa sucia y me metí dentro, cubriendo de nuevo el cesto con la tapa. Mi corazón latía, asustado, y continuaba escuchando los gritos de la mujer:

—¡Ay! ¡Dios mío, voy a perder a mi hijo de seis meses!

En ese momento no solamente estaba asustado, sino que comencé a temblar.

Los vecinos la llevaron para adentro y los sollozos y las quejas continuaban.

—¡No puedo más, no puedo más! ¡Y una cobra, con el miedo que les tengo!

—Tome un poco de agua de flor de naranjo. Cálmese. Quédese tranquila, que los hombres fueron detrás de la cobra armados con palos, machetes y un farol para alumbrarse.

¡Qué lío de los mil diablos por causa de una cobrita sin importancia! Pero lo peor de todo es que la gente de casa también había ido a mirar. Jandira, mamá y Lalá.

—¡Pero si no es una cobra, amigos! Apenas es una media vieja de mujer.

En mi miedo había olvidado tirar de la “cobra”. Estaba frito.

Atrás de la cobra venía el hilo y el hilo entraba en nuestra casa.

Tres voces conocidas hablaron al mismo tiempo:

—¡Fue él!

Ya no se trataba de la caza de una cobra. Miraron debajo de las camas. Nada. Pasaron cerca de mí, y yo ni respiré. Fueron del lado de afuera para mirar la casa. Jandira tuvo una idea:

—¡Me parece que ya sé dónde está!

Levantó la tapa del cesto y fui levantado por las orejas y llevado hasta el comedor.

Mamá me pegó duro esa vez. El zapato cantó y tuve que gritar para disminuir el dolor y que ella dejara de castigarme.

—¡Pestecita! Tú no sabes qué duro es cargar un hijo de seis meses en la barriga.

Lalá comentó, irónica:

—¡Ya estaba demorando mucho en estrenar la calle!

—Y ahora a la cama, sinvergüenza.

Salí frotándome el traste y me acosté de bruces. Fue una suerte que papá hubiese ido a jugar a las cartas. Me quedé en la oscuridad tragándome el resto del llanto y pensando que la cama era la mejor cosa del mundo para curarse de una zurra.

***

Al día siguiente me levanté temprano. Tenía dos cosas muy importantes que hacer: primero, espiar un poco como quien no quiere. Si la cobra todavía estaba por allá, la agarraría para esconderla dentro de la camisa. Todavía podría usarla en otra parte. Pero no estaba. Iba a ser difícil encontrar otra media que diese una cobra tan buena como aquélla.

Me volví de espaldas y me fui caminando a casa de Dindinha. Necesitaba hablar con tío Edmundo.

Entré allá sabiendo que todavía era temprano para su vida de jubilado. Por lo tanto, no habría salido para jugar a la quiniela, hacer su fiestita, como él decía, y comprar los diarios.

Y así fue; estaba en la sala haciendo un nuevo “solitario”.

—¡La bendición, tiíto!

No respondió. Estaba haciéndose el sordo. En casa todos decían que a él le gustaba hacer así cuando no le interesaba la conversación.

Conmigo no lo hacia. Además (¡cómo me gustaba la palabra además!), conmigo nunca era demasiado sordo. Le tironeé la manga de la camisa, y como siempre me parecieron lindos los tirantes de ajedrez blanco y negro.

—¡Ah! Eres tú…

Estaba haciendo como si no me hubiera visto.

—¿Cómo es el nombre de ese “solitario”, tío?

—Es el del reloj.

—Es lindo.

Yo ya conocía todas las cartas de la baraja. La única que no me gustaba mucho era la sota. No sé por qué, tenía aspecto de sirviente del rey.

—Sabes, tío, vine a conversar una cosa contigo.

—Estoy terminando, en cuanto acabe conversaremos.

Pero en seguidita mezcló todas las cartas.

—¿No salió?

—No.

Hizo un montoncito con las cartas y las dejó a un lado.

—Bien, Zezé, si tu asunto es un “asunto” de dinero —restregó los dedos— no tengo un céntimo.

—¿Ni una monedita para bolitas?

Se sonrió.

—Una monedita puede ser, ¿quién sabe?

Iba a meter la mano en el bolsillo, pero lo interrumpí.

—Estoy haciendo una broma, tío, no es nada de eso.

—Entonces ¿de qué se trata?

Sentía que él se encantaba con mis “precocidades” y, después de que yo le leyera sin aprender, las cosas habían mejorado mucho.

—Quiero saber una cosa muy importante. ¿Eres capaz de cantar sin estar cantando?

—No entiendo bien.

—Así —y canté una estrofa de “Casita Pequeñita”.

—Pero estás cantando, ¿no es verdad?

—Ahí está la cosa. Yo puedo hacer todo eso por dentro sin cantar por fuera.

Rió de mi simplicidad, pero no sabía adonde quería llegar.

—Mira, tío, cuando yo era pequeñito pensaba que tenía un pajarito aquí adentro y que cantaba. Era él quien cantaba.

—¡Aja! Es una maravilla que tengas un pajarito así.

—No entendiste. Pasa que ahora ando medio desconfiado de ese pajarito. ¿Y cuando hablo y veo por dentro?

Entendió y se rió de mi confusión.

—Voy a explicarte, Zezé. ¿Sabes lo que es eso? Eso significa que estás creciendo. Y creciendo, esa cosa que dices que habla y ve se llama pensamiento. El pensamiento es lo que hace aquello que una vez yo dije que tendrías muy pronto…

—¿La edad de la razón?

—Es muy bueno que te acuerdes. Entonces sucede una maravilla. El pensamiento crece, crece y toma por su cuenta toda nuestra cabeza y nuestro corazón. Vive en nuestros ojos y en todos los momentos de nuestra vida.

—Ya sé. ¿Y el pajarito?

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