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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (2 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Totoca estaba sorprendido. Al comienzo hasta me había dado coscorrones para que le contara. Pero yo no podía contarle nada.

—Nadie aprende solo esas cosas.

Pero se quedaba confundido porque realmente no había visto a nadie enseñándome nada. Era un misterio.

Fui recordando algo que había pasado la semana anterior. La familia se quedó muy sorprendida. Todo había comenzado cuando me senté cerca de tío Edmundo, en casa de Dindinha, mientras él leía el diario.

—Tiíto.

—¿Qué, mi hijo?

Empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la gente vieja.

—¿Cuándo aprendiste a leer?

—Más o menos a los seis o siete años de edad.

—¿Y alguien puede leer a los cinco años?

—Poder puede. Pero a nadie le gusta hacer eso cuando todavía es muy pequeño.

—¿Cómo aprendiste a leer?

—Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo “B” más “A”: “BA”.

—¿Todo el mundo tiene que hacerlo así?

—Que yo sepa, sí.

—¿Pero todo, todo el mundo, sí?

Me miró intrigado.

—Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame terminar la lectura. Ve a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta.

Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura. Pero no salí de mi rincón.

—¡Qué pena!…

La exclamación sonó tan sentida que de nuevo se llevó los anteojos hacia la punta de la nariz.

—No puede ser, cuando te empeñas en una cosa…

—Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para contarte algo…

—Entonces vamos, cuenta.

—No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación.

—Pasado mañana.

Sonrió suavemente, estudiándome.

—¿Y cuándo es pasado mañana?

—El viernes.

—Y el viernes ¿no vas a querer traerme un “Rayo de Luna”, del centro?

—Vamos despacio, Zezé. ¿Qué es un “Rayo de Luna”?

—Es el caballito blanco que vi en el cine. Su dueño es Fred Thompson. Es un caballo amaestrado.

—¿Quieres que te traiga un caballito de ruedas?

—No. Quiero ese que tiene cabeza de madera con riendas. Que la gente le pone un cabo y sale corriendo. Necesito entrenarme porque voy a trabajar después en el cine.

Continuó riéndose.

—Comprendo. Y si te lo traigo ¿qué gano yo?

—Te doy una cosa.

—¿Un beso?

—No me gustan mucho los besos.

—¿Un abrazo?

Lo miré con mucha pena. Mi pajarito de adentro me dijo una cosa. Y fui recordando otras que había escuchado muchas veces…

Tío Edmundo estaba separado de la mujer y tenía cinco hijos…

Vivía tan solo y caminaba tan despacio, tan despacito… ¿Quién sabe si no caminaba despacio porque tenía nostalgia de sus hijos?

Ellos nunca venían a visitarlo.

Rodeé la mesa y apreté con fuerza su cuello. Sentí su pelo blanco rozar mi frente con mucha suavidad.

—Esto no es por el caballito. Lo que voy a hacer es otra cosa. Voy a leer.

—Pero, ¿tú sabes leer, Zezé? ¿Qué cuento es ése? ¿Quién te enseñó?

—Nadie.

—No me mientas.

Me alejé y le comenté desde la puerta:

—¡Tráeme mi caballito el viernes y vas a ver si leo o no!…

***

Después, cuando anocheció y Jandira encendió la luz del farol porque la “Light”
[ 1 ]
había cortado la luz por falta de pago, me puse en puntas de pies para ver la “estrella”. Tenía el dibujo de una estrella en un papel y debajo una oración para proteger la casa.

—Jandira, álzame que voy a leer eso.

—Déjate de inventos, Zezé. Estoy muy ocupada.

—Álzame y vas a ver si sé leer.

—Mira, Zezé, si me estás preparando alguna de las tuyas, vas a ver.

Me alzó y me llevó detrás de la puerta.

—Bueno, a ver, lee. Quiero ver.

Entonces me puse a leer. Leí la oración que pedía a los cielos la bendición y protección para la casa, y que ahuyentaran a los malos espíritus.

Jandira me puso en el suelo. Estaba boquiabierta.

—Zezé, te aprendiste eso de memoria. Me estás engañando.

—Te juro que no, Jandira. Sé leer todo.

—Nadie puede leer sin haber aprendido. ¿Fue tío Edmundo quien te enseñó? ¿O Dindinha?

