Authors: Douglas Coupland
Ha llamado mi padre. Desde su estudio. Quería saber cuáles eran las posibilidades laborales para alguien como él en Microsoft. No me lo podía creer. Ahora sí que estoy preocupado por él. Debería saberlo. Supongo que es la conmoción.
Le he dicho que descansara, que ni siquiera pensara en hacer nada al menos durante unos días hasta que desapareciera la conmoción. Se ha molestado, como si estuviera intentando sacármelo de encima. No era él. He intentado explicarle lo que me había dicho Karla sobre los cincuentañeros que ahora están entrando en la curva de la facilidad de uso con las nuevas tecnologías, pero no ha querido escucharme. La conversación ha acabado mal, y eso me ha fastidiado, pero no he sabido qué otra cosa práctica podía decirle.
He ido al Uwajima-Ya y he comprado unos fideos OVNI
yaki soba
. En medio de todo el follón de la comida con Bill, Karla y yo hemos conseguido almorzar juntos. Le he preguntado cuáles serían sus siete categorías ideales del
Jeopardy!
; le he contado las de los otros, meditando mientras daba vueltas a los fideos
yaki soba
en el pequeño recipiente de plástico, y entonces ha dicho que «tendrían que ser»:
• huertos
• perros Labrador
• la historia de
hackers
telefónicos• novelas policíacas
• chips Intel
• cosas que dice HAL en
2001
, y• mis padres son unos psicópatas
Luego me ha dicho: «Dan, te voy a hacer una pregunta sobre la identidad. A ver, ¿qué cosa, más que ninguna otra, es la que hace que una persona sea diferente de cualquier otra?»
He querido soltar una respuesta, pero no me ha salido ningún sonido de la boca.
La pregunta me ha parecido de lo más obvia, pero luego la he pensado mejor y me he dado cuenta de lo difícil que era. Difícil y deprimente, porque en realidad no hay gran cosa que distinga a cualquiera de los demás. ¿Qué es lo que diferencia un pato silvestre de otro pato silvestre? ¿Qué es lo que diferencia un oso pardo de otro oso pardo? Pensándolo bien, la identidad es algo tan tenue, tan frágil...
«¿Su personalidad? —he contestado sin convicción—. ¿Su... su alma?»
«A lo mejor. Me parece que estoy empezando a creer en la teoría del alma. En junio pasado fui a una reunión con la gente del instituto para celebrar el décimo aniversario de nuestra promoción. Los cuerpos habían envejecido a lo largo de los diez años, sí, pero la esencia era básicamente la misma que la que teníamos en la guardería. Supongo que sus espíritus eran los mismos. Dana McCulley seguía siendo un hipócrita; Norman Tillich seguía siendo un deportista; Eileen Kelso seguía siendo increíblemente ingenua. Sus cuerpos podían parecer diferentes, pero, por dentro, eran exactamente las mismas personas. Esa noche decidí que las personas tienen espíritu. Es una estupidez. Bueno, una estupidez para una persona lógica como yo.»
Con la vuelta a la realidad a media tarde, ha aparecido mi «jefe», Shaw, para una sesión de confortamiento. Shaw es una de esas personas que tienen la vida solucionada. Si tuvieras que matar a todos los jefes de programadores, uno por uno, él sería el último; tiene catorce subordinados directos (siervos) por debajo de él. Shaw se moría de ganas de que yo tuviera un problema jugoso para poder ayudarme, pero el único problema que se me ocurría era cómo íbamos a conseguir cumplir el plazo de entrega en siete días. Con Michael fuera, había más trabajo para los demás; pero ese problema no era lo bastante jugoso para él, así que se fue en busca de un empleado con preocupaciones más exóticas.
Shaw está en la cuarentena, es una de las quizá doce personas que hay en el Campus con cuarenta y tantos años. Uno debe respetar a regañadientes a alguien que tiene cuarenta y tantos y que sigue metido entre ordenadores: hay un núcleo de experiencia que tiene que respetarse. Shaw todavía recuerda la era Picapiedra de los ordenadores, con tarjetas perforadas y pajaritos dentro de las máquinas chillando: «Vaya vida.»
Mi único problema con Shaw es que se ha convenido en jefe y ha dejado de programar. Ser jefe es todo confortamiento y papeleo, nada que sea creativo. El respeto se basa en lo experto que eres y la cantidad de programación que haces. Los jefes programan o no programan, y parece que hoy en día hay muchos más jefes que no programan. Sombras de IBM.
En realidad, Shaw me dio el visto bueno en la revisión semestral de actividad del mes pasado, así que no tengo ninguna queja contra él. Y, para ser sinceros esto no es todavía una oficina jerárquica: la persona con la mayor cantidad de información relativa a cada decisión es la que toma esa decisión. Sin embargo, sigo siendo carne de cañón cuando hay una crisis.
