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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (27 page)

BOOK: Mientras dormían
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—Creo que esa mujer está en peligro.

Patta agitó una mano en el aire violentamente.

—No quiero saber nada de eso. Si está en peligro, no me importa. Si ha considerado oportuno dejar la protección de la Santa Madre Iglesia, debe asumir responsabilidad por sus actos en este mundo en el que tanto ansiaba entrar. —Vio que Brunetti iba a protestar y alzó la voz—. Quiero a Gravini fuera del hospital y en la oficina de la brigada de esta
questura
antes de diez minutos. —Nuevamente, Brunetti trató de explicar, pero Patta lo cortó—: En la puerta de esa habitación no ha de haber ningún policía. Si alguno va, será suspendido inmediatamente. —Patta se inclinó más aún sobre la mesa y agregó amenazadoramente—: Lo mismo que quien lo haya enviado. ¿Entendido, comisario?

—Sí, señor.

—Y no quiero que vuelva usted a acercarse a ningún miembro de la orden de la Santa Cruz. Y me sorprende que el prior no espere una disculpa, después de lo que me han contado sobre su comportamiento.

Brunetti conocía a Patta en esta vena, aunque nunca lo había visto tan fuera de sí. Mientras Patta seguía hablando y exaltándose por momentos, Brunetti empezó a calcular cuál podía ser la causa de esta extrema reacción, y la única explicación satisfactoria que pudo encontrar fue el miedo. Cuando Patta reaccionaba como simple funcionario, su actitud era de simple agravio: en tal tesitura lo había visto el número de veces suficiente como para saber que esto de ahora era otra cosa, algo diferente y mucho más fuerte. Miedo entonces. ¿Podía ser que Patta actuara movido por algo que no fuera el Estado?

La voz de Patta le hizo volver.

—¿Lo ha entendido, Brunetti?

—Sí, señor —dijo el comisario poniéndose en pie—. Llamaré a Gravini —agregó empezando a ir hacia la puerta.

—Si envía allí a alguien, está acabado, Brunetti, ¿comprendido?

—Sí, señor, comprendido. —Patta nada había dicho de lo que hicieran los hombres en su tiempo libre, aunque de poco le hubiera servido decirlo.

Brunetti llamó al hospital desde la mesa de la
signorina
Elettra y pidió por Gravini. Siguieron una serie de mensajes para el agente, que se resistía a salir de la habitación, incluso cuando Brunetti dijo a la persona que hacía de intermediario que era orden del comisario. Por fin, después de más de cinco minutos, Gravini acudió al teléfono. Lo primero que dijo fue:

—Hay un médico con ella en la habitación. No saldrá hasta que yo vuelva. —Hasta entonces no preguntó si el que llamaba era Brunetti.

—Sí, soy yo, Gravini. Ya puede volver a la
questura.

—¿Se ha terminado, comisario?

—Ya puede volver, Gravini —repitió Brunetti—. Pero antes vaya a casa a ponerse el uniforme.

—Sí, señor —dijo el joven, y colgó, intimado por el tono de Brunetti a no hacer más preguntas.

Antes de subir a su despacho, Brunetti pasó por la sala de los agentes y tomó un ejemplar del
Gazzettino
de la mañana que vio en una de las mesas. Lo abrió por la sección de Venecia, pero no encontró el suelto sobre Maria Testa. Miró Información General, y tampoco lo encontró. Se acercó una silla, se sentó, extendió el diario encima de la mesa y repasó lentamente el contenido, columna a columna. Nada. No habían publicado el suelto. No obstante, alguien lo bastante poderoso como para asustar a Patta conocía el interés de Brunetti por Maria Testa. O, lo que era más interesante, se había enterado de que ella había recobrado el conocimiento. Mientras Brunetti subía la escalera camino de su despacho, a su cara, fugazmente, asomó una sonrisa.

Capítulo 20

A la hora del almuerzo, Brunetti encontró el humor de toda la familia tan apagado como el que él mismo traía de la
questura.
Atribuyó el silencio de Raffi a algún contratiempo en su idilio con Sara Paganuzzi y Chiara quizá aún se dolía de la sombra que oscurecía su brillante expediente académico. La causa del mal humor de Paola era, como de costumbre, la más difícil de adivinar.

Hoy no se cruzaban las bromas con que ellos se manifestaban su afecto habitualmente. Incluso hubo un momento en el que Brunetti oyó que estaban comentando el tiempo y, por si esto no era ya lo bastante malo, después se pusieron a hablar de política. Todos parecían aliviados cuando acabó la comida. Los chicos, como animales cavernícolas asustados por un resplandor de relámpagos en el horizonte, buscaron el refugio de sus habitaciones. Brunetti, que ya había leído el diario, se fue a la sala y se contentó con mirar cómo ondeaban sobre los tejados las cortinas de la lluvia.

Cuando entró Paola, traía café, y Brunetti decidió considerar el gesto una ofrenda de paz, aunque no estaba seguro de la clase de tratado que la acompañaría. Aceptó la taza, le dio las gracias, tomó un sorbo de café y preguntó:

—¿Y bien?

