Mientras dormían (14 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras dormían
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Ahora fue Brunetti el que extendió la mano sobre la mesa.

—Sólo estamos informándonos sobre ella, padre. Créame, no ha hecho nada malo. —El alivio del sacerdote fue evidente. Brunetti prosiguió—: ¿Usted la conocía bien, padre?

El padre Pio sopesó la pregunta un momento antes de responder:

—Es difícil contestar a eso.

—Tengo entendido que era su confesor.

El monje abrió mucho los ojos al oír esto, pero bajó la mirada rápidamente para disimular la sorpresa. Enlazó las manos reflexionando y finalmente miró a Brunetti.

—No deseo que piense que estoy complicando las cosas sin necesidad, comisario, pero es importante distinguir entre mi conocimiento de esa persona en mi calidad de superior suyo en la orden y en la de confesor.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti, aunque ya lo sabía.

—Porque no puedo, so pena de cometer un pecado grave, revelar lo que me haya dicho bajo secreto de confesión.

—Pero, ¿puede decirme lo que sepa de ella por ser su superior?

—Desde luego. Especialmente si lo que yo diga puede ayudarla. —Separó las manos, y Brunetti observó cómo una de ellas buscaba las cuentas del rosario que le colgaba del cinturón—. ¿Qué es lo que no sabe usted de ella?

—¿Es de fiar?

Esta vez el sacerdote no disimuló la sorpresa.

—¿De fiar? ¿Se refiere a si robaría?

—O mentiría.

—No; ella nunca haría ni una cosa ni la otra. —La respuesta del religioso fue inmediata y categórica.

—¿Qué me dice de su visión del mundo?

—Me parece que no entiendo la pregunta —dijo el clérigo moviendo ligeramente la cabeza de derecha a izquierda.

—¿La considera un buen juez de la naturaleza humana? ¿Sería una testigo fiable?

Después de meditar un rato, el padre Pio dijo:

—Yo diría que eso dependería de lo que se juzgara. O a quién.

—¿Y eso significa?

—Creo que es… en fin, yo diría que «susceptible» es una definición tan buena como otra cualquiera. O «impresionable»…
Suor
Immacolata enseguida ve las buenas cualidades de una persona, lo que es una gran virtud. Pero —aquí su expresión se ensombreció— con la misma facilidad sospecha las malas. —Hizo una pausa, midiendo las palabras—. Creo que lo que voy a decirle le sonará muy mal, a prejuicio de la peor especie. —El religioso calló un momento, incómodo—:
Suor
Immacolata es del Sur y yo diría que por eso tiene una visión de la humanidad y de la naturaleza humana un tanto particular. —El padre Pio desvió la mirada, y Brunetti le vio morderse el labio inferior, como para castigarse por haber dicho aquello.

—¿Y no sería un convento un lugar poco apropiado para adquirir esa visión?

—¿Lo ve? —dijo el religioso, violento—. No sé como expresar lo que quiero decir. Si pudiera hablar en términos teológicos, diría que adolece de falta de esperanza. Si tuviera más esperanza, estoy seguro de que tendría más fe en la bondad de las personas. —Dejó de hablar un momento, mientras palpaba las cuentas del rosario—. Lo siento, comisario, pero no puedo decir más.

—¿Por el peligro de revelarme algo que no debería saber?

—Algo que no puede usted saber —dijo el sacerdote con acento de absoluta certidumbre. Al ver la expresión de Brunetti, agregó—: Ya sé que a mucha gente esto puede parecerle extraño, especialmente, en el mundo de hoy. Pero es una tradición tan antigua como la misma Iglesia, y creo que una de las que más nos esforzamos por mantener. Y que debemos mantener. —Su sonrisa era triste—. Perdone, no puedo decir más.

—¿Pero ella nunca diría una mentira?

—No. De eso puede estar seguro. Nunca.
Suor
Immacolata podría equivocarse o exagerar, pero nunca mentiría deliberadamente.

Brunetti se puso en pie.

—Gracias por su tiempo, padre —dijo extendiendo la mano.

El monje se la estrechó. Su apretón era firme y seco. Acompañó a Brunetti hasta la puerta y dijo tan sólo:

—Vaya con Dios —en respuesta a las reiteradas gracias de Brunetti.

Al salir al patio, Brunetti vio al jardinero arrodillado al lado de la tapia del fondo del monasterio, escarbando con los dedos en torno a las raíces de un rosal. Al ver a Brunetti, el anciano apoyó una mano en el suelo, disponiéndose a ponerse de pie, pero Brunetti le gritó:

—No se moleste, hermano, yo cerraré la puerta. —Hecho esto, bajó por la calle acompañado, hasta doblar la primera esquina, por el aroma de las lilas que era como una bendición.

