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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (3 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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—Uno debiera aprender de él, Lalá. Mira, si no, la paciencia que tiene con el hermanito.

—Sí, pero el otro no hace lo que él hace. Eso ya es maldad, no travesura.

—Es cierto que tiene el diablo en el cuerpo, pero así y todo es divertido. Nadie le tiene rabia en la calle, por más diabluras que haga…

—Aquí no pasa sin llevarse algunos chinelazos. Hasta que aprenda.

Arrojé una flecha de piedad a los ojos de Gloria. Ella siempre me había salvado, y siempre le prometía que nunca más lo iba a hacer…

—Más tarde. Ahora no. Están jugando tan quietecitos.

Ella ya lo sabía todo. Sabía que yo había saltado la cerca y entrado en los fondos de la quinta de doña Celina. Me quedé fascinado con la cuerda de la ropa balanceando al viento un montón de piernas y brazos. El diablo me dijo entonces que podía saltar al mismo tiempo en todos los brazos y piernas. Estuve de acuerdo con él en que sería muy divertido. Busqué un pedazo de vidrio bien afilado, subí al naranjo, y corté la cuerda con paciencia.

Casi me caía cuando todo eso se vino abajo. Un grito y todo el mundo corrió.

—Vengan, por favor, que se cayó la cuerda. Pero una voz no sé de dónde gritó más alto.

—Fue ese demonio del chico de don Paulo. Lo vi trepando en el naranjo con un pedazo de vidrio…

—¿Zezé?

—¿Qué pasa, Luis?

—Cuéntame cómo sabes tantas cosas del Jardín Zoológico.

—¡Uf, ya visité muchos en mi vida!

Mentía; todo lo que sabía era lo que me contara tío Edmundo, prometiendo llevarme allá algún día. Pero él andaba tan despacito que, cuando llegáramos, seguro que ya no existiría nada. Totoca había ido una vez con papá.

—El que más me gusta es el de la calle Barón de Drummond, en Villa Isabel. ¿Sabes quién fue el Barón de Drummond? Por supuesto que no. Eres muy chico paral saber estas cosas. El tal Barón debió haber sido amigo de Dios. Porque fue a él a quien ayudó Dios a crear el “jogo do bicho”
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y el Jardín Zoológico. Cuando seas mayor…

Las dos continuaban allá.

—Cuando yo sea mayor, ¿qué?

—¡Ay qué chico preguntón! Cuando pase eso te voy a enseñar los animales y el número de cada uno. Hasta el número veinte. Desde ése, hasta el número veinticinco, yo sé que hay vaca, toro, oso, venado y tigre: No sé muy bien el lugar de ellos, pero voy a aprenderlo para no enseñarte mal.

Estaba cansándose del juego.

—Zezé, cántame “Casita pequeñita”.

—¿Aquí, en el Jardín Zoológico? Hay mucha gente.

—No. La gente ya se está yendo…

—Es muy larga la letra. Voy a cantar sólo la parte que te gusta.

Esa donde se habla de las cigarras. Saqué pecho:

Tú sabes de dónde vengo,
De una casita que tengo;
Queda allá junto a un huerto…

Es una casa chiquita,
En lo alto de una colina
Y se ve el mar a lo lejos…

Pasé por alto un montón de versos.

Entre las palmeras altas
Cantan todas las cigarras
Al volverse de oro el sol.

Cerca se ve el horizonte.
En el jardín canta una fuente
Y en la fuente un ruiseñor…

Ahí paré. Ellas continuaban firmes, esperándome. Tuve una idea; me quedaría allí cantando hasta que llegara la noche. Acabarían por cansarse.

¡Pero qué! Canté toda la canción, la repetí, canté “Es tu afecto pasajero” y hasta “Ramona”. Las dos letras diferentes que sabía de “Ramona”… y nada. Entonces me entró la desesperación. Era mejor acabar con aquello. Fui adonde ellas se hallaban.

—Está bien, Lalá. Me puedes pegar.

Me puse de espaldas y ofrecí el material. Apreté los dientes porque la mano de Lalá tenía una fuerza de mil diablos en la chinela.

***

Fue mamá quien tuvo la idea.

—Hoy todo el mundo va a ver la nueva casa.

Totoca me llamó aparte y me avisó en un susurro.

—Si llegas a contar que ya conocemos la casa, te hago polvo.

Pero yo ni siquiera había pensado en eso. Era un mundo de gente por la calle. Gloria me llevaba de la mano y tenía órdenes de no soltarme ni un minuto. Y yo llevaba de la mano a Luis.

—¿Cuándo tenemos que mudarnos, mamá? Mamá le respondió a Gloria con una cierta tristeza.

—Dos días después de Navidad hemos de comenzar a arreglar los trastos.

