Antti se quedó mirando por la ventana y debió de darse cuenta de que había dejado de llover. Pude ver las sombras oscuras bajo sus ojos y el leve movimiento de sus labios, como si pensase decir algo pero luego lo dejase a medias. Me irritaba no haber sido capaz de sacarle nada más que pistas e insinuaciones. A lo mejor tenía que detenerlo por ocultar pruebas, pero lo último que deseaba era que me odiase. Aquello empezaba a ser un problema: quería resolver el asesinato, pero no quería que ninguno de mis sospechosos fuese el culpable.
—Tú eres uno de los interventores de la ACUEF. ¿Llegaste a ver las cuentas del año pasado?
—Jukka se ocupó de ellas y dijo que todo estaba en orden. Yo solamente firmé la memoria anual. ¿Por qué lo dices?
—Voy a enseñarte una cosa. —Fui a mi mesa y cogí el libro mayor y las cuentas que quería enseñarle a Antti. Como buen matemático, no necesitó más que un momento para encontrar los fallos que contenían...
—Quieres decir que Jyri...
—Eso parece.
—¡Jodido idiota! Oye, ahora tengo que irme. Mis padres vienen a buscar a
Einstein
para llevárselo al campo. Se aburre un poco en el piso compartido en que vivo y mis padres tienen una cabaña en Inkoo donde puede cazar ratones.
Al llegar a la puerta, Antti se dio la vuelta y dijo apresuradamente:
—Me has ordenado que deje de jugar a los detectives, pero no vayas a hacer tú misma un juego de esto. No sabemos tratarte como a un policía, ni esperamos siquiera que seas capaz de sacar algo en claro sobre la muerte de Jukka. Quien lo mató puede ser imprevisible. Ten cuidado tú también.
Y se fue antes de que me diese tiempo a contestar. Al poco rato lo vi desde mi ventana, una figura alta y negra subiendo la cuesta a zancadas, con las manos en los bolsillos.
Me sentía desdichada e intranquila, pero como ya me había pegado una buena paliza en el gimnasio el día anterior hasta quedarme derrengada, no me quedaba siquiera el consuelo de hacerlo de nuevo. La única opción era trabajar. Me sobraban las preguntas y Mirja era la primera a la que quería volver a interrogar. A lo mejor ya estaba en casa.
Me quité la ropa del funeral, me puse unos vaqueros y unas zapatillas de deporte y cogí mi grabadora y algunos de los papeles que había encontrado en el cajón del escritorio de Jukka. Aunque el viaje hasta Lintuvaara no era precisamente corto, no quise llamar a Mirja para asegurarme de que estuviese en casa. La sorpresa siempre es una buena táctica. Mientras me dirigía hacia la parada de autobús de la avenida Mannerheimintie, me pregunté si, con sus advertencias, Antti no se habría referido tal vez a sí mismo.
Ojalá el hombre su alma pudiera conservar
Mirja estaba en casa. Parecía que acababa de llegar, porque aún no había tenido tiempo de quitarse la ropa del funeral y ponerse algo más cómodo. Tenía una manzana a medio comer en la mano.
—¿Tengo que dejarte entrar? —me preguntó en un tono de lo más hostil.
—No estás obligada. Pero también podemos solucionarlo en la comisaría.
Sin decir nada, Mirja se echó a un lado y me dejó entrar en un estrecho recibidor. Me quité la cazadora vaquera y la colgué como pude en el ya repleto perchero.
El piso estaba en silencio, porque al ser sábado sus compañeros estarían con toda probabilidad disfrutando de la noche en la ciudad. Sobre la mesita del teléfono había una lista con los turnos de limpieza. Estaba segura de que Mirja vigilaba que todos los cumplieran rigurosamente.
—Vamos a mi cuarto.