Además, Shaw pertenece a la generación del auge de la natalidad, y él y los suyos son los responsables (quiero desahogarme un poco) de lo que llaman «Unitape»: una cinta interminable de jazz de ascensor que Microsoft pone en todas las representaciones de la compañía. Es algo de lo más irritante y despide una insipidez a lo «No somos como nuestros padres, nos burlamos de la convención». Un día de éstos hará que todos los miembros menores de treinta años de la compañía se vuelvan amok y asalten, como si fueran una horda de funcionarios de Correos enloquecidos, el edificio de Administración armados con tijeras y encendedores Bic.
He consultado el WinQuote: las acciones han bajado 85 centavos a lo largo del día. Eso significa que Bill ha perdido hoy 70 millones de dólares, mientras que yo sólo he perdido una nadería; pero a ver si alguien adivina quién dormirá mejor.
Hemos trabajado como esclavos hasta la 1.00 y he acompañado a casa a Karla y Todd, parando un momento en el Safeway para comprar algunas exquisiteces. En la caja, mientras pagábamos los caramelos masticables y nectarinas, nos hemos enzarzado en la típica discusión
nerd
sobre el futuro de los ordenadores.
Karla ha dicho: «No puedes desinventar la rueda, las radios, ni siquiera los ordenadores. Mucho después de que hayamos muerto, seguirán perfeccionándose los ordenadores y, tarde o temprano (no se trata de si ocurrirá, sino de cuándo ocurrirá), se creará una 'Entidad'' con inteligencia propia. ¿Ocurrirá dentro de diez años? ¿Dentro de mil años? Cuando sea. No es posible detener la Entidad. Va a ocurrir. No es posible desinventarla.
»La cuestión fundamental es: ¿será esta Entidad algo no humano? La comunidad científica de la inteligencia artificial admite que ha fracasado a la hora de producir inteligencia intentando duplicar los procesos lógicos humanos. Los especialistas en IA intentan desarrollar programas que imiten la vida y que se reproduzcan para entrecruzarlos y simular millones de años de evolución y conseguir crear al final la inteligencia: una Entidad; pero lo más probable es que no sea una entidad humana basada en la inteligencia humana.»
He dicho: «Bueno, Karla, nosotros sólo somos humanos, sólo conocemos nuestras mentes, ¿cómo es posible que conozcamos otro tipo de mente? ¿Qué otra cosa puede ser la Entidad? Habrá salido de nuestros cerebros, al menos los algoritmos iniciales. No podemos duplicar nada que no sea la mente humana.»
Todd ha dicho que la Entidad es lo que aterroriza a sus padres ultrarreligiosos. Que lo que más les asusta es el día en que la gente permita a las máquinas tener iniciativa, el día en que permitamos a las máquinas establecer sus propias prioridades.
«Mierda, estoy atrapada en una película de serie B de los cincuenta», ha dicho Karla.
De vuelta en mi habitación, he estado pensando en nuestra conversación. A lo mejor la Entidad es lo que anhela secretamente construir la gente sin ninguna visión del más allá, una inteligencia que les proporcione detalles específicos, que les proporcione imágenes.
A lo mejor nos gusta creer que Bill sabe cómo será la Entidad. Eso nos hace sentir como si hubiera una fuerza moral sujetando las riendas del progreso tecnológico. A lo mejor lo sabe. Aunque a lo mejor Bill se limita a proporcionar un objetivo a la compañía dada la ausencia de cualquier otro objetivo. Bueno, si no fuera por el culto a Bill, este lugar sería un lugar muerto, como una gran compañía de artículos para oficina. Que es más o menos lo que es, pensándolo bien.
Me he despertado a las 8.30 y he desayunado en la cafetería; nada de cereales crujientes durante los próximos siete días, gracias.
Mientras comíamos avena, Bug y yo nos hemos fijado en algunos empleados extranjeros —franceses o algo así— que estaban fumando fuera, en medio del frío y la lluvia. Aquí sólo fuman los empleados extranjeros, y siempre en grupitos tristes. Dentro, no está permitido fumar en ningún lugar. Y vaya si se enteran.
Hemos decidido que los franceses no podrán escribir nunca software amigable, porque son muy brutos: serían capaces de inventar un icono de un camarero que, cuando lo seleccionaras, tardara cuarenta y cinco minutos en cargarte el archivo. No es ninguna sorpresa que la idea de la amigabilidad se haya desarrollado en la Costa Oeste. El tipo que inventó el Smiley, la carita sonriente, se presenta para alcalde de Seattle, de verdad. Ha salido en las noticias.
Mi madre ha llamado justo en el momento en que cruzaba el umbral de mi despacho. Resulta que ha entrado en el garaje esta mañana —una mañana calurosa y seca en Palo Alto con una chillona luz blanca que se filtraba por las rendijas del marco de la puerta— y ahí estaba otra vez mi padre, con su traje azul de IBM y su corbata, de pie en el centro de la maqueta en forma de U que le llega a la cintura, bajo la pequeña bombilla que cuelga del techo, apretando botones y haciendo que los trenes cambiaran de vía, corrieran, atravesaran montañas y cruzaran puentes.
