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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (5 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Se quedó tan abatido que no quiso conversar más. Ni siquiera quería levantar los ojos del cuerpo del caballo que pulía.

***

Fue una comida tan triste que ni daba ganas de pensar. Todo el mundo comió en silencio, y papá apenas probó un poco de “rabanada”. Ni siquiera había querido afeitarse. Tampoco habían ido a la Misa del Gallo. Lo peor era que nadie hablaba nada con nadie. Más parecía el velorio del Niño Jesús que su nacimiento.

Papá agarró el sombrero y se fue. Salió, incluso en zapatillas, sin decir hasta luego ni desear felicidades. Dindinha sacó su pañuelo y se limpió los ojos, pidiendo permiso para irse en seguida con tío Edmundo. Y éste puso algún dinero en mi mano y en la de Totoca. A lo mejor hubiese querido dar más y no tenía. A lo mejor, en vez de darnos dinero a nosotros, desearía estar dándoselo a sus hijos, allá en la ciudad. Por eso lo abracé. Tal vez el único abrazo de la noche de fiesta. Nadie se abrazó ni quiso decir algo bueno. Mamá fue al dormitorio. Estoy seguro de que ella estaba llorando, escondida. Y todos tenían ganas de hacer lo mismo. Lalá fue a dejar a tío Edmundo y a Dindinha en el portón, y cuando ellos se alejaron caminando despacito, despacito, comentó:

—Parece que están demasiado viejitos para la vida y cansados de todo…

Lo más triste fue cuando la campana de la iglesia llenó la noche de voces felices. Y algunos fuegos artificiales se elevaron a los cielos para que Dios pudiera ver la alegría de los otros.

Cuando entramos nuevamente, Gloria y Jandira estaban lavando la vajilla usada y Gloria tenía los ojos rojos como si hubiese llorado mucho.

Disimuló, diciéndonos a Totoca y a mí:

—Ya es la hora de que los chicos vayan a la cama.

Decía eso y nos miraba. Sabía que en ese momento allí no había ya ningún niño. Todos eran grandes, grandes y tristes, cenando a pedazos la misma tristeza.

Quizá la culpa de todo la hubiera tenido la luz del farol medio mortecina, que había sustituido a la luz que la “Light” mandara cortar. Tal vez.

El reyecito, que dormía con el dedo en la boca sí era feliz. Puse el caballito parado, bien cerca de él. No pude evitar pasarle suavemente las manos por su pelo. Mi voz era un inmenso río de ternura.

—Mi chiquitito.

Cuando toda la casa estuvo a oscuras pregunté bien bajito:

—Estaba buena la “rabanada”, ¿no es cierto, Totoca?

—No sé. Ni la probé.

—¿Por qué?

—Se me puso una cosa rara en la garganta que no me dejaba pasar nada… Vamos a dormir. El sueño hace que uno se olvide de todo.

Yo me había levantado y hacía barullo en la cama.

—¿Adonde vas, Zezé?

—Voy a poner mis zapatillas del otro lado de la puerta.

—No las pongas. Es mejor.

—Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa, Totoca? Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Solo para mí…

Miró para el otro lado y enterró la cabeza debajo de la almohada.

***

En cuanto me desperté llamé a Totoca.

—¿Vamos a ver? Yo digo que hay algo.

—Yo no iría a ver.

—¡Pues sí voy!

Abrí la puerta del dormitorio y, para decepción mía, las zapatillas estaban vacías. Totoca se acercó, limpiándose los ojos.

—¿No te lo había dicho?

Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:

—¡Qué desgracia es tener un padre pobre!…

Desvié mis ojos de las zapatillas hacia otras que estaban detenidas frente a mí. Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho enormes sus ojos. Parecía que habían crecido tanto, pero tanto, que cubrirían toda la pantalla del cine Bangú. Había en sus ojos una tristeza dolorida, tan fuerte, que aun queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó un minuto, que no acababa nunca, mirándonos; después pasó a nuestro lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle. Sólo entonces Totoca me tocó el brazo.

—Eres malvado, Zezé. Malvado como una serpiente. Por eso es que… Calló emocionado.

—No vi que estaba allí.

—Malvado. Sin corazón. Sabes que papá desde hace mucho tiempo está sin empleo. Por eso ayer yo no podía tragar, mirando su rostro. Algún día vas a ser padre y entonces vas a saber lo que duele una hora de esas.

Para colmo, yo lloraba.

—Pero si no lo vi, Totoca, No lo vi.

—Sal de mi lado. No sirves para nada. ¡Vete!

Tuve ganas de salir corriendo por la calle y agarrarme llorando a las piernas de papá. Decirle que había sido muy malo, realmente malo. Pero continuaba quieto, sin saber qué hacer. Necesité sentarme en la cama desde allí miraba mis zapatillas, siempre en el mismo rincón, vacías. Vacías como mi corazón, que fluctuaba sin gobierno.

—¿Por qué hice eso, Dios mío? Y precisamente hoy. ¿Por qué tenía que ser aun mas malo cuando ya todo estaba demasiado triste? ¿Con qué cara lo miraré a la hora del almuerzo? Ni la ensalada de frutas voy a conseguir que pase.

