Mil días en la Toscana (12 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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—¿Qué uvas ayudas tú a vendimiar? —le había preguntado, con la esperanza de que lo directo, de la pregunta evitara más escenas apocalípticas bajo el sol todavía cruel de septiembre.

—Por lo general, voy a ayudar a mis primos de Palazzone, aunque ahora pululan por sus viñas tantos hijos y parientes políticos que casi no me necesitan —había dicho él.

—De acuerdo. ¿Podemos hacer alguna otra cosa? ¿Podemos cocinar?

—Lo que no entiendes es que la vendimia es un trabajo familiar, en el que no participan los curiosos ni los admirativos, pero veré lo que puedo hacer.

Después de aquella lección cultural que nos dio con tanta claridad, yo había dejado pasar el tema y no habíamos vuelto a tocarlo hasta que aquella mañana nos anunció que nos estarían esperando al día siguiente al amanecer.

La
vendemmia
, la recolección de la uva, se espera con ansiedad y se festeja más que ningún otro acontecimiento estacional en la vida de los campesinos toscanos. La vid es el cultivo más antiguo de la península itálica y los zarcillos de su historia se enroscan y se injertan en ritos paganos y sagrados, en la vida misma.

Casi todo el mundo tiene vides: pueden ser propias o pertenecer a sus terratenientes; pueden ser alrededor de un centenar de plantas desordenadas que crecen entre zarzamoras o se disponen entre hileras de maíz o muchísimas hectáreas de vides exuberantes y fotogénicas cultivadas por manos maestras o, como en el caso de los primos de Barlozzo, alguna configuración intermedia. Casi siempre, salvo en las grandes parcelas de terreno en las que a veces se emplean medios mecánicos, las uvas se cortan racimo por racimo y el chasquido de las tijeras de podar impone un ritmo antiguo y bucólico.

De la vid en la que trabaja el vendimiador se cuelga una especie de cesta plana hecha con ramitas, con lo cual le quedan las manos libres para cortar los racimos y dejar caer la fruta en ella en un movimienfo continuo en dos pasos. Cuando la cesta está llena, se vuelca la fruta en tinas de plástico más grandes, que a continuación se llevan a los pequeños carros que aguardan dispersos entre las vides para transportar las uvas por la carretera hasta la prensa. Cuando vivía en California, descubrí que los placeres inocentes del vino a menudo se disminuían con prodigios, reales o imaginarios, que pretendían hacer una lectura profunda de una copa de zumo de uvas. Aquí no se cometen aquellos errores. Estos agricultores fabrican el vino en los viñedos, en lugar de hacerlo en el laboratorio, como los que se dedican a la producción comercial de vino. Su vino está hecho de fruta: sin disimular, sin manipular, tal como la han enviado los dioses; de fruta y de su pasión por él. No hay más alquimia que esta combinación. Estos son vinos ásperos, escuetos, musculosos, vinos para masticar, elixires espesos y enrojecedores que se inyectan como la sangre en un cuerpo cansado y sediento. Nada de aromas de violetas ni de vainilla, ni un solo olorcillo pegajoso ni de cuero inglés: estos vinos son los jugos que se obtienen al prensar las uvas, encantados en barriles.

Cuando de un salto nos apeamos del camión de Barlozzo en la carretera que conduce a los viñedos, vemos a unas treinta personas de pie o sentadas cerca de una montañita de cestas y cubos. Todas llevan el cabello recogido con algún tipo de pañuelo o pañoleta. Las alas de los sombreros tropiezan con las vides y estorban el trabajo de recolección. Esta otra forma de cubrirse la cabeza contiene el sudor, aunque no tanto la violencia del sol. Decido dejar en el camión mi sombrero de paja a lo Holly Golightly, con la esperanza de que los vendimiadores no se hayan fijado en el volante de sesenta centímetros de su ala insultante. Cuando regreso a incorporarme al grupo, Barlozzo, sin mirarme a los ojos —así siento mejor su desdén—, me entrega un pañuelo azul y blanco muy bien planchado. Quiero preguntarle por qué no se limitó a observar que mi sombrero era inadecuado mientras íbamos en el camión, pero me abstengo. Fernando renuncia a regañadientes a su gorra de béisbol negra de Harley, lo cual lo hace acreedor a la aprobación tácita del duque.

Lo otro que nos separa de la cuadrilla es que no hemos venido con las tijeras de podar colgadas del cinturón. De pronto me siento como un chef sin cuchillos o como un fontanero que tiene que pedir prestada una llave inglesa, pero hay otros que tampoco las tienen y el
vinaiolo
, el vitivinicultor, enseguida se pone a repartir las armas y los guantes desparejos, como si estuviéramos en la cola de mendigos que esperan recibir comida gratis y hubiéramos pedido unas tostadas.

