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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (17 page)

BOOK: Mientras dormían
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Capítulo 11

Aunque la zona de la ciudad en la que se encontraba el Ospedale Giustinian no quedaba lejos del apartamento de Brunetti, él no la conocía bien, ya que no pasaba por allí en sus desplazamientos habituales; si acaso, cuando iba a la Giudecca, y algún que otro domingo en que él y Paola iban al Zattere a sentarse en un café del muelle a leer los periódicos al sol.

Lo que Brunetti sabía de la zona era un combinado de leyenda y realidad, como todo lo que él y sus conciudadanos sabían de Venecia. Detrás de esa tapia estaba el jardín de la ex estrella de cine, casada ahora con el magnate de la industria de Turín. Detrás de la otra, estaba la mansión del último de los Contradini, del que se rumoreaba que hacía más de veinte años que no salía de casa. Y aquélla era la puerta de la casa de Dona Salvas, a la que durante muchos años sólo se había visto en el palco real del teatro de la ópera, en noche de estreno y vestida de rojo. Él conocía aquellas tapias y aquellas puertas como otros niños conocen a los héroes de las historietas y de la televisión y, al igual que aquellos personajes, estas casas y
palazzi
le hacían evocar la niñez y una visión del mundo distinta.

Del mismo modo en que los niños se desengañan de la fantasía que envuelve las hazañas de
Topolino
o
Braccio di Ferro,
también Brunetti, durante sus años de policía, había descubierto la triste realidad que se escondía detrás de los muros que en su juventud le hacían soñar. La estrella de cine era alcohólica y el magnate turinés había sido arrestado dos veces por maltratarla. El último de los Contradini, que en veinte años no había salido de su casa, rodeada de una alta pared con astillas de vidrio incrustadas en el borde superior, era atendido por tres criados que no contradecían su convicción de que Mussolini y Hitler aún gobernaban y el mundo estaba libre de judíos repugnantes. En cuando a Dona Salvas, eran pocos los que comprendían que si iba a la ópera era porque creía que allí recibía las vibraciones del espíritu de su madre que había muerto en aquel palco sesenta y cinco años atrás.

La residencia también estaba rodeada de una tapia. Una placa de bronce indicaba su nombre y las horas de visita, que eran de nueve a once de la mañana, todos los días de la semana. Después de tocar el timbre, Brunetti dio unos pasos atrás, pero no pudo ver astillas de vidrio en el borde superior de la tapia. De todos modos —tuvo que reconocer Brunetti—, no era probable que los residentes tuvieran fuerzas para trepar a la pared, con o sin vidrios. A los ancianos y enfermos, para los que el dinero ya no tenía utilidad, sólo se les podía robar la vida.

Abrió la puerta una monja de hábito blanco que apenas llegaba al hombro al comisario. Instintivamente, éste se inclinó para decirle:

—Buenas tardes, hermana. Tengo una cita con el
dottore
Messini.

Ella lo miraba con extrañeza.

—El
dottore
sólo viene los lunes —dijo.

—Esta mañana he hablado con su secretaria, y me ha dicho que podía venir a las cuatro para hablar del traslado de mi madre. —El comisario miró el reloj, tratando de disimular su irritación. La secretaria le había indicado la hora con toda claridad, y le molestaba no encontrar a nadie.

Entonces la monja sonrió, revelando a Brunetti su extrema juventud.

—Ah, entonces su cita será con la
dottoressa
Alberti, la subdirectora.

—Seguramente —convino Brunetti afablemente.

Ella retrocedió para dejar paso a Brunetti, que se encontró en un gran patio cuadrado, con un pozo con tejadillo en el centro. En aquel espacio, resguardado, había rosales ya cargados de capullos y se respiraba el aroma dulce de un lilo oscuro que florecía en un rincón.

—Es bonito esto —comentó él.

—Sí, mucho, muy bonito —dijo ella dando media vuelta y guiándolo hacia una puerta situada en el lado opuesto.

Cuando cruzaban el soleado patio, Brunetti los vio: estaban a la sombra del balcón que discurría a lo largo de dos de las paredes, puestos en fila, como un largo
memento mori,
eran seis o siete, inmóviles en sus sillas de ruedas, mirando al frente con unos ojos tan inexpresivos como los de los iconos griegos. Cuando él pasó por delante, ni lo miraron.

Dentro del edificio, las paredes estaban pintadas de un alegre amarillo claro, y todas tenían pasamanos situados a la altura del pecho de una persona. En los limpios suelos se veía alguna que otra raya negra debida al roce de las llantas de goma de las ruedas de las sillas.

—Por aquí, tenga la bondad —dijo la monjita torciendo a la izquierda por un corredor. Él la siguió, no sin haber tenido tiempo de observar que el comedor principal del antiguo
palazzo,
con sus frescos y sus arañas de cristal, todavía se utilizaba, pero ahora las mesas eran de fórmica y las sillas, de plástico moldeado.