Hablaba con una voz cansada, cansada. Y yo sentía mucha pena por ella. Mamá había nacido trabajando. Desde los seis años de edad, cuando construyeron la Fábrica, la habían puesto a trabajar allí. La sentaban encima de una mesa y tenía que quedarse allí limpiando y enjuagando las herramientas. Era tan chiquitita que se mojaba encima de la mesa porque no podía bajar sola… Por eso nunca fue a la escuela ni aprendió a leer. Cuando le escuché esa historia me quedé tan triste que prometí que cuando fuese poeta y sabio le iba a leer todas mis poesías.

Y la Navidad ya se anunciaba en tiendas y mercerías. En todos los vidrios de las puertas ya habían dibujado a Papá Noel. Algunas personas compraban postales para que cuando llegase la hora no se llenasen demasiado las casas de comercio. Yo tenía una lejana esperanza de que esta vez el Niño Dios naciera. Pero que naciera para mí. A lo mejor, cuando llegara a la edad de la razón, tal vez mejorase un poco.

—Aquí es.

Todos quedaron encantados. La casa era un poco más chica. Mamá, ayudada por Totoca, desató el alambre que sostenía el portón y todo el mundo se lanzó hacia adelante. Gloria me soltó y olvidó que ya estaba haciéndose una señorita. Se precipitó en una carrera y abrazó la “mangueira”
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.

—Esta es mía. Yo la agarré primero. Antonio hizo lo mismo con la planta de tamarindo. No había quedado nada para mí. Casi llorando miré a Gloria.

—¿Y yo, Gloria?

—Corre al fondo. Debe de haber más árboles, tonto.

Corrí, pero sólo encontré el yuyo crecido. Un montón de naranjos viejos y pinchudos. Al lado de la zanja había una pequeña planta de naranja-lima.

Estaba desconcertado. Todos estaban mirando las habitaciones y determinando para quién sería cada una.

Tiré de la falda a Gloria.

—No hay nada más.

—No sabes buscar bien. Espera aquí que voy a encontrarte un árbol.

Al rato vino conmigo. Examinó los naranjos.

—¿No te gusta aquél? Es un lindo naranjo.

No me gustaba ninguno. Ni siquiera ése. Ni aquel otro, ni ninguno. Todos tenían muchas espinas.

—Para quedarme con esos mamarrachos, antes prefiero la planta de naranja-lima.

—¿Cuál?

Fuimos hacia donde estaba.

—¡Pero qué linda plantita de naranja-lima! Mira, no tiene ni siquiera una espina. Y tiene tanta personalidad que ya desde lejos se sabe que es naranja-lima. ¡Si yo tuviera tu estatura no querría otra cosa!

—Pero yo quería un árbol grandote.

—Piensa bien, Zezé. Es muy pequeño todavía. Con el tiempo será un naranjo grandote. Así crecerán juntos. Los dos se van a entender como si fuesen dos hermanos. ¿Viste la rama que tiene? Es verdad que es la única, ¡pero parece un caballito hecho para que montes en él!

Me sentía el ser más desgraciado del mundo. Recordaba lo ocurrido con la botella de bebida que tenía la figura de los ángeles escoceses. Lalá dijo: “Ese soy yo”; Gloria señaló otro para ella; Totoca eligió otro para él. ¿Y yo? Finalmente me tocó ser esa cabecita que había atrás, casi sin alas. El cuarto ángel escocés, que ni siquiera era un ángel entero… Siempre tenía que ser el último. Cuando creciera iban a ver. Compraría una selva amazónica y todos los árboles que tocaran el cielo serían míos. Compraría un depósito de botellas llenas de ángeles y nadie tendría ni siquiera un trozo de ala.

Me enojé. Sentado en el suelo, apoyé mi enojo en mi planta de naranja-lima. Gloria se alejó sonriendo.

—Ese enojo no dura, Zezé. Acabarás descubriendo que yo tenía razón.

Agujereé el suelo con un palito y comencé a dejar de lloriquear. Habló una voz, venida quién sabe de dónde, cerca de mi corazón.

—Creo que tu hermana tiene toda la razón.

—Todo el mundo tiene siempre toda la razón; el único que no la tiene nunca soy yo.

—No es cierto. Si me mirases bien, acabarías por darte cuenta.

Me levanté, asustado, y miré el arbolito. Era raro, porque siempre conversaba con todo, pero pensaba que era mi pajarito de adentro que se encargaba de arreglar las conversaciones.

—¿Pero tú hablas de verdad?

—¿No me estás escuchando?

Y se rió bajito. Casi salí gritando por la quinta. Pero me sujetaba la curiosidad.

—¿Por dónde hablas?

—Los árboles hablan por todas partes. Por las hojas, por las ramas, por las raíces. ¿Quieres ver? Apoya tu oído aquí en mi tronco y vas a escuchar palpitar mi corazón.

Me quedé medio indeciso, pero viendo su tamaño perdí el miedo. Apoyé la oreja y una cosa lejana hacia tic… tac… tic… tac…

—¿Viste?

—Pero, dime, ¿todo el mundo sabe que hablas?

—No. Solamente tú.

—¿De verdad?