Y sus grandes ojos, como pantalla de cine, estaban pegados a mí, mirándome. Cerraba los ojos y veía esos ojos grandes, grandes…

Mi talón dio en mi caja de lustrar zapatos y tuve una idea. Tal vez así papá me perdonase tanta maldad.

Abrí el cajón de Totoca y tomé en préstamo una lata más de pomada negra, porque la mía se estaba acabando. No hablé con nadie. Salí caminando, triste, por la calle, sin sentir el peso del cajoncito. Me parecía estar caminando sobre los ojos de él. Doliéndome dentro sus ojos.

Era muy temprano y la gente debía estar durmiendo a causa de la Misa y de la cena. La calle estaba llena de chicos que exhibían y comparaban sus juguetes. Eso me abatió más todavía. Todos eran niños buenos. Ninguno de ellos haría nunca lo que yo había hecho.

Paré cerca del “Miseria y Hambre”, esperando encontrar algún cliente. El cafetín estaba abierto hasta ese día. No por nada le habían puesto aquel sobrenombre. A él llegaba gente en pijama, de chinelas, de zuecos, pero nunca con zapatos.

No había tomado ni café y sin embargo no sentía hambre. Mi dolor era mucho mayor que cualquier apetito. Caminé hasta la Calle del Progreso. Di vuelta al Mercado. Me senté en la calzada de la panadería de don Rosemberg, y nada.

El calor aumentó y la correa del cajoncito me hacía doler el hombro; fue necesario cambiarlo de posición. Sentí sed y fui a beber en el grifo del Mercado.

Me senté en el umbral de la Escuela Pública, que en breve habría de recibirme. Dejé el cajoncito en el suelo y me desanimé. Recosté la cabeza en las rodillas, como un muñeco, y así me quedé, sin ganas de nada. Después escondí la cara entre las rodillas, cubriéndolas con mis brazos. Era mejor morir antes que volver a casa sin lo que pretendía.

Un pie golpeó mi cajón y una voz conocida y amiga me llamó:

—¡Eh!, lustrador, el que duerme no gana dinero.

Levanté la cara sin creerlo. Era don Coquito, el portero del Casino. Puso un pie y primero le pasé la franela. Después mojé el zapato y lo sequé. Y luego comencé a pasar la pomada con todo cuidado.

—Por favor, ¿puede levantar un poco el pantalón? Obedeció mi pedido.

—¿Lustrando hoy, Zezé?

—Nunca necesité tanto como hoy.

—¿Y qué tal fue la Nochebuena?

—Regular.

Golpeé con el cepillo en el cajón y cambió de pie. Repetí la maniobra y entonces comencé a lustrar. Cuando terminé, golpeé en el cajón y retiró el pie.

—¿Cuánto es, Zezé?

—Dos cruzeiros.

—¿Por qué solamente dos? Todos cobran cuatro.

—Solamente cuando sea un buen lustrador podré cobrar tanto. Por ahora, no.

Sacó cinco cruzeiros y me los dio.

—¿No quiere pagarme después? No trabajé nada hasta ahora.

—Quédate con el vuelto por ser Navidad. Hasta luego.

—Felices fiestas, don Coquito.

Quizá había venido a hacerse lustrar los zapatos por lo que sucediera tres días antes…

Sentir el dinero en el bolsillo me dio cierto ánimo que no duró mucho; ya eran más de las dos de la tarde, la gente charlaba por las calles, ¡y nada! Nadie, ni para sacarles el polvo y soltar unas monedas.

Me puse cerca de un poste de la Río-San Pablo, y de vez en cuando soltaba mi voz finita:

—¡Se lustra, patrón! ¡Lústrese para ayudar a la Navidad de los pobres!

Un coche de rico se detuvo cerca. Aproveché para gritar, sin ninguna esperanza.

—Deme una manita, doctor. Aunque solo sea para ayudar a la Navidad de los pobres.

La señora, bien vestida, y los niños sentados atrás, se quedaron mirándome, mirando. La señora se conmovió.

—Pobrecito, tan chico y tan pobrecito. Dale algo, Arturo.

El hombre me examinó con desconfianza.

—Ese es un pícaro, y de los bien vivos. Está aprovechándose de su edad y del día.

—Aunque así sea, yo le voy a dar. Ven acá, chiquito.

Abrió la cartera y estiró la mano por la ventanilla.

—No, señora, gracias. No estoy mintiendo. Solamente quien lo necesita mucho trabaja en Navidad.

Tomé mi cajoncito, lo colgué en mi hombro y me fui caminando despacito. Ese día no sentía fuerzas ni para tener rabia.

Pero la puerta del coche se abrió y un niño echó a correr detrás de mí.

—Toma. Te manda decir mi mamá que no cree que seas un mentiroso.

Me puso otros cinco cruzeiros en el bolsillo y ni esperó que le agradeciera… Solamente escuché el rugido del motor que se alejaba.

Ya habían pasado cuatro horas y yo continuaba con los ojos de papá martirizándome.

Busqué el camino de vuelta. Diez cruzeiros no alcanzaban, pero en todo caso podría ser que el “Miseria y Hambre” me hiciese un precio más barato, o me permitiera pagar el resto otro día.