Al día siguiente, el ministro de Economía visitó la ciudad y, aunque la visita era de carácter privado, no por ello la policía dejaba de ser responsable de su seguridad. Por esta razón y por una epidemia de gripe de finales de invierno que tenía a cinco policías en la cama y a uno en el hospital, Brunetti no reparó en que encima de la mesa tenía las copias de los testamentos de las cinco personas que habían fallecido en la Casa di Cura San Leonardo. Hubo un momento en que recordó el asunto y hasta reclamó las copias a la
signorina
Elettra, quien le replicó con vivacidad que hacía dos días que se las había dejado encima de la mesa.

Hasta que el ministro de Economía regresó a los establos de Augias de su ministerio en Roma, no volvió a pensar Brunetti en las copias de los cinco testamentos, al tropezarse con ellas mientras buscaba en su mesa unas fichas de personal. Decidió leerlas antes de devolverlas a la
signorina
Elettra con el ruego de que buscara donde archivarlas.

Brunetti se había licenciado en Derecho y estaba familiarizado con el léxico de las cláusulas que traspasaban, legaban y otorgaban posesión de cosas terrenales a los que aún no habían abandonado este mundo. Ahora, mientras leía la meticulosa fraseología de los documentos, no pudo menos que recordar lo que había dicho Vianello acerca de la imposibilidad de llegar a poseer realmente algo, porque aquí tenía la prueba de tal imposibilidad. Aquellas personas traspasaban a sus herederos la ilusión de una propiedad, prolongando con ello la ficción durante otro lapso de tiempo, hasta que los herederos fueran despojados a su vez de tales bienes por la muerte.

El comisario pensaba que quizá hicieran bien los caudillos celtas que disponían que todos sus tesoros fueran puestos con su cadáver en una embarcación que era llevada mar adentro, incendiada y dejada a la deriva. No se le ocultaba que quizá esta repentina aversión a las posesiones materiales no fuera más que una reacción a haber estado unos días en compañía del ministro de Economía, un hombre tan rudo, ordinario y estúpido que era capaz de hacer aborrecer la riqueza a cualquiera. Después de sacar esta conclusión, se rió entre dientes y concentró su atención en los testamentos.

Además del de la
signorina
Da Prè, dos de los testamentos mencionaban la
casa di cura.
La
signora
Cristanti le legaba cinco millones de liras, lo que no era una suma astronómica, y la
signora
Galasso, que había dejado la mayor parte de sus bienes a un sobrino de Turín, le legaba dos millones.

Brunetti llevaba en la policía tiempo suficiente como para haber comprobado que hay gente capaz de matar por sumas tan pequeñas como éstas y, la mayoría, con total naturalidad, pero también sabía que eran pocos los homicidas cautos que se arriesgaran a ser descubiertos por semejantes futesas. Y, puesto que en la
casa di cura
cualquier asesinato tendría que ser cometido con suma cautela, para que no se detectara, parecía poco probable que estas sumas constituyeran móvil suficiente para que alguien de la residencia se arriesgara a matar a los ancianos.

La
signorina
Da Prè, a juzgar por las palabras de su hermano, debía de ser una anciana solitaria que, al acercarse el fin de su vida, había sentido el impulso de mostrarse caritativa hacia la institución en la que había pasado sus últimos años de soledad. Da Prè había dicho que nadie se había opuesto a su decisión de impugnar el testamento de su hermana. Brunetti no concebía que una persona que mata para heredar se deje quitar tan fácilmente el legado.

El comisario miró las fechas y descubrió que los testamentos que contenían las mandas para la
casa di cura
habían sido extendidos más de un año antes de producirse las muertes. De los restantes testamentos dos habían sido firmados más de cinco años antes y, el último, doce. Hacían falta una imaginación y un cinismo mayores que los que poseía Brunetti para ver en esto un designio criminal.

Ahora bien, el que no hubiera delito no dejaba de tener sentido a los ojos de Brunetti, aunque un sentido un tanto perverso: imaginando que en la
casa di cura
se habían producido unos hechos abominables, hechos que sólo ella podía ver,
suor
Immacolata justificaba su decisión de dejar la orden que había sido su hogar espiritual y material desde que era adolescente. Brunetti no podía creerla; más de una vez, él había visto manifestarse el crimen bajo formas extrañas, pero nunca con un móvil tan nimio, y lo entristecía descubrir que ella había iniciado su
vita nuova
utilizando semejante pretexto. Aquella mujer hubiera podido exigir de la vida, y de sí misma, algo mejor que tan burda invención.

Los papeles, las copias de los cinco testamentos y las notas que el comisario había redactado después de las visitas hechas con Vianello no pasaron a manos de la
signorina
Elettra sino al cajón de abajo de la mesa, donde permanecieron tres días más.

Patta volvió de sus vacaciones con menos interés por el trabajo de la policía del que tenía al marcharse, y Brunetti, aprovechando esta circunstancia, omitió hablarle de la visita de Maria Testa. La primavera avanzaba. Brunetti fue a visitar a su madre a la residencia y, una vez más, echó de menos aquella caridad espontánea de
suor
Immacolata.