—Puedo jurarlo. Un hada me dijo que cuando un niño igual a ti se hiciera amigo mío, yo podría hablar y ser muy feliz.

—¿Y vas a esperar?

—¿Qué cosa?

—Hasta que me mude. Falta más de una semana. Hasta ese momento ¿no te irás a olvidar de hablar?

—Jamás. Es decir, para ti solamente. ¿Quieres ver cómo soy de blando?

—¿Cómo eres de qué?…

—Súbete a mi rama. Obedecí.

—Ahora, balancéate un poco y cierra los ojos.

Hice lo que me mandaba.

—¿Qué tal? ¿Alguna vez tuviste en la vida un caballito mejor?

—Nunca. Es maravilloso. Voy a darle a mi hermanito menor mi caballito “Rayo de Luna”. Te va a gustar mucho mi hermano, ¿sabes?

Bajé adorando ya mi planta de naranja-lima.

—Mira, haré una cosa. Siempre que pueda, antes de mudarnos, vendré a charlar un ratito contigo… Ahora necesito irme, ya están saliendo todos.

—Pero los amigos no se despiden así.

—¡Chist! Allá viene ella.

Gloria llegó en el momento en que lo abrazaba.

—Adiós, amigo. ¡Eres la cosa más linda del mundo!

—¿No te lo había dicho?

—Sí, lo dijiste. Ahora, aunque ustedes me diesen la “mangueira” y la planta de tamarindo a cambio de mi árbol, no querría.

Me pasó la mano por el pelo, tiernamente.

—¡Cabecita, cabecita!…

Salimos tomados de las manos.

—Godóia, ¿no te parece que tu “mangueira” es un poco sosa?

—Todavía no se puede saber, pero parece un poco, sí.

—¿Y el tamarindo de Totoca?

—Es un poco sin gracia, ¿por qué?

—No sé si lo puedo contar. Pero un día te contaré un milagro, Godóia.

Capítulo 3

Los flacos dedos de la pobreza

Cuando le conté mi problema a tío Edmundo, lo encaró con toda seriedad.

—Entonces, ¿eso es lo que te preocupa?

—Sí, eso. Tengo miedo de que, al mudar de casa, Luciano no venga con nosotros.

—Crees que el murciélago te quiere mucho…

—Sí, me quiere…

—¿Desde el fondo del corazón?

—Sin duda.

—Entonces puedes estar seguro de que irá. Puede ser que demore en aparecer por allá, ¡pero un día descubre el lugar y aparece!

—Ya le dije la calle y el número de la casa en donde vamos a vivir.

—Pues entonces es más fácil. Si no puede ir, por tener otros compromisos, mandará a un hermano, a un primo, a cualquier pariente, y ni siquiera vas a notarlo.

Sin embargo, yo todavía estaba indeciso. ¿Qué ganaba con darle el número y la calle a Luciano, si no sabía leer? Podía ser que fuese preguntando a los pajaritos, a los “tata Dios”, a las mariposas.

—No te asustes, Zezé, los murciélagos tienen sentido de orientación.

—¿Tienen qué, tío?

Me explicó lo que era el sentido de orientación, y quedé cada vez más admirado por su sabiduría.

Resuelto mi problema, fui a la calle para contar a todo el mundo lo que nos esperaba: la mudanza. La mayoría de las personas grandes me decían con gesto alegre:

—¿Así que se van a mudar, Zezé? ¡Qué bueno!… ¡Qué maravilla!… ¡Qué alivio!…

El que no se extrañó mucho fue Biriquinho.

—Menos mal que es en la otra calle. Queda cerca de aquí. Y aquello de que te hablé…

—¿Cuándo es?

—Mañana a las ocho, en la puerta del Casino Bangú. La gente dice que el dueño de la Fábrica mandó comprar un camión de juguetes. ¿Vas?

—Sí que voy. Y llevaré a Luis. ¿Será posible que yo también reciba algo?

—Claro que sí. Una porqueriíta de este tamaño. ¡O estás pensando que ya eres un hombre?

Se puso cerca de mí y sentí que todavía era muy chico. Menor aún de lo que pensaba.

—Bueno, algo voy a ganar… Pero ahora tengo que hacer. Mañana nos encontramos ahí.

Volví a casa y anduve dando vueltas alrededor de Gloria.

—¿Qué pasa, muchacho?

—Bien que podías llevarme. Hay un camión que vino de la ciudad llenito de juguetes.

—Escucha, Zezé. Tengo un montón de cosas que hacer. Planchar, ayudar a Jandira a arreglar la mudanza. Vigilar las cacerolas en el fuego…

—También vienen un montón de cadetes de Realengo.

Además de coleccionar retratos de Rodolfo Valentino, a quien ella llamaba “Rudy”, y que pegaba en un cuaderno, tenía locura por los cadetes.

—¿Dónde viste cadetes a las ocho de la mañana? ¿Quieres hacerme pasar por tonta, chiquilín? Ve a jugar, Zezé.

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