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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (28 page)

BOOK: Mientras dormían
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Brunetti cerró el puño derecho, lo levantó por encima de la cabeza y golpeó el codo de la mujer, con la intención de hacer caer el cuchillo al suelo. Primero sintió y luego oyó crujido de huesos rotos, pero no sabía si eran del brazo de la mujer o de su propia mano.

Entonces ella se volvió, con el brazo colgando inerte y el cuchillo todavía en la mano y empezó a gritar:

—El Anticristo. Tengo que matar al Anticristo. Los enemigos de Dios serán aplastados en el polvo y desaparecerán para siempre. Su venganza es mi venganza. Las palabras del Anticristo nada podrán contra los siervos de Dios. —Ella trataba de levantar la mano, pero no podía y él vio entonces cómo los dedos se abrían y el cuchillo caía al suelo.

Con la mano derecha, la agarró de la bata y la apartó violentamente de la cama. Ella no opuso resistencia. Él la empujó hacia la puerta, que entonces se abrió y en el vano aparecieron un médico y una enfermera.

—¿Se puede saber qué pasa aquí? —preguntó el médico accionando el interruptor de la luz.

—La luz del día no dejará que los enemigos del Señor se escondan de su justa cólera —jadeó la
signorina
Lerini con apasionada vehemencia—. Sus enemigos serán confundidos y destruidos—. Levantó la mano izquierda y señaló a Brunetti con un dedo tembloroso—. Crees que podrás impedir que la voluntad de Dios sea obedecida. Necio. Él es más grande que todos nosotros. Se hará su voluntad.

A la luz que ahora inundaba la habitación, el médico vio la sangre que goteaba de la mano del hombre y la saliva que escupía la mujer al hablar. Ella dijo entonces dirigiéndose al médico y a la enfermera:

—Habéis dado cobijo a la enemiga de Dios, la habéis cuidado y protegido sabiendo que era enemiga del Señor. Pero alguien más listo que vosotros ha descubierto vuestros planes para desafiar la ley de Dios y me ha enviado para administrar justicia a la pecadora.

El médico empezó:

—¿Qué es lo que…? —pero Brunetti le hizo callar con un ademán.

Acercándose a la
signorina
Lerini le puso la mano buena en el brazo con suavidad. Su voz era un murmullo persuasivo e insinuante:

—Los medios del Señor son infinitos, hermana. Otro vendrá a ocupar tu puesto, para que se haga Su santa voluntad.

La
signorina
Lerini lo miró y él le vio las pupilas dilatadas y los labios que temblaban.

—¿A ti también te envía el Señor? —preguntó.

—Tú lo has dicho —respondió Brunetti—. Hermana en Cristo, tus anteriores actos serán recompensados —tanteó.

—Los dos eran pecadores y merecían el castigo de Dios.

—Muchos dicen que tu padre era un descreído que hacía burla del Señor. Dios es paciente y misericordioso, pero no tolera la burla.

—Murió burlándose de Dios —dijo ella con una mirada de horror—. Hasta mientras yo le tapaba la cara él seguía burlándose.

Brunetti oyó cómo el médico y la enfermera cuchicheaban a su espalda. Volvió la cabeza y ordenó:

—Silencio.

Ellos, impresionados por el tono de su voz y por el desvarío audible en la voz de la mujer, obedecieron. Brunetti dijo entonces a la
signorina
Lerini:

—Pero era necesario. Era voluntad de Dios —insinuó.

Las facciones de la mujer se relajaron.

—¿Lo comprendes?

Brunetti asintió. El dolor del brazo era cada vez más intenso. Bajó la mirada un momento y vio el charco de sangre que se había formado debajo de su mano.

—¿Y su dinero? —preguntó—. Siempre hace falta dinero para combatir a los enemigos del Señor.

La voz de la mujer se hizo más firme.

—Sí. Ha empezado la batalla, y debe seguir hasta que hayamos recuperado el reino del Señor. Hay que dar a los servidores de Dios las ganancias de sus enemigos, para que realicen Su santa obra.

Brunetti, que no sabía cuánto tiempo podría mantener allí prisioneros al médico y la enfermera, decidió arriesgarse:

—El reverendo padre me ha hablado de tu generosidad.

Ella recibió esta revelación con una sonrisa de beatitud.

—Sí; me dijo que el dinero de mi padre se necesitaba con urgencia. La espera aún podía durar años. Los mandatos de Dios deben obedecerse.

Él asintió, como si le pareciera perfectamente comprensible que un sacerdote le hubiera ordenado asesinar a su padre.

—¿Y Da Prè? —preguntó Brunetti con naturalidad, como si fuera un detalle sin importancia, como el color de un chal—. Ese pecador —agregó, aunque no era necesario.

—Él me vio, me vio cuando administraba la justicia divina a mi padre pecador. Pero no me lo dijo hasta mucho después. —Se inclinó hacia Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo—. También era un gran pecador. La codicia es un pecado terrible.

Brunetti oyó pasos a su espalda y cuando se volvió vio que el médico y la enfermera habían desaparecido. Los pasos se alejaban rápidamente por el pasillo y a lo lejos sonaban voces perentorias.