—He hablado con mi padre —dijo Paola sentándose en el sofá—. No se me ha ocurrido otra cosa.

—¿Y qué le has dicho?

—Le he dicho lo que me contó la
signora
Stocco, y lo que dijeron los chicos.

—¿Del padre Luciano?

—Sí.

—¿Y?

—Dice que se informará.

—¿Le has dicho algo sobre el padre Pio?

Ella levantó la cabeza, sorprendida por la pregunta.

—No; por supuesto que no. ¿Por qué?

—Simple curiosidad.

—Guido —dijo ella, dejando la taza vacía en la mesa—, tú sabes que yo no me meto en tu trabajo. Si quieres preguntar a mi padre por el padre Pio o por el Opus Dei, tendrás que hacerlo tú.

Brunetti no deseaba que su suegro interviniera en aquello. Pero no quería decir a Paola que su reserva obedecía a las dudas que abrigaba sobre para quién sería la lealtad del conde Orazio, si para el cuerpo que representaba Brunetti o para el Opus Dei. Brunetti ignoraba tanto la magnitud de la fortuna y del poder del conde como su procedencia y las relaciones o lealtades que le permitían conservarlos.

—¿Te ha creído?

—Naturalmente que me ha creído. ¿Cómo se te ocurre siquiera preguntarlo?

Brunetti trató de zafarse de la respuesta encogiéndose de hombros, pero la mirada de Paola le negó tal posibilidad.

—No es como si contaras con el más fidedigno de los testigos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con la voz áspera.

—Una chica que habla mal de un profesor que le ha puesto una mala nota… Palabras de otra chica, filtradas por la madre, que estaba histérica cuando habló contigo…

—¿Qué pretendes, Guido, hacer de abogado del diablo? Tú me enseñaste el informe del Patriarcado. ¿Qué te parece que ha estado haciendo este canalla durante todos estos años, robando el cepillo de los pobres?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—No; no me cabe duda de lo que ha estado haciendo, pero eso no es tener pruebas.

Paola rechazó el argumento con un ademán que daba a entender que le parecía una tontería.

—Voy a pararle los pies —dijo con franca agresividad.

—¿Con otro traslado? —preguntó Brunetti—. ¿Como se ha venido haciendo durante tantos años?

—He dicho pararle los pies, y de una vez por todas —repitió Paola recalcando las sílabas como quien habla a un sordo.

—Bien —dijo Brunetti—. Ojalá lo consigas.

Sorprendido, oyó a Paola contestarle con una cita de la Biblia:

—«Pero ay del que escandalizare a alguno de esos pequeños que creen en mí; más le valiera al tal que le atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar…»

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Brunetti.

—Mateo, capítulo dieciséis, versículo seis.

Brunetti meneó la cabeza.

—Tiene gracia que precisamente tú me salgas con una cita bíblica.

—Hasta al diablo se le reconoce esa potestad —respondió ella, pero por primera vez sonreía y su sonrisa despejó el ambiente.

—Bien; confiemos en que tu padre pueda hacer algo. —Brunetti casi esperaba oírla replicar que no había nada que su padre no pudiera hacer, y entonces descubrió con sorpresa que, por lo menos él, ya empezaba a creerlo así.

Como si la mención del padre le hubiera hecho recordar algo, Paola dijo:

—Ha llamado mi madre y me ha dicho que te diga que es un banquero.

Brunetti, momentáneamente desconcertado, preguntó:

—¿Quién es un banquero?

—El amante de la
contessa
Crivoni. —Al ver que Brunetti ya comprendía, prosiguió—: Fue a ver a una de sus compañeras de
bridge,
que le dijo que hace años que se entienden. Y que, al parecer, el marido lo sabía.

—¿Que lo sabía? —preguntó Brunetti con franca sorpresa.

—Él prefería a los jovencitos.

—¿Y tú lo crees?

—Al parecer, el marido les servía de tapadera. No tenían motivos para desear su muerte, supongo.

Brunetti movía la cabeza negativamente, pero lo creía. Entonces habló a su mujer del berrinche de Patta y de la orden de que se le retirara la protección a Maria Testa, y no disimuló su convicción de que la fuente de esta orden eran el padre Pio y los poderes que lo apoyaban.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Paola cuando él acabó su explicación.

—He hablado con Vianello. Tiene un amigo que trabaja de celador en el hospital y ha accedido a vigilarla durante el día.

—No es gran cosa, ¿verdad? —dijo ella—. ¿Y por la noche?

—Vianello se ha ofrecido, yo no se lo he pedido, Paola, se ha ofrecido él, a estar allí a partir de medianoche.

—¿Lo que quiere decir que tú estarás de cuatro a ocho?

Brunetti asintió.

—¿Cuánto tiempo va a durar esto?

Brunetti se encogió de hombros.

—Hasta que se decidan a actuar, imagino.

—¿Y cuándo será?

—Depende de lo asustados que estén. O de cuánto crean que ella sabe.

—¿Crees que es el padre Pio?