En el rincón de una cerca me llamó la atención una cosa. Era una media negra y roja, de mujer. Me incliné y la recogí. Arrollé mi mano en ella y quedó finita. Guardé la media en el cajón, pensando: “Hará una linda cobra”.

Pero me enojé conmigo mismo. “Otro día. Hoy, de ninguna manera…”

Llegué cerca de la casa de los Villas-Boas. La casa tenía un gran jardín y el piso todo de cemento. Sergito andaba por entre las plantas en una hermosa bicicleta. Apoyé la cara en la reja para espiar:

Era toda roja y con rayas amarillas y azules. El metal deslumbraba, de tan brillante. Sergito me vio y se puso a hacer demostraciones. Corría, hacía curvas, daba frenadas que llegaban a chirriar. Entonces se me acercó.

—¿Te gusta?

—Es la bicicleta más linda del mundo.

—Acércate más al portón, que la vas a ver mejor. Sergito era de la misma edad y grado que Totoca. Sentí vergüenza de mis pies descalzos, porque él usaba zapatos de charol, medias blancas y ligas de elástico rojo. En el brillo de los zapatos se reflejaba todo. Hasta los ojos de papá comenzaron a mirarme desde ese brillo. Tragué en seco.

—¿Qué te pasa, Zezé? Estás raro.

—Nada. De cerca todavía es más bonita. ¿Te la regalaron por la Navidad?

—Sí.

Bajó de la bicicleta para conversar mejor y abrió el portón.

—Tuve muchísimos regalos. Una victrola, tres trajes, un montón de libros de cuentos, una caja de lápices de colores de las grandes. Una caja con juegos, un avión que mueve la hélice. Dos barcos con vela blanca…

Bajé la cabeza y me acordé del Niño Jesús, al que solamente le gustaba la gente rica, como decía Totoca.

—¿Qué pasa, Zezé?

—Nada.

—Y a ti,.. ¿te regalaron muchas cosas? Negué con la cabeza, sin poder responder.

—Pero, ¿nada? ¿De verdad, nada?

—Este año no tuvimos Navidad en casa. Papá todavía está sin empleo.

—¡No es posible! ¿Así que ustedes no tuvieron castañas, ni avellanas, ni vino?…

—Apenas “rabanada”, que hizo Dindinha, y café.

Sergito se quedó pensativo.

—Zezé, si yo te convido, ¿aceptas?

Estaba adivinando de qué se trataba. Pero, aun sin haber comido, no tenía deseos.

—Vamos adentro. Mamá te hace un plato. Hay tantas cosas, tantos dulces…

No me arriesgaba. Había sido muy maltratado en esos días. Más de una vez había escuchado: “¿No te dije que no me traigas mocosos de la calle a casa?”.

—No, muchas gracias.

—Está bien. Y si le pido a mamá que haga un paquete de castañas y otras cosas para que se lo lleves a tu hermanito, ¿lo llevas?

—No puedo. Tengo que terminar de trabajar. Recién en ese momento Sergito descubrió mi cajoncito de lustrar, sobre el que me había sentado.

—Pero nadie se lustra en Navidad…

—Me pasé todo el día y solo conseguí ganar diez cruzeiros, y eso que cinco me los dieron de limosna. Todavía tengo que ganar dos más.

—¿Para qué, Zezé?

—No te lo puedo contar. Pero los necesito mucho. Se sonrió y tuvo una idea generosa.

—¿Quieres lustrar mis zapatos? Te doy diez cruzeiros.

—Tampoco puedo. No les cobro a los amigos.

—¿Y si te los doy, es decir, si te presto los diez cruzeiros?

—¿Y puedo demorar en pagarte?

—Como quieras. Hasta puedes pagarme después en bolitas.

—Así, sí.

Metió la mano en el bolsillo y me dio una moneda.

—No te aflijas, que recibí mucho dinero. Tengo la alcancía llena.

Pasé la mano por la rueda de la bicicleta.

—Es realmente linda.

—Cuando crezcas y sepas andar te dejaré dar una vuelta, ¿está bien?

—Bueno.

***

Me lancé en una carrera enloquecida hasta el cafetín de “Miseria y Hambre”, zangoloteando el cajón de lustrar.

Entré como un huracán, con miedo de que fuesen a cerrar ya.

—Señor, ¿tiene todavía de aquellos cigarrillos caros?

Tomó dos paquetes cuando vio el dinero en la palma de mi mano.

—¿Esto no es para ti, verdad, Zezé?

Una voz dijo, atrás:

—¡Qué idea! ¡Un chico de esa edad!

Sin darse vuelta, le contestó:

—Porque usted no conoce a este cliente de cualquier cosa.

—Es para papá.

Sentía una enorme felicidad haciendo rodar las monedas en la palma de la mano.

—¿Ese o éste?

—Tú sabrás.

—Pasé todo el día trabajando para comprarle a papá este regalo de Navidad.

—¿De veras, Zezé? ¿Y él qué te regaló?

—Nada, pobre. Todavía está sin empleo, usted ya sabe.

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