La monja se paró delante de una puerta, dio un golpe con los nudillos y, al oír una voz en el interior, la abrió y la sostuvo para que entrara Brunetti.

El despacho tenía una hilera de cuatro altas ventanas que daban al patio, y la luz que entraba por ellas se reflejaba en los pequeños fragmentos de mica incrustados en el pavimento veneciano, llenando la habitación de un fulgor mágico. Como el escritorio estaba situado delante de las ventanas, al principio, a Brunetti le costó distinguir a la persona que lo ocupaba, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, percibió la forma de una mujer corpulenta, con lo que parecía un vestido oscuro y holgado.

—¿La
dottoressa
Alberti? —preguntó él adelantándose y desviándose un poco hacia la derecha, para situarse en la franja de sombra proyectada por la pared que separaba dos de las ventanas.


¿Signor
Brunetti? —dijo ella, que se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir a su encuentro. La primera impresión era acertada: una mujer corpulenta, casi de la misma estatura y peso que él, acumulado sobre todo en hombros y caderas. Tenía la cara redonda y colorada, de amiga de la buena mesa y el buen vino, con una nariz desproporcionadamente pequeña y respingona y unos ojos color ámbar y bastante separados, sin duda, su mejor atributo. El vestido no tenía más función que la de envolver su cuerpo en lana oscura.

Brunetti, al estrechar la mano que ella le tendía, notó con sorpresa que era una de esas manos flácidas como un hámster muerto, con las que suelen saludar muchas mujeres.

—Mucho gusto,
dottoressa.
Le agradezco su atención al recibirme.

—Forma parte de nuestra contribución a la comunidad —dijo ella con sencillez, y Brunetti tardó un momento en darse cuenta de que lo decía completamente en serio.

Cuando Brunetti estuvo sentado en la silla situada frente a la mesa y hubo rechazado el ofrecimiento de una taza de café, explicó que, tal como había avanzado por teléfono a su secretaria, él y su hermano estaban estudiando la posibilidad de trasladar a su madre a la residencia San Leonardo, pero, antes de dar semejante paso, deseaban informarse.

—San Leonardo fue inaugurada hace seis años,
signor
Brunetti. Fue bendecida por el Patriarca y de la atención a nuestros residentes se encargan las excelentes hermanas de la orden de la Santa Cruz. —Aquí Brunetti asintió, para dar a entender que había reconocido el hábito de la monja que le había abierto la puerta—. Somos un centro mixto —agregó la mujer.

Antes de que ella pudiera continuar, Brunetti dijo:

—Lo siento,
dottoressa,
pero no sé qué quiere decir.

—Esto significa que tenemos pacientes de la Seguridad Social y pacientes particulares. ¿Podría decirme qué clase de paciente sería su madre?

Brunetti había pasado largas jornadas deambulando por los pasillos de la burocracia, hasta conseguir para su madre la atención a la que cuarenta años de cotización de su padre le daban derecho; pero ahora dijo a la
dottoressa
Alberti con una sonrisa:

—Paciente particular, desde luego.

Al oír esto, la
dottoressa
Alberti pareció esponjarse y ocupar detrás de su escritorio un espacio mucho mayor todavía.

—Ni que decir tiene, que ello no supone diferencia alguna en el trato que reciben nuestros pacientes. Si lo preguntamos es sólo a efectos contables.

Brunetti asintió y sonrió como si lo creyera.

—¿Y cuál es el estado de salud de su madre?

—Bueno, bueno.

Pareció que esta respuesta la interesaba menos que la anterior.

—¿Cuándo piensan usted y su hermano trasladarla?

—Hemos pensado que antes del final de la primavera. —La
dottoressa
Alberti repitió su combinación de asentimiento y sonrisa al oír esto—. Naturalmente —prosiguió Brunetti—, antes debería poder hacerme una idea de las instalaciones.

—Por supuesto —dijo la
dottoressa
Alberti extendiendo el brazo hacia una delgada carpeta que tenía a la izquierda de la mesa—. Aquí tengo toda la información,
signor
Brunetti. Contiene una lista completa de los servicios de que pueden disponer nuestros pacientes, relación del personal médico, una breve historia de nuestra institución y de la orden de la Santa Cruz y una lista de nuestros fiadores.

—¿Fiadores? —preguntó Brunetti cortésmente.

—Miembros de la comunidad que tienen a bien apoyarnos y que nos permiten dar su nombre como referencia. Digamos, una recomendación de la alta calidad de la atención que damos a nuestros pacientes.

—Comprendo. Naturalmente —dijo Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo pausadamente—. ¿Está también la tarifa de precios?