Brunetti siempre había tratado de evitar dar el nombre de la persona de quien sospechaba, y esta vez trató de ser fiel a la norma, pero su mujer leyó la respuesta en su silencio. Ella se levantó.

—Si vas a estar en pie toda la noche, ¿por qué no duermes ahora un poco?

—«Una esposa es el mayor tesoro del marido, su compañera, su puntal. Una viña sin cerca puede ser arrasada; un hombre sin esposa se convierte en un vagabundo indefenso», citó él, contento de haberle ganado, por una vez, en el juego del que era maestra.

Ella no pudo disimular la sorpresa ni tampoco el gozo.

—¿Así que es verdad?

—¿El qué?

—Que el diablo puede citar las Escrituras.

Aquella noche, Brunetti volvió a abandonar el cálido nido de su cama y se vistió con el sonido de la lluvia en los oídos, que seguía cayendo sobre la ciudad. Paola abrió los ojos, besó el aire en dirección a él y volvió a dormirse inmediatamente. Esta vez, él se acordó de las botas pero no llevó paraguas para Vianello.

En el hospital, una vez más, los dos hombres salieron al pasillo a hablar, pero era muy poco lo que tenían que decirse. Aquella tarde, el teniente Scarpa había hablado con Vianello y le había repetido las órdenes de Patta sobre el servicio. Al igual que Patta, nada había dicho acerca de lo que hicieran los hombres en su tiempo libre, lo que había animado a Vianello a hablar con Gravini, Pucetti y el contrito Alvise, y todos se habían ofrecido a repartirse la vigilancia diurna. Pucetti había quedado en relevar a Brunetti a las seis.

—¿También Alvise? —preguntó Brunetti.

—También Alvise —respondió Vianello—. El que sea estúpido no quiere decir que no pueda ser buena persona.

—No —convino Brunetti—. Por lo visto, ese caso sólo se da en el Parlamento.

Vianello se rió, se puso el impermeable y dio las buenas noches a Brunetti.

En la habitación, Brunetti se acercó a un metro de la cama y miró a la mujer dormida. Tenía las mejillas aún más hundidas, y la única señal de vida era el lento gotear del pálido líquido del frasco suspendido sobre ella, por el tubo conectado a su antebrazo, eso y el lento y constante subir y bajar del pecho.

—¿Maria? —dijo él, y después—:
¿Suor
Immacolata? —El pecho subía y bajaba y el líquido goteaba, y nada más.

Brunetti encendió la luz del techo, sacó del bolsillo su tomo de Marco Aurelio y empezó a leer. A las dos, entró una enfermera, tomó el pulso a Maria e hizo una anotación en el gráfico.

—¿Cómo está? —preguntó Brunetti.

—El pulso es más rápido —dijo la enfermera—. A veces, esto ocurre cuando va a producirse un cambio.

—¿Quiere decir que va a despertar?

La enfermera no sonrió.

—Podría ser eso —dijo, y salió de la habitación sin dar a Brunetti tiempo de preguntar qué otra cosa podría ser.

A las tres, Brunetti apagó la luz y cerró los ojos, pero a la primera cabezada se puso de pie y se apoyó en la pared detrás de la silla. Apretó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.

Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta y en la habitación a oscuras entró otra enfermera. Al igual que la de la noche anterior, ésta llevaba una bandeja tapada. Brunetti, sin decir nada, la vio cruzar la habitación hasta situarse al lado de la cama, dentro del círculo de luz de la lamparita. La enfermera retiró la manta, y a Brunetti le pareció indecoroso mirar lo que tuviera que hacer a la paciente, por lo que bajó la mirada.

Entonces vio las huellas, las marcas de humedad que las suelas de los zapatos de la mujer habían dejado nítidamente dibujadas en el suelo. Sin acabar de darse cuenta de lo que hacía, Brunetti se lanzó a través del espacio que los separaba, con la mano derecha levantada sobre su cabeza. Aún no había llegado junto a la mujer cuando la toalla que cubría la bandeja cayó al suelo dejando al descubierto la hoja de un largo cuchillo. Brunetti lanzó un grito, un sonido indistinto y, cuando la mujer se volvió a mirar la figura que salía de la oscuridad, él vio la cara de la
signorina
Lerini.

La bandeja cayó al suelo, y ella, con un movimiento puramente instintivo, se abalanzó hacia Brunetti describiendo un arco con el cuchillo. Brunetti trató de esquivarlo, pero el impulso que llevaba lo había puesto al alcance del arma. La hoja le rasgó la manga izquierda y cortó el músculo del brazo. El grito que lanzó Brunetti fue ensordecedor, y él lo repitió una y otra vez, con la esperanza de que hiciera acudir a alguien.

Apretando la herida con una mano, se volvió hacia la mujer, temiendo otra acometida. Pero vio que ella se había vuelto de nuevo hacia la cama blandiendo el cuchillo a la altura de la cadera. Brunetti, haciendo un esfuerzo, se precipitó sobre ella, al tiempo que apartaba la mano de la herida del brazo. Volvió a lanzar el grito inarticulado, pero ella, sin mirarlo, dio otro paso hacia Maria.

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