—Nadie.

Tomó un pedazo de diario y leí. Correctamente. Dio un grito y llamó a Gloria. Esta se puso nerviosísima y fue a llamar a Alaíde. En diez minutos un montón de gente de la vecindad había venido a ver el fenómeno.

Eso era lo que Totoca quería saber.

—Te enseñó, prometiéndote el caballito si aprendías.

—No, no.

—Le preguntaré a él.

—Ve y pregúntale. No sé decir cómo fue, Totoca. Si lo supiera te lo contaría.

—Entonces vámonos. Pero ya vas a ver cuando necesites algo…

Me tomó de la mano, enojado, y me llevó de vuelta a casa. Y allí pensó en algo para vengarse.

—¡Bien hecho! Aprendiste demasiado pronto, tonto. Ahora vas a tener que entrar en la escuela en febrero.

Aquello había sido idea de Jandira. Así, la casa quedaría toda la mañana en paz y yo aprendería a ser más educado.

—Vamos a entrenarnos en la Río-San Pablo. Porque no pienses que en época de clases voy a hacer de empleado tuyo, cruzándote todo el tiempo. Tú eres muy sabio, aprende entonces también esto.

***

—Aquí está el caballito. Ahora quiero ver. Abrió el diario y me mostró una frase de propaganda de un remedio.

—“Este producto se encuentra en todas las farmacias y casas del ramo”.

Tío Edmundo fue a llamar al fondo a Dindinha.

—¡Mamá, lee bien hasta farmacia!

Los dos juntos comenzaron a darme cosas para leer, que yo leía perfectamente.

Mi abuela rezongó que el mundo estaba perdido.

Me gané el caballito y de nuevo abracé a tío Edmundo.

Entonces me tomó de la barbilla, diciéndome muy emocionado:

—Vas a ir lejos, tunante. No por nada te llamas José. Vas a ser el Sol, y las estrellas brillarán a tu alrededor.

Me quedé mirando sin entender y pensando que él estaba realmente “tocado”.

—No entiendes esto. Es la historia de José de Egipto. Cuando seas más grande te contaré esa historia.

Me enloquecían las historias. Cuanto más difíciles, más me gustaban.

Acaricié mi caballito largo tiempo, y después levanté la vista hacia tío Edmundo y le pregunté:

—¿Te parece que la semana que viene ya seré más grande?…

Capítulo 2

Una cierta planta de naranja-lima

En casa cada hermano mayor criaba a uno menor. Jandira había tomado a su cuidado a Gloria y a otra hermana que le dieron a criar en el Norte. Antonio era el protegido suyo. Después, Lalá me había tomado por su cuenta hasta hacía bastante poco tiempo. Parecía gustar de mí, pero luego se aburrió o se enamoró de un pretendiente que era un petimetre igualito al de la música: de pantalón largo y chaqueta bien corta. Cuando íbamos los domingos a hacer “footing” (el pretendiente de ella hablaba así) en la Estación, me compraba caramelos en cantidad. Era para que yo no dijera nada en casa. Y tampoco le podía preguntar a tío Edmundo qué era eso, pues si no se descubría todo…

Mis otros dos hermanitos habían muerto pequeños y yo solamente había oído hablar de ellos. Contaban que eran dos indiecitos Pinagés. Bien quemaditos y de pelo negro y liso. Por eso la niña se llamó Aracy y el niñito Jurandyr.

Después venía mi hermanito Luis. Quien primero cuidó de él fue Gloria, y después yo. Nadie necesitaba preocuparse de él, porque no había niño más lindo, bueno y quietecito.

Por eso cambié de idea cuando ya iba a salir a la calle y me dijo, con su vocecita:

—Zezé, ¿me vas a llevar al Jardín Zoológico? Hoy no amenaza lluvia, ¿no es cierto?

Era gracioso oír cómo pronunciaba todo sin equivocarse. Aquel niñito iba a ser alguien, iría lejos.

Miré el día lindo, todo el cielo azul. Me quedé sin coraje para mentirle. Porque a veces no tenía ganas de ir y le decía:

—Estás loco, Luis. ¡Mira el temporal que se acerca…!

Esa vez lo tomé de la mano y salimos para la gran aventura del fondo.