Mi madre ha decidido que ya era suficiente, que mi padre necesitaba hablar con alguien, alguien que lo escuchara. Ha cogido uno de los viejos taburetes altos de bambú Suzy Wong procedentes de la renovación del sótano, ha dejado de lado su habitual desinterés por las maquetas de trenes y se ha puesto a hablar de ellas con mi padre, como si fuera un ejercicio escolar.
«La maqueta se ha ampliado bastante desde la última vez que viniste, Danny —me ha dicho—. Ahora hay toda una pequeña ciudad, y las montañas son más empinadas y les ha puesto más arbolitos de espuma verde. Es como Perfectville, la ciudad donde se supone que nadie crece. Hay una iglesia, un supermercado y furgonetas, con pequeños vagabundos viviendo dentro. Y hay...»
Se ha producido una pausa.
«¿Qué más hay, mamá?»
La pausa se ha prolongado.
«Y... oh, Danny...»
No le ha sido fácil decirlo.
«¿Y qué más hay, mamá?»
«Danny, hay una casita blanca en lo alto de una colina frente a la ciudad, separada del resto del paisaje. Le he hecho varias preguntas y, entre ellas: "¿Y quién vive en esa casa?", y entonces me ha contestado sin inmutarse: "Ahí vive Jed."»
Los dos nos hemos quedado callados. Mi madre ha suspirado.
«¿Y si me acerco a Palo Alto mañana? —he dicho—. Aquí no hay nada urgente. Me sobra tiempo.»
Más silencio.
«¿Podrías venir, cariño?»
«Sí», he dicho.
«Creo que sería una buena idea.» He podido oír el zumbido de su nevera en California.
«Hay tanta oferta de consultores ahora —ha dicho mamá—. La gente siempre dice que si te despiden por reducción de plantilla te puedes hacer consultor, pero tu padre ya tiene 53 años, Dan. Ya no es tan joven y nunca ha tenido un carácter competitivo. Bueno, estaba en IBM. No tenemos ni idea de lo que va a pasar, de verdad.»
He llamado a una agencia de viajes de Bellevue y he cargado en la VISA un billete para San José. He echado una mirada al correo electrónico y he intentado concentrarme en las pruebas de estrés nocturnas, pero tenía la mente en blanco. Dos interrupciones del programa esta noche, ¡a punto de vencer el plazo y aún con interrupciones!
He intentado dar una vuelta por los pasillos para distraerme, pero, por alguna razón, el mundo era diferente. Michael está en Cupertino (con mi maleta); Abe no estaba en su despacho: se ha tomado el día y se ha ido a navegar por Puget Sound con algunos amigos ricachones; Bug se ha puesto de un humor de perros después del desayuno y ha pegado en su puerta un Post-It con un «Largo de aquí»; y Susan se ha quedado en casa todo el día preparando su fiesta. Y la única otra persona que tenía ganas de ver, Karla, no estaba en su despacho.
Me he quedado apoyado en la barandilla del vestíbulo central, mirando las vitrinas que contienen las obras de arte y a los
nerds
hechos polvo tirados en los sofás, cuando se me ha acercado Shaw. He tenido que mostrarme cordial, desenfadado y animado con lo del plazo de entrega.
Shaw me ha dicho que Karla había salido con Kent para algo de marketing y se me ha pasado por la cabeza la idea de matar a Kent, algo irracional y completamente extraño en mí.
El día ha degenerado en un «día de los mil dólares». Así es como llamo la clase de día en que, incluso diciendo a todos tus conocidos: «Te doy un billete nuevo y crujiente de mil dólares si me llamas por teléfono y me sacas de esta tortura», incluso diciendo eso, nadie llama.
Sólo he recibido dieciocho mensajes de correo, y la mayoría era basura. Y el WinQuote ha estado subiendo y bajando unos pocos centavos. Nadie se ha hecho rico; nadie se ha hecho pobre.
A eso de las 15.00 ha empezado a llover y me he paseado por el Campus sintiéndome desgraciado. Miraba todos los coches del aparcamiento y me he cansado sólo de pensar en toda la energía que esa gente debe de haber dedicado a la elección del «coche adecuado». Y también me he dado cuenta de un detalle a lo
Dimensión desconocida
de todos los coches del Campus: ninguno lleva pegatinas, como si todo el mundo se autocensurara. Supongo que es un indicio de algún miedo a algo.
Pequeños miedos: miedo a no producir suficiente; miedo a no encontrar un pequeño sobre con letras blancas y rojas de acciones en el casillero; miedo a perder la sensación de estar creando realmente algo; miedo a la lenta erosión de las ventajas dentro de la compañía; miedo a que no vuelvan nunca más los años de vacas gordas; miedo a que el balance sea lo único que dirige de verdad el proceso; miedo a la desechabilidad... Dios, escúchame. Qué palo. A veces pienso que sería mucho más fácil preparar cafés en Lynwood, dejar atrás la atmósfera sellada, tupperwaresca y a lo Biosfera 2 de Microsoft.