Aprovechando la confusión creada por aquella tumultuosa salida, Brunetti desvió sus preguntas hacia la
casa
di cura.

—¿Y los otros? Las otras personas de la residencia de su padre. ¿Cuáles eran sus pecados?

Antes de que él pudiera pensar en la manera de ajustar sus preguntas a su desvarío, ella lo miró con desconcierto e interrogación.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué otros?

Brunetti comprendió que aquella confusión demostraba su inocencia y, como si no hubiera oído sus preguntas, insistió:

—¿Y el hombre pequeño? ¿Da Prè? ¿Qué hizo él? ¿La amenazó,
signorina
?

—Me pidió dinero. Yo le dije que sólo había obedecido la voluntad de Dios, pero él dijo que no había Dios ni voluntad. Blasfemaba. Se burlaba del Señor.

—¿Se lo dijo usted al reverendo padre?

—El reverendo padre es un santo —repitió ella.

—Es sin duda un hombre de Dios —convino Brunetti—. ¿Y le dijo lo que debía usted hacer? —preguntó.

Ella asintió.

—Me dijo cuál era la voluntad de Dios y yo la cumplí. Me dijo que hay que destruir el pecado y a los pecadores. Había que impedir que el hombre pequeño manchara con el escándalo la divina misión. —Y aquí soltó una carcajada que a Brunetti le heló el alma—. Lo perdió la codicia. Le dije que le llevaba el dinero y él me dejó entrar. Abrió la puerta a la venganza de Dios.

—¿Le dijo el reverendo padre que lo…? —empezó Brunetti, pero en aquel momento irrumpieron en la habitación tres celadores y el médico con mucho alboroto, rompiendo definitivamente el diálogo.

La
signorina
Lerini fue conducida a la sala de Psiquiatría, donde, después de fijarle los huesos del codo, se le administró un fuerte sedante y quedó bajo vigilancia permanente. A Brunetti lo sentaron en una silla de ruedas y lo llevaron a Urgencias, donde le pusieron una inyección contra el dolor y catorce puntos en el brazo. El jefe de Psiquiatría, llamado al hospital por la enfermera que había presenciado la escena, prohibió que se hablara a la
signorina
Lerini, cuyo estado diagnosticó de «grave», sin haberla visto ni hablado con ella. Cuando Brunetti interrogó al médico y a la enfermera que habían oído su conversación con la
signorina
Lerini, ninguno de los dos parecía tener más que una vaga impresión de que había estado plagada de desvaríos religiosos. Les preguntó si recordaban que había preguntado a la
signorina
Lerini por su padre y Da Prè, pero para ellos todo habían sido despropósitos delirantes.

A las seis menos cuarto, Pucetti se presentó en la habitación de Maria Testa, en la que del comisario no encontró más que el impermeable colgado del respaldo de una silla. Al ver las manchas de sangre del suelo, su primer pensamiento fue para la mujer. Se acercó rápidamente a la cama y al mirarle el pecho vio que seguía subiendo y bajando al ritmo de la respiración. Y entonces le miró la cara y vio que tenía los ojos abiertos y lo observaba fijamente.

Capítulo 21

Brunetti no se enteró del cambio que se había producido en el estado de Maria Testa hasta casi las once de la mañana, cuando llegó a la
questura,
con el brazo en cabestrillo. A los pocos instantes, Vianello entró en su despacho.

—Se ha despertado —dijo sin preámbulos.

—¿Maria Testa? —preguntó Brunetti, aunque no era necesario.

—Sí.

—¿Qué más hay?

—No lo sé. Pucetti ha llamado y dejado el mensaje a eso de las siete, pero no me lo han pasado hasta hace media hora. Cuando he llamado al hospital, usted ya se había ido.

—¿Cómo está?

—Lo ignoro. Sólo ha dicho que estaba despierta. Cuando Pucetti ha avisado a los médicos, tres de ellos han entrado en la habitación y le han hecho salir. Supone que iban a hacerle pruebas. Entonces nos ha llamado a nosotros.

—¿Ha dicho algo más?

—Nada más, comisario.

—¿Y la Lerini?

—Lo único que sabemos es que está sedada y no se la puede ver. —Esto lo sabía ya Brunetti al salir del hospital.

—Gracias, Vianello —dijo.

—¿Desea que haga algo, comisario?

—Por el momento, nada. Después volveré al hospital. —Se deshizo del impermeable y lo echó sobre una silla. Antes de que Vianello saliera, preguntó—: ¿Está informado el
vicequestore
?

—No lo sé, comisario. No ha salido de su despacho desde que ha llegado, a eso de las diez, y no creo que sepa nada.

—Gracias —repitió Brunetti, y Vianello se fue.