La quinta se dividía en tres juegos. El Jardín Zoológico. Europa, que estaba próximo a la cerca bien hecha de la casa de don Julito. ¿Por qué Europa? Ni mi pajarito lo sabía. Allí jugábamos con el trencito del Pan de Azúcar. Tomaba la caja de los botones y los enhebraba en un hilo. (Tío Edmundo decía “cordel”. Yo pensaba que cordel era caballo. Y él me explicó que era parecido, pero que caballo era “corcel”.) Después, ataba una punta en la cerca y la otra en los dedos de Luis. Subía todos los botones y soltaba lentamente uno por uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una voz de la otra quinta.

—¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?

—No, doña Dimerinda. Puede mirar.

—Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor así?

Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi “padrino”, el travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras…

—¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?

—¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?

—Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del pan.

Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de Chico Franco.

El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que chupan la sangre de los niños.

—No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. Él me conoce.

—Con esa manía que tienes por los bichos y por hablar con las cosas…

Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era un avión que volaba por el “Campo dos Alfonsos”.

—Mira, Luis.

Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.

—Es un aeroplano. Está haciendo… Ahí me trababa. Necesitaba pedirle nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra.

No sabía si era acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería enseñarle a mi hermano nada equivocado. Y ahora él quería el Jardín Zoológico.

Llegamos junto al gallinero viejo. Adentro, las dos gallinitas claras estaban picoteando; la vieja gallina negra era tan mansa que hasta se le podían hacer cosquillas en la cabeza.

—Primero vamos a comprar las entradas. Dame la mano, que los niños pueden perderse en esta multitud. ¿Ves cómo está de lleno los domingos?

Miraba y comenzaba a ver gente por todas partes, y apretaba más mi mano.

En la taquilla empiné hacia adelante la barriga y escupí para darme mayor importancia. Metí la mano en el bolsillo y pregunté a la vendedora:

—¿Hasta qué edad no pagan los niños?

—Hasta los cinco años.

—Entonces, una de adulto, por favor.

Tomé dos hojitas de naranjo como billetes, y fuimos entrando.

—Primero, hijo mío, vas a ver la belleza de las aves. Mira, papagayos, loros y “ararás” de todos los colores. Aquellas de plumas de diferentes colores son las “ararás” arco iris.

Y él agrandaba los ojos, extasiado.

Caminábamos despacio, viéndolo todo. Tantas cosas, que hasta vi que detrás de todo Gloria y Lalá estaban sentadas en un banco, pelando naranjas. Los ojos de Lalá me miraban de una manera…

¿Ya lo habrían descubierto? En ese caso, este Jardín Zoológico iría a terminar en grandes chinelazos en el trasero de alguien. Y ese alguien únicamente podía ser yo.

—Y ahora, Zezé, ¿qué vamos a visitar?

Nuevo escupitajo y pose:

—Vamos a pasar por las jaulas de los monos. Tío Edmundo siempre los llama simios.

Compramos algunas bananas y las arrojamos a los animales. Sabíamos que eso estaba prohibido, pero como había tanta gente los guardianes ni se daban cuenta.

—No te acerques mucho, porque te van a tirar las cáscaras de banana, muchachito.

—Lo que yo quería era ver enseguida a los leones.

—Ya vamos para allá.

Miré de reojo hacia donde las dos “simias” comían naranjas.

Desde la jaula de los leones podría escuchar la conversación.

—Ya llegamos.

Señalé las dos leonas amarillas, bien africanas. Cuando él quiso acariciar la cabeza de la pantera negra…

—¡Qué idea, muchachito! Esa pantera negra es el terror del Zoológico. Vino a parar aquí porque le arrancó los brazos a dieciocho domadores y se los comió.

Luis puso cara de miedo y sacó el brazo, aterrado.

—¿Vino del circo?

—Sí.

—¿De qué circo, Zezé? Nunca me contaste eso antes.

Pensé y pensé. ¿A quién conocía yo que tuviera nombre para circo? ¡Ah, ya estaba! Había venido del circo Rozemberg.

—¿Pero ésa no es la panadería?

Cada vez era más difícil engañarlo. Comenzaba a estar muy enterado.

—No, ésa es otra. Y mejor sentémonos un poco a comer la merienda. Caminamos mucho.

Nos sentamos y fingimos que comíamos. Pero mi oído estaba allá, escuchando las conversaciones.

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