No hay mucho espíritu festivo entre las viñas ni bajo el sol que despierta mientras el
vinaiolo
asigna los territorios y hace una demostración de las técnicas para los pocos primerizos. No pude por menos que recordar las vendimias que había presenciado en California: el administrador de la finca y el vitivinicultor dan vueltas por las tierras y van asintiendo o negando con la cabeza, tocan, huelen la fruta, escriben en sus cuadernos, van corriendo al laboratorio con las uvas para medir los grados Brix. ¿Habrá vendimia hoy o tendremos que esperar hasta mañana, a que aumente la concentración de sacarosa? Aquí es diferente: cuando la luna mengua y las uvas están gruesas y oscuras, espolvoreadas con una pelusa blanca gruesa a la cual el sol le ha secado el rocío —cuya humedad residual podría diluir la pureza del jugo—, el
vinaiolo
arranca un racimo de uvas, se frota una o dos contra la manga de la camisa, se las mete en la boca, las mastica, las traga, sonríe y dice:


Vendemmiamo
, vamos a vendimiar.

El trabajo comienza, pero tengo que ir al lavabo. Dos mujeres con delantales y zapatos ortopédicos con la parte posterior cortada se preocupan por mis necesidades, me enseñan la manera y me preguntan si estoy bien. Soy la última en entrar en los caminos frondosos de las viñas. Mis compañeros son un hombre de unos treinta años llamado Antonio, que se mueve con arrogancia, y otro de unos setenta, llamado Federico, caballeroso como un conde. Cuando se dan cuenta de que sé usar las tijeras de podar, que empuño con destreza los mangos curvos y que puedo escarbar en las profundidades de las vides para cortar y dejar caer la fruta en mi cesta casi tan rítmicamente como ellos, Holly Golightly queda redimida.


Non è la tua prima vendemmia. Sei brava, signora
. No es tu primera vendimia, señora. Lo haces bien.

No han pasado ni siquiera dos horas y, cuando salgo —bañada en sudor y enrojecida por el zumo de uva— del recinto cerrado y húmedo de las viñas a la luz endemoniada del sol, me siento afiebrada y débil como una criatura. Es el primer descanso colectivo de la mañana y no recuerdo haberme sentido nunca tan cansada. Tengo las piernas como las patas de un potro recién parido, incapaces de sostenerme cuando intento aguantarme de pie, y el cuerpo abrasado y, sin embargo, lleno de delicado júbilo y esta sensación tan absorbente no se diferencia demasiado de lo que se siente después del coito. Busco a Fernando, que debe de estar al otro lado de la colina que separa los dos campos. Lo encuentro y veo que me hace señas de que me acerque a él. Como son tan hermosas, no puedo resistir la tentación de moverme con dificultad entre las viñas, en lugar de por el camino arenoso que hay a su lado. De vez en cuando, entre las hojas verdes y carnosas, hay una o dos que han quedado doradas por el sol, se han secado y empiezan a ondularse: un síntoma del otoño.

Vamos a reunirnos con los demás, que se han congregado en torno a las cubas de agua mineral sin hielo, colocadas a la sombra entre dos viejos robles. Hay barriles de vino. En realidad, nadie traga el agua, salvo lo poco que los salpica y les cae en la boca, cuando se la echan sobre la cabeza y la espalda, el pecho y los brazos. Se mojan con el agua y beben el vino: resulta razonable. Hago lo mismo que ellos. Hay una cesta llena de
panini
—tajadas gruesas de pan, rellenas de
prosciutto
o mortadela— y como uno con avidez, mientras Federico me vuelve a llenar el vaso de vino. Lo vacío como una auténtica hija de la Enotria. Me siento débil.

Consigo recuperar la fuerza suficiente para volver a agacharme y a cortar, hasta que oigo el resoplido de un acordeón y voces que cantan. Pienso que se debe a que estoy insolada y que aquel agradable soponcio desaparecerá, hasta que Antonio dice:


È ora di pranzo
. Es la hora de comer.

La comida y la serenata son una bendición. Encuentro a Fernando, que se ha tendido bien plano entre las vides que estaba recolectando cuando anunciaron el almuerzo. Ríe y dice que no volverá a moverse nunca más. Seguimos a los demás hasta un lugar, debajo de los mismos robles —tal vez nos internemos un poco más en su sombra—, donde, sobre una mesa larga y estrecha, cubierta por un mantel verde y azul, han dispuesto grandes hogazas de pan redondas, boles de
panzanella
, ruedas de pecorino y una
finocchiona
entera: el típico salami toscano, perfumado con hinojo silvestre, que tiene el diámetro de un plato llano. Hay cestas planas con pilas de
crostini
untados con paté de
fegatini
, higadillos de pollo. Alguien le pone una espita a otra damajuana de vino y la gente hace cola con jarras, mientras que algunos dejan que el líquido caiga burbujeando de la espita a sus vasos. Sentados sobre la tierra apisonada entre nuestros compañeros, nosotros y el cielo y el sol estamos cosidos todos juntos en un motivo agrario primitivo.

En una ladera lejana, hay mujeres subidas a escaleras que cogen la fruta de un grupo de higueras. Parecen pintadas: un grupo sáfico trabajando. Cristal que se rompe bajo terciopelo es su risa, que corre por el aire como un escalofrío. Nos traen los higos en las faldas de sus delantales y los dejan caer con suavidad sobre la mesa. Cojo uno y está caliente por el sol. Lo muerdo y atravieso sus jugos dulces como la miel y les doy vueltas en la boca, todavía húmeda de vino. Le llevo uno a Fernando, que lo come entero con los ojos cerrados. Todo el mundo se queda quieto durante media hora, durmiendo o dormitando. El acordeonista canta solo.