Subí las escaleras que llevaban a la segunda planta del piso. Arriba había una cocina bastante acogedora y dos habitaciones pequeñas. La de Mirja estaba dominada por un piano. La cama tenía una colcha blanca de ganchillo, y la estantería estaba llena de libros de historia, principalmente. Sobre el sillón había un jersey aún a medio hacer, de un rojo chillón. Me pregunté si Mirja lo estaría tejiendo para ella, porque nunca la había visto vestida en tonos que no fueran oscuros. Como la mayoría de las mujeres rellenas, debía de creer que la hacían más delgada. A lo mejor estaba pensando en cambiar de estilo. Mirja quitó la labor del sillón y con una seña me indicó que me sentase. Por su parte tomó asiento en la cama y se puso a tejer, haciendo con las agujas un ruido metálico bastante irritante.
—¿Cómo de oficial es esta conversación?
—Informalmente oficial —le dije poniendo en marcha la grabadora que llevaba en el bolso. Si Mirja decía algo que resultase especialmente aclaratorio, tendríamos que repetir el interrogatorio en Pasila, desde el principio. Pero eso ya lo pensaría más tarde—. Aunque hemos hablado ya en dos ocasiones, no me has contado lo más importante de tu relación con Jukka. Él pagó tu aborto la primavera pasada, en la Clínica de Mujeres. Probablemente porque era el padre, ¿me equivoco?
Me extrañó encontrar un comprobante de pago de la clínica entre las facturas que Jukka tenía preparadas para la deducción de impuestos. No llevaba el nombre de la paciente, aunque sí una fecha, de la primavera anterior. En su vieja agenda encontré una anotación, un día antes de la fecha de pago, que decía «M.CL.M. 18-19». En el apartado de notas de la misma agenda tenía apuntado el número de teléfono de la unidad de interrupción de embarazos. La mención que Antti había hecho en su carta sobre los «juegos» que Jukka se traía con Mirja se adaptaba a mi teoría.
Los ojos de la muchacha estaban llenos de furia. Había dado en el clavo.
—¡Tenías que ir a desenterrar eso! ¿A cuántos te ha dado tiempo de contárselo ya? Yo creía que los hospitales estaban obligados a proteger los datos de sus pacientes.
—Jukka tenía el comprobante de pago entre sus papeles.
—Pero, por mucho que él pagase el aborto, eso no demuestra que fuese el padre.
—¿Erais acaso tan buenos amigos como para que le contaras lo de tu aborto y le pidieses dinero prestado, sin decírselo a nadie más?
Mirja apretó el jersey rojo a medio hacer entre sus manos por un momento y de repente lo arrojó a un rincón, furiosa. Vi que le temblaban las manos. Junto a su cabeza, sobre la cama, había una foto grande de alguna actuación del octeto de la ACUEF: ella, Jukka, Antti, Tuulia y algunos más, vestidos con unas horrendas túnicas de color azul. A lo mejor Mirja quería contemplar a Antti cada noche antes de irse a dormir. Joder, ¿cómo podía habérseme ocurrido que trabajar me ayudaría a disipar mi angustia?
—Mira, tengo una teoría sobre cómo sucedieron las cosas. Tuvisteis una de vuestras sobremesas del coro, una de tantas. Te molestaba que Antti no se fijara en ti —aquí casi me falló el coraje, porque aquel asunto no era de mi incumbencia—, y por su parte Jukka estaba sin compañía. A lo mejor, y con ánimo de darle una lección a Antti, te pusiste a flirtear con Jukka, en contra de tus costumbres. Pero el juego llegó demasiado lejos, más de lo que tú esperabas. He de suponer que entendiste que Jukka estaba enterado de cuál era el motivo de tu súbito interés. Todo el mundo sabe que estás enamorada de Antti, no es ningún secreto. A lo mejor a Jukka le apetecía pincharlo un poco, demostrarle lo fácil que era llevarte al huerto. Pero hay una cosa que no entiendo, y es cómo pudisteis ser tan tontos y que te quedases embarazada.
