Mil días en la Toscana (15 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Ellos aflojan las piedras con palancas, las arrancan del agua poco profunda y las colocan en la carretilla. Hacen un viaje hasta el camión y después otro. Mi única ayuda consiste en cantarles y en gritarles para darles ánimo. Para entusiasmarlos, recito una letanía deliciosa de lo que cocinaremos con el primer fuego.

Me exprimo el río de los bordes de la falda, dejo que las gotas me laven los dedos y voy a sentarme a la orilla. Los miro trabajar y después me voy a dar una vueltita por el bosque, corto ramas de bayas anaranjadas que tienen aspecto de ser agridulces y me encuentro a mis anchas cuando me llaman y me dicen que es hora de volver. Subimos la colina hasta Todi y paramos a tomar un
espresso in piedi
, de pie, a pasear un rato, antes de sentarnos a beber Prosecco y a ponernos de acuerdo sobre la gravedad de nuestro apetito. Solo son las siete —es demasiado pronto para pensar en la cena—, de modo que nos dirigimos al camión.

—Podemos ver la puesta del sol y después, en el camino de regreso, ir a comer pescado en un restaurante aliado de la carretera —dice Barlozzo.

Nos detenemos en otro punto al borde del río y nos repartimos chaquetas y jerséis para protegernos de la brisa que se ha levantado. Cáscaras de luz dorada envuelven las nubes color albaricoque y el sol menguante tiñe el Tíber de un color rojo como el de la sangre, abriendo una grieta carmesí en el corazón de la nueva noche. Bajamos dando traspiés a sentarnos junto al agua y, sin previo aviso, me oigo decir:

—Creo que vamos a buscar algo para comprar.

—¿Dónde? —pregunta Barlozzo.

—Lo más cerca de San Casciano que encontremos —responde Fernando.

—Pensé que estábais de paso. Pensé que este interludio era una aventura, una diversión. Pensé que, en algún momento, regresaríais a Venecia o a Estados Unidos —dice, a pesar de que ya sabe que no es diversión lo que buscamos.

Me clava un poco más una pequeña pica.

—¿Qué vais a hacer aquí? Puedo entender que busquéis un lugar de vacaciones, como parece querer todo el resto del mundo, pero la mayoría de los que compran algo por aquí tienen una vida, una casa, un trabajo: tienen algo más. Claro que les gusta mucho todo esto o por lo menos las partes que se toman la molestia de conocer, pero lo mejor que se puede decir de ellos es que tienen un pie de cada lado: uno aquí y otro bien firme en otro lugar y, al final, en realidad no viven en ninguno de los dos. Ellos se mueven sobre seguro, pero me da la impresión de que vosotros dos no habláis de seguridad. ¿Por qué queréis vivir aquí?

Sin abrir la boca, señalo con la barbilla el río y los pinos.

—Por ellos —le digo— y por todo lo que vemos todos los días desde San Casciano. Quiero vivir allí, en aquellas montañas rosadas, con los rediles y las hojas de los olivos retorciéndose al viento como si fueran de plata y el sonido de las campanas que retumba en medio de la niebla. Quiero vivir allí por todo eso. —Me vuelvo hacia él y añado—: Y también por ti.

Se ha quedado desconcertado y se le acumulan las sombras en torno a los ojos.

—Quiero vivir allí por ti. Quiero que seas mi maestro. Me gusta que nos transmitas aunque sea un poquito de lo que has visto, de lo que sabes, de cómo has hecho las cosas, de lo que sientes.

Lo único que suena es el río hasta que, de una ladera cercana, bordada con unas pocas hileras de vides, nos llega el ruido lento de unos pies que se arrastran. Apenas hay luz suficiente para enseñarnos la figura de una anciana, con el cabello recogido bajo un pañuelo y un cárdigan de hombre a modo de capa. Es probable que sea la
padrona
de la casa de labranza que hay río arriba, que ha venido a inspeccionar su territorio. Con los pies bien abiertos, se aguanta firme sobre sus zuecos de madera delante de las viñas y recoge las uvas que han quedado olvidadas aquí y allá, inadvertidas por las tijeras del vendimiador. Como si fueran robadas y ella tuviera hambre, las come directamente de su palma y, mientras mastica, busca entre las hojas secas —sus manos hacen el mismo sonido que un ave herida en un arbusto— la siguiente recompensa escondida. Aquella Venus envejecida y tosca me encanta, como si mirara por una mirilla y me viera a mí misma como seré algún día: ella soy yo. Estamos sentados a pocos metros de distancia, pero no nos ve o no nos quiere ver. Ella sabe la verdad: que todo es discutible, que tanto las desgracias como los éxitos son pasajeros y en general no tienen demasiada importancia. Sabe que ni las unas ni los otros son lo que aparentan y que, suponiendo que hubiera alguna diferencia entre ellos, solo sería que nuestras grandes proezas tardan menos en perder la frescura que nuestras heridas en cicatrizar.