La joven no había vuelto a ponerse en contacto con él, y Brunetti abrigaba la esperanza de que hubiera desechado aquella historia, abandonado sus temores y empezado su nueva vida. Un día, incluso pensó en ir a verla al Lido, pero no consiguió dar con el papel en el que había anotado su dirección, y no recordaba el nombre de las personas que la habían ayudado a encontrar trabajo. Rossi, Bassi, Guzzi o algo por el estilo, creía recordar; pero entonces empezó a hacerse notar con irritante frecuencia el regreso del
vicequestore
Patta, y el comisario se olvidó de la ex monjita hasta que, dos días después, al contestar al teléfono, se encontró hablando con un hombre que dijo ser Vittorio Sassi.

—¿Es usted el policía con el que habló Maria? —preguntó Sassi.

—¿Maria Testa? —preguntó Brunetti a su vez, aunque ya sabía a qué Maria se refería su comunicante.


Suor
Immacolata.

—Sí; vino a verme hace un par de semanas. ¿Por qué me llama,
signor
Sassi? ¿Ha ocurrido algo?

—Tuvo un accidente.

—¿Cómo? ¿Qué ha pasado?

—La atropello un coche.

—¿Dónde?

—Aquí, en el Lido.

—¿Dónde está?

—La llevaron a Urgencias. Es donde estoy ahora, pero no consigo que me den información.

—¿Cuándo ocurrió?

—Ayer tarde.

—¿Por qué ha tardado tanto en llamar?

Silencio.


¿Signor
Sassi? —preguntó Brunetti en tono perentorio y, al no recibir respuesta, bajó la voz—: ¿Cómo está?

—Mal.

—¿Cómo fue?

—Nadie lo sabe.

—¿No?

—Ayer, cuando volvía del trabajo en bicicleta, parece ser que un coche la embistió por detrás. El conductor no paró.

—¿Quién la encontró?

—Un camionero. La vio tendida en una zanja al lado de la carretera y la llevó al hospital.

—¿Y no sabe qué tiene?

—En realidad, no. Esta mañana, cuando me han llamado, me han dicho que tenía una pierna rota. Pero creen que puede haber lesión cerebral.

—¿Quiénes lo creen?

—No lo sé. Esto es lo que me ha dicho la persona que me ha llamado por teléfono.

—Pero, ¿usted está en el hospital?

—Sí.

—¿Cómo se han puesto en contacto con usted?

—Ayer la policía fue a su pensión. Creo que en el bolso llevaba la dirección. El dueño les dio el nombre de mi esposa. Recordó que nosotros la habíamos acompañado. Pero hasta esta mañana no me han avisado, y es cuando he venido.

—¿Cómo es que me llama a mí?

—El mes pasado, cuando ella estuvo en Venecia, le preguntamos adonde iba y nos dijo que a ver a un policía llamado Brunetti. No dijo el motivo, ni nosotros se lo preguntamos, pero pensamos que, siendo usted policía, querría saber lo ocurrido.

—Gracias,
signor
Sassi —dijo Brunetti y preguntó—: ¿Cómo ha actuado desde que habló conmigo?

Si a Sassi le pareció ésta una pregunta extraña, no se le notó en la voz.

—Como siempre, ¿por qué?

Brunetti optó por no responder a esto y preguntar:

—¿Cuánto tiempo va a quedarse usted ahí?

—Ya no mucho. Tengo que ir a trabajar, y mi esposa está con los nietos.

—¿Cómo se llama el médico?

—No lo sé, comisario. Esto es un caos. Hoy hacen huelga las enfermeras, y es difícil encontrar a quien te informe. Nadie sabe nada de Maria. ¿No podría usted venir? Quizá le hagan más caso.

—Estaré ahí dentro de media hora.

—Es una muchacha muy buena —dijo Sassi.

Cuando Sassi colgó, Brunetti llamó a Vianello para pedirle que tuviera una lancha y un piloto preparados para ir al Lido dentro de cinco minutos. Dijo a la telefonista que le pusiera con el hospital del Lido y pidió por el encargado de Urgencias. Su llamada transitó por Ginecología, Cirugía y la cocina, hasta que, asqueado, colgó y bajó corriendo la escalera, en busca de Vianello, Bonsuan y la lancha que aguardaba.

Mientras cruzaban la laguna, Brunetti informó a Vianello de la llamada de Sassi.

—Canallas —dijo Vianello del conductor huido—. ¿Por qué no se pararon? Darla por muerta y dejarla en la cuneta…

—Quizá fuera eso lo que pretendían —dijo Brunetti, observando cómo el sargento, de pronto, comprendía.

—Naturalmente —dijo, cerrando los ojos ante la simplicidad del caso—. Pero nosotros no fuimos a la
casa di
cura
a hacer preguntas. ¿Cómo iban a saber que vino a vernos?

—No tenemos idea de lo que haya podido hacer ella después de hablar conmigo.

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