Mirja explotó en unas carcajadas entrecortadas que por momentos parecían mezclarse con llanto. Poco a poco fue calmándose y me dijo entre hipidos:
—¡Aquello fue la monda! ¡Al gran amante se le rompió el condón! Adivina por qué Jukka no dijo una palabra a nadie de todo aquello... ¡Su prestigio se hubiese visto por los suelos en un pispas si entre sus mujeres se llega a correr la voz de que no sabía usar un condón! —El semblante de Mirja se torció en una mueca horrenda y dejó de reírse de golpe—. Pareces saber más de mis cosas que yo misma. Fue cuando la fiesta de cumpleaños de Antti, en su piso de Korso. Por primera vez en mi vida me había puesto rímel, y no me di cuenta de lo fuerte que estaba el ponche. Cosa rara, Antti vino a buscarme para bailar, aunque luego ni se acercó a mí, estaba a cien kilómetros. Entonces apareció Jukka, me separó de Antti, me agarró y empezó a besarme. Y yo por una vez me dejé. Y acabé en casa de Jukka, en Iso Roobertinkatu.
—¿Y te quedaste embarazada?
—A la primera, y era la primera vez en mi vida que me acostaba con alguien. Como en las películas antiguas, vamos. A lo mejor debería olvidarme de los estudios, casarme y ponerme a tener niños.
—¿Eso te dijo Jukka?
—No, para nada. En un primer momento pensé no decírselo, pero... era suyo, también. Y fue culpa suya, así que me pareció justo que pagase la mitad de los gastos.
—¿Y qué dijo? —Estaba segura de que Mirja nunca le había hablado a nadie de su aborto. La única persona que había llegado a saberlo estaba muerta. Aquella charla resultaba beneficiosa para ambas, yo me aprovechaba de su necesidad de hablar y ella de mi condición de policía. Un policía es como un sacerdote, ambos están obligados a mantener el secreto profesional. Mirja podía estar segura de que yo nunca le contaría a nadie lo que estaba oyendo.
—Bueno, se quedó de piedra, naturalmente, casi aún más que yo. Luego intentó tomárselo a broma, y dijo que no tenía planes de ser padre por el momento. «Por lo menos ahora no lo vas a ser», le contesté yo, y entonces le dije que pensaba abortar. Menudo alivio para él... Me dijo que correría con todos los gastos, que tenía mucho más dinero que yo. Y por qué no iba yo a dejar que lo hiciese, ya que la vergüenza no iba a poder quitármela con dinero... Él no tuvo que someterse a ningún examen médico, como yo, ni tuvo que entrevistarse con ninguna asistente social que le preguntase todo tipo de cosas. No tuvo que echarse en una camilla con las piernas abiertas para que le hiciesen un legrado, ni aguantar los malos modos de las enfermeras cuando les dije que la anestesia no me estaba haciendo suficiente efecto. Sí, a veces me entraban ganas de vengarme... Después de todo, por su culpa me hice una asesina.
Mirja soltó una risita irónica al ver mi estupefacción.
—Yo no maté a Jukka. Mis padres son miembros activos de la Unión Cristiana y yo he sido educada en la creencia de que el aborto es un asesinato. Si se enterasen de lo que he hecho, inmediatamente dejaría de existir para ellos. Y sin embargo, no me arrepiento. ¿Qué habría sido de esa criatura? Jukka y yo no hubiésemos podido casarnos, ¡pero si nos odiábamos! Las dos semanas precedentes al aborto fueron espantosas. Tenía la sensación de estar atada a Jukka, de que dentro de mí estaba creciendo alguien que era tan suyo como mío. No paraba de vomitar, quería echar fuera de mí a aquel ser, pero no había manera. ¿Te han practicado un aborto alguna vez? Aunque no tengo ningún derecho a preguntártelo...
—No. Quiero decir... nunca he abortado. Llevo años envenenándome con píldoras, eso sí. —Mirja no tenía ningún derecho a preguntar, ni yo obligación alguna de contestarle, pero por algún motivo quise hacerlo—. ¿Te amenazó Jukka con contárselo a tus padres? ¿O te amenazó con decírselo a Antti? A lo mejor te amenazó con irle a él con el cuento, con contarle lo que habíais hecho con todo detalle, o se rió del amor que sentías por él. Por eso odiabas a Jukka.