El vinaiolo se abre paso entre las viñas, diciendo:


Per oggi, basta, ragazzi
. Es suficiente por hoy, muchachos.

Son poco más de las cinco de la tarde, casi dos horas antes de la hora habitual para terminar, y corre un murmullo entre los vendimiadores, que quieren saber el porqué. La versión que circula es que hemos arrancado más de la mitad de las uvas en tiempo récord y que en la prensa, aunque le seguirán echando uvas durante toda la noche, no cabe más fruta que la que ya hemos recolectado. Suenan grandes vítores y los hombres se pavonean, abrazándose y besándose entre sí como una pandilla de forajidos latinos después de un atraco. Se ofrece grapa a todo el mundo, en medio de la prisa por llegar a los coches o los camiones y el pequeño botín de un baño y una cama. El
vinaiolo
aguarda de pie donde acaba el camino en el que están aparcados todos nuestros vehículos y nos estrecha la mano a cada uno, nos mira a los ojos y nos da las gracias con entusiasmo, como si hubiésemos apagado las llamas del infierno. Pienso en la manera tan artística que tienen los italianos de pasar de un estado de ánimo a otro. Puede que sea el aceite de oliva.

Vendimiamos con el mismo grupo de campeones en cuatro viñedos distintos durante nueve días sucesivos, hasta cosechar todas las uvas. El tiempo sigue siendo cálido y predominan la energía y el buen humor. El último día, mientras regresamos a casa con Barlozzo en el camión, le digo a Fernando que los muslos se me han puesto fuertes y firmes y él me dice que ahora está seguro de que lo suyo es trabajar la tierra. Barlozzo dice que estamos volviendo a caer en la pintoresca forma de pensar de las personas mayores en crisis y que lo único que hemos hecho ha sido ayudar a nuestros vecinos a recolectar unas cuantas uvas: con habilidad, el duque nos ayuda a recuperar el equilibrio. Me aprieto el muslo de Tiziano y pienso que a lo mejor no está tan prieto. Para curarnos de su derrota aplastante —supongo—, nos pregunta si estamos listos para la fiesta de la noche.

—Estamos impacientes —le decimos.

Mientras bajamos del camión de un salto, Fernando dice:


Tutti al bar per gli aperitivi alle sette e mezza, va bene?
Todo el mundo al bar a tomar el aperitivo a las siete y media, ¿de acuerdo?

Aunque el ritual de los aperitivos es sagrado, uno de nosotros siempre se lo recuerda a los demás.

La cena de la vendimia se celebra en unos viñedos en los que hemos trabajado unos días antes. Es el más pequeño, pero creo que el más bonito, porque está situado en un campo rodeado de pinos y comparte la finca con un olivar. Las mesas largas y estrechas —ponen tablones sobre los barriles— se cubren con manteles blancos almidonados y se disponen entre las viñas peladas. Las flanquean por ambos lados unos bancos provisorios. Toda la luz es fuego. Se han clavado antorchas en la tierra roja. En un espacio rodeado por un muro bajo de piedras apiladas arde un gran fuego de leña. Se distribuyen velas a lo largo de todas las mesas y más velas en bolsas de pape! marcan el camino hasta la casa de labranza. El aroma del pan recién hecho y el del vino nuevo embriagan el crepúsculo y, con mucha parsimonia, un trocito de luna va escalando el cielo.

Quiero colaborar de alguna manera, pero nuestra tropa de vendimiadores se ha multiplicado y, de las treinta personas que éramos, hemos pasado a ser sesenta o puede que setenta, de modo que me limito a observar. La cena se celebra en la casa de mi antiguo compañero de equipo, Federico, que se acerca a saludarme. Me conduce hasta las puertas —abiertas de par en par— de la cocina, donde su mujer y sus hijas dirigen el espectáculo. Cuento nueve mujeres, pero todas se mueven con tanta rapidez que es probable que sean más. Cantan mientras cocinan, divididas naturalmente en sopranos, que formulan preguntan líricas, Y contraltos, que les responden y preguntan a su vez: una opereta en medio de la harina y el vapor.

En una de las mesas, las mujeres estiran la masa de pan formando redondeles planos, que cubren de uvas. Me cuentan la historia de su pan y que el primer racimo de uvas que el
vinaiolo
corta de las viñas de cada familia se recoge en una cesta y se lleva a la iglesia para que el sacerdote lo bendiga. Entonces se ponen las uvas en un bol, para que reposen con aceite de oliva virgen extra perfumado con romero e hinojo silvestre machacado. Después, las uvas aceitadas se disponen, una por una o en ramitos, sobre la masa. Las mujeres echan puñados de azúcar —mezclan el blanco con el moreno— sobre las uvas y encima muelen pimienta con mano enérgica. A continuación introducen los panes en el horno de leña que hay al fondo de la cocina grande y tenebrosa.

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