Si la pregunta le pareció a la
dottoressa
brusca o poco delicada, no lo demostró, y respondió a Brunetti con una señal de asentimiento.

—¿Podría echar una mirada,
dottoressa
? Para tratar de hacerme una idea de si nuestra madre podría ser feliz aquí. —Al decir esto Brunetti volvió la cara hacia un lado, como si le interesaran los libros que cubrían las paredes. No quería que la
dottoressa
Alberti pudiera ver en su cara algún indicio de la doble mentira que acababa de decir: su madre nunca vendría a este centro, como tampoco podría volver a ser feliz.

—No veo razón para que una de las hermanas no le guíe en una visita por el centro,
signor
Brunetti, por lo menos, por algunas de las dependencias.

—Muy amable,
dottoressa
—dijo Brunetti poniéndose en pie con una sonrisa afable.

Ella oprimió un pulsador que tenía encima de la mesa y, al cabo de unos minutos, la monjita entró en el despacho sin llamar.

—¿Sí,
dottoressa
? —dijo.

—Sor Clara, haga el favor de enseñar al
signor
Brunetti la sala de día y la cocina y, quizá, una de las habitaciones particulares.

—Una última cosa,
dottoressa
—dijo él, como si acabara de recordar algo.

—¿Sí?

—Mi madre es una mujer muy religiosa, muy devota. Si es posible, me gustaría hablar con la madre superiora. —Al ver que ella iba a poner reparos, se apresuró a añadir—: No es que tenga dudas; de San Leonardo no he oído más que elogios. Pero prometí a mi madre que hablaría con ella. Y, si no hablo, no puedo decirle una mentira. —Dibujó una sonrisa un poco infantil, instándola a comprender su situación.

—Bien, no es lo habitual —empezó ella. Miró a la hermana Clara—. ¿Cree que será posible, hermana?

La monja asintió.

—Acabo de ver a la madre superiora salir de la capilla.

Volviéndose hacia Brunetti, la
dottoressa
Alberti dijo:

—Entonces quizá pueda hablar con ella un momento. Hermana, ¿hará el favor de acompañar allí al
signor
Brunetti después de que haya visto la habitación de la
signora
Viotti?

La monja asintió y fue hacia la puerta. Brunetti se acercó a la mesa y tendió la mano.

—Ha sido usted de gran ayuda,
dottoressa,
muchas gracias.

La mujer se levantó para darle la mano, y nuevamente él sintió una ligera repulsión a su contacto.

—Estamos a su disposición,
signore.
Si desea más información, no dude en volver a visitarnos. —Con estas palabras, tomó la carpeta y la dio a Brunetti.

—Ah, sí —dijo él aceptándola con una sonrisa de gratitud antes de ir hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se volvió con un gracias final antes de salir detrás de la hermana Clara.

De nuevo en el patio, la monja fue hacia la izquierda, entró en el edificio por otra puerta y avanzó por un ancho corredor. Al fondo había una gran sala en la que se veía a unos cuantos ancianos. Dos o tres mantenían conversaciones que la reiteración hacía languidecer. Media docena estaban inmóviles, contemplando recuerdos o, quizá, pesares.

—La sala de día —explicó la hermana Clara sin necesidad. Se apartó de Brunetti para recoger una revista que había caído de las manos de una mujer. Se la devolvió y habló con ella un momento. Brunetti le oyó decir unas palabras de ánimo en veneciano.

Cuando la monja volvió, él le habló en el dialecto.

—La residencia en la que ahora está mi madre también está asistida por su orden.

—¿Cuál es? —preguntó ella, más que por verdadera curiosidad, por el hábito de demostrar interés que —suponía Brunetti— tenía que desarrollarse en una persona que hacía aquella labor.

—Casa Marina, en Dolo.

—Ah, sí, la orden está allí desde hace años. ¿Por qué desea traer aquí a su madre?

—Para que esté más cerca de mi hermano y de mí. Así nuestras esposas estarían más dispuestas a venir a visitarla.

Ella asintió, comprensiva. Sabía lo que le costaba a la gente visitar a los ancianos, especialmente, si no eran los propios padres. Llevó a Brunetti por el pasillo otra vez al patio.

—Había una hermana que estuvo allí varios años y fue trasladada aquí. Hace un año, me parece —dijo Brunetti con estudiada naturalidad.

—¿Sí? —hizo la monja con la misma curiosidad educada y distante—. ¿Quién es?


Suor
Immacolata —dijo él, vigilando desde su mayor estatura la reacción de la joven.

Le pareció que su paso vacilaba o quizá que pisaba con más fuerza el desigual pavimento.

—¿La conoce? —preguntó Brunetti.

La vio pelear con la mentira. Al fin dijo:

—Sí —sin dar explicaciones.

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