—Yo no lo odiaba. Era más bien desprecio lo que me inspiraba. Me hacía rabiar con Antti y yo lo hacía rabiar con su torpeza. Le daba vergüenza. No tenía ningún interés en hablarle de mí a nadie. Pero qué derecho tenía de poner en ridículo mi... mi amor. No era asunto de nadie, ni de ti. ¿Tú crees que me divierte que todos sepan que estoy desesperadamente enamorada de Antti? ¡Enamorada! Eres la primera persona a quien se lo digo en voz alta. —Mirja empezó a reírse de nuevo de aquella forma tan peculiar y me hizo sentir mal—. «Pobrecita Mirja, tan fea y tan sosa, ¿cómo puede esperar que un chico como Antti se fije en ella.» Eso es lo que todos piensan, tú también. Y Antti es amable conmigo... Si al menos me tratase mal, sería más sencillo dejar de quererlo. A veces me odio a mí misma, odio la humillación continua en la que vivo. El amor es mucho más destructivo que el odio. Si Jukka le hubiese hecho algo a Antti, yo lo habría matado... —La voz de Mirja se transformó de repente en un llanto feo, mezcla de lágrimas y resoplidos, los ojos se le hincharon, enrojecidos, y se tapó la cara con las manos.
Me incliné y le puse una mano sobre el hombro, pero con una sacudida se la quitó de encima como si se tratase de un insecto.
—Vete... —sollozó detrás de sus dedos—, ve a preguntarle a Tuulia por qué no la oí roncar cuando me desperté a las cinco de la mañana a beber agua. O ve a preguntarle a Timo cuánto vale una botella de aguardiente. —Su voz se deshizo en sollozos aún más intensos que los de antes—. ¡Piérdete!
Y me fui. Cogí mi cazadora vaquera del perchero y salí, eché a andar despacio hacia la parada de autobuses, bajo la lluvia. Qué habría podido decirle a Mirja... Pero tampoco ella quería mis palabras, yo no podía hacer nada. Ni por Mirja ni por nadie.
Decidí obedecer sus consejos y hablar con Timo. Sirkku vivía en Haaga, así que a lo mejor ya estaba allí. Me pillaba bastante de camino. Llegué a la parada justo a tiempo para coger el autobús, aunque tuve que correr para no perderlo. Una cosa me hacía sentirme satisfecha, y era que al menos había conseguido enterarme de la identidad del verdadero fabricante de aguardiente.
En el piso de Sirkku solamente se encontraba una de sus compañeras, y me dijo que ésta llevaba varios días sin aparecer por allí, ni siquiera para darse una vuelta. Continuando mi camino, me dirigí al domicilio de Timo, en el barrio de Kruunuhaka, pero allí no había nadie. Me quedé contemplando las bonitas cenefas de la escalera mientras decidía qué paso debía dar a continuación.
Estaba segurísima de que iba a ser imposible pillar a Jyri en su casa un sábado por la noche, así que fui hasta la calle Kaisaniemenkatu y me metí en el autobús 66, para ir hasta Lauttasaari. Intentaría ver a Piia.
El adosado de los Wahlroos fue fácil de encontrar. Aunque tenía muchos motivos para estar satisfecha con mi piso, sentí cierta envidia al ver la casa. Los ventanales de su lado oeste daban directamente a la bahía y en el cercano embarcadero se mecían unos cuantos veleros y un par de lanchas motoras. Alguno de ellos tenía que ser de los Wahlroos. Muy práctico, porque podían salir al mar desde su propio jardín. Nunca había navegado en un velero, pero pensé que tenía que ser divertido. Jaana había salido varias veces a navegar con Jukka y me contó que lo único que había podido hacer era intentar no marearse.