Cuando estuvo solo, Brunetti fue al impermeable, sacó un frasco de analgésico y se dirigió al lavabo de hombres situado al extremo del pasillo a buscar un vaso de agua. Tomó dos comprimidos, luego un tercero y volvió a guardar el frasco en el bolsillo del impermeable. Aquella noche no había dormido y ahora acusaba el insomnio como de costumbre, con un escozor en los ojos. Al sentarse, echó el cuerpo hacia atrás e hizo una mueca de dolor cuando el brazo se apoyó en el respaldo del sillón.

La
signorina
Lerini había dicho que «ambos» hombres eran pecadores. ¿Quizá Da Prè, en una de sus visitas mensuales a su hermana, la vio salir de la habitación el día en que murió el padre? ¿Y las preguntas de Brunetti le habían inducido a hacer deducciones? Si el hombrecito trató de hacerle chantaje, pasó por alto el sentido de divina misión que la movía y con ello firmó su sentencia de muerte. Se había convertido en una amenaza para el plan de Dios, que había que eliminar.

Brunetti repasó mentalmente su conversación con la
signorina
Lerini. Cara a cara, mirándola a sus ojos de loca, no se había atrevido a pronunciar el nombre del sacerdote, por lo que sólo tenía su reconocimiento de que el «reverendo padre» le había dicho lo que debía hacer. Por otra parte, la descripción de los asesinatos de su padre y Da Prè estaba envuelta en tal fárrago de aberraciones religiosas que los dos testigos de lo que era toda una confesión no tenían ni idea de lo que habían oído. No era probable, pues, que un juez dictara orden de arresto contra ella por asesinato. Y, a pesar de que la agresión cometida contra él era, indiscutiblemente, un acto criminal, Brunetti, al recordar su mirada extraviada y su tono de santidad ultrajada, dudaba incluso de que un juez estuviera dispuesto a llevarla a juicio por aquel ataque. El comisario no se consideraba un experto en la materia, pero lo que había visto aquella noche le parecía pura demencia. Y, si la mujer estaba loca, no había posibilidad de acusarla, ni tampoco al hombre que —Brunetti estaba seguro— le había confiado su sagrada misión.

Brunetti llamó al hospital pero no consiguió que le pusieran con la sección en la que se encontraba Maria Testa. Se inclinó hacia adelante haciendo bascular el peso del cuerpo para ponerse de pie. Miró por la ventana y vio que, por lo menos, había dejado de llover. Con la mano derecha se echó el impermeable sobre los hombros y salió del despacho.

Al lado de la puerta de la habitación de Maria Testa estaba Pucetti, vestido de paisano, y Brunetti, al verlo, recordó que ahora, después de que hubieran tratado de asesinarla, ya podía ponérsele protección oficial.

—Buenos días, comisario —dijo Pucetti levantándose y haciendo un saludo formal.

—Buenos días, Pucetti. ¿Cómo están las cosas?

—Médicos y enfermeras que entran y salen toda la mañana, pero cuando pregunto ninguno contesta.

—¿Hay alguien con ella ahora?

—Sí, señor. Una monja. Me parece que le ha entrado comida. Por lo menos, olía a comida.

—Bien —dijo Brunetti—. Necesita alimentarse. ¿Cuánto tiempo hacía? —preguntó. En aquel momento, no podía recordar cuántos días llevaba inconsciente Maria.

—Cuatro días, comisario.

—Sí, sí. Cuatro días —dijo Brunetti, sin recordarlo todavía, pero decidido a creer al agente—. ¿Pucetti?

—¿Sí, señor? —dijo el joven, haciendo un esfuerzo para no cuadrarse militarmente.

—Baje al vestíbulo y llame a Vianello. Dígale que envíe a alguien para relevarlo y que lo ponga en la lista de servicios. Luego váyase a casa y coma algo. ¿Cuándo vuelve a entrar de servicio?

—Pasado mañana, comisario.

—¿Hoy era su día de permiso?

Pucetti se miró las zapatillas de tenis.

—No, señor.

—¿Entonces?

—Había pedido un par de días de permiso a cuenta de vacaciones. Pensé que… bueno, pensé que podría echar una mano a Vianello con esto. De todos modos, con esta lluvia, tampoco se puede ir a ningún sitio. —Brunetti miraba fijamente una mota de la pared, a la izquierda de la cabeza de Brunetti.

—Bien, cuando llame a Vianello pregúntele si puede volver a ponerle de servicio. Guárdese las vacaciones para el verano.

—Sí, señor. ¿Desea algo más?

—No, eso es todo.

—Buenos días, comisario. —El joven dio media vuelta y se alejó hacia la escalera.

—Y muchas gracias, Pucetti —dijo Brunetti. Por toda respuesta, Pucetti levantó una mano, pero no volvió la cabeza ni hizo otra señal de haberle oído.

Brunetti llamó a la puerta.


Avanti
—dijo una voz desde el interior.

Él empujó la puerta y entró. Tuvo un sobresalto al ver a una monja con el hábito ya familiar de la orden de la Santa Cruz, de pie al lado de la cama, enjugando la cara a Maria Testa. La monja miró a Brunetti pero no dijo nada. En la mesita de noche había una bandeja con medio bol de lo que parecía sopa. La sangre —su sangre— había desaparecido del suelo.

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