—Ansía un estallido de dulzura antes de que se vaya la luz. ¿Acaso no es eso lo que buscamos todos? —pregunta Barlozzo—; pero, antes de llegar a eso, lo que yo quiero es el chisporroteo salado de una pila enorme de pescado frito —dice mientras se pone de pie y se da palmaditas para desprender la suciedad que queda en la parte posterior de sus pantalones caqui, bastante sucios, por cierto.

Comemos
latterini
fritos en un lugar llamado Luciano. Son pescaditos lacustres del tamaño del eperlano y nos traen a la mesa una fuente llena. Me parece que es demasiado para nosotros, hasta que llegan dos fuentes más del mismo tamaño y nos ponen delante una jarra de vino blanco frío. Nada más. Observo al duque. Coge uno y se mete un trozo en la boca, hace un movimiento como si lo doblara, despacha toda la estructura diminuta con un par de mordiscos y se lo traga. Lo imito y saboreo el indicio de una carne caliente, crujiente y dulce, pero necesito comer dos o tres más, aprisa, más aprisa aún, antes de conseguir que la boca se me llene de aquel sabor tan rico. Bebo a sorbos el vino frío y descanso.

Construimos en un día el hornillo de piedra y en las brasas de nuestro primer fuego asamos como un metro de salchichas gruesas, hechas por el carnicero que lleva colgada la cuchilla de su cinturón de Dolce e Gabbana. Las giramos hasta que estallan y entonces las colocamos sobre rebanadas de buen pan y nos las comemos entre largos sorbos de vino, sentados sobre la tierra roja sienesa, como lo había previsto Barlozzo. Volvemos a alimentar el fuego y observamos que el calor de las llamas abre agujeros en la oscuridad y sentimos la llegada de la noche que se acerca y nos cubre como una ola silenciosa de color zafiro.

—¿Por qué siempre te sientas tan cerca del fuego? ¿Acaso deseas convertirte en holocausto? —me pregunta Fernando.

—Tengo que encontrar el lugar adecuado. Me gusta estar cerca del borde, ni demasiado cerca ni demasiado lejos tampoco. Aunque supongo que prefiero estar más bien cerca que lejos —digo.

—No te fías de la comodidad, igual que yo, Chou —dice Barlozzo.

—¿Porque me gusta sentarme cerca del fuego?

—No, no solo porque te gusta sentarte cerca del fuego. Eso no es más que un símbolo del hecho de que no te fíes de la comodidad. Confías más en el riesgo que en la comodidad. Yo también le he temido siempre a la comodidad. Prefiero el dolor, porque en aquellos momentos en los que no puedo verlo ni sentirlo, cuando está tranquilo, sé que en realidad no lo está, sino que solo se está fortaleciendo. Es preferible que el dolor se quede donde lo pueda vigilar. La comodidad supone riesgo y el riesgo supone comodidad. Correr riesgos, ser atrevido. Aumenta la gracia: eso es lo que hace el riesgo. Reprimir el apetito. Ceder ante el apetito. Quedarse cerca del borde. Quedarse lejos del borde.

—¿Cuál es?

—Todas. Todas en dosis razonables, tomadas en momentos razonables. Lo que la vida requiere es finura. De lo contrario, uno se pudre antes de tiempo.

El duque está truculento esta noche. Fernando lo mira fijamente, avergonzado —diría yo— de que advertirme que me alejara del fuego hubiese desencadenado aquella disertación sobre los riesgos que supone la comodidad, sobre las dosis razonables de finura y sobre pudrirse demasiado rápido. Los dos sabemos que no podemos hacer nada al respecto, de modo que escuchamos.


Cominciamo dal fondo
. Empecemos por el principio. San Agustín lo decía con toda claridad. Todos y cada uno de nosotros vamos a morir. Todo acaba pudriéndose (un árbol, un queso, un corazón, todo el cuerpo humano), de modo que sabiéndolo, comprendiéndolo, vivir comienza a parecer menos importante que vivir como uno quiere vivir. ¿Estamos de acuerdo en esto?

Miro a Fernando, nos hacemos gestos de asentimiento y él mira a Barlozzo y se lo confirma con la cabeza.

—Por consiguiente, la vida, por definición, es efímera y toda la energía que gastamos en tratar de solucionarla, asegurarla, salvarla y protegerla nos deja muy poco tiempo para vivirla. El dolor o la muerte o cualquier otra pestilencia no nos pasan por alto porque tengamos cuidado o un seguro o (¡Dios nos libre!) suficiente dinero. Muy bien. ¿Y cómo hace uno para saber exactamente cómo quiere vivir, cómo quiere emplear su tiempo?

Me da la impresión de que Fernando va siguiendo aquel monólogo expresado con tanta ira, pero yo me he quedado en algún punto entre san Agustín y los quesos que se pudren, aunque comprendo que, para Barlozzo, la distancia más corta entre dos puntos es un giro, de modo que no me sorprende que diga:

—Si queréis, os puedo ayudar a buscar esa casa.

Floriana tenía razón: los tres somos cómplices.

Aunque para nosotros ha sido como otra habitación de nuestra casa desde la primera noche que pasamos en San Casciano, con el tiempo el Bar Centrale se convierte, más bien, en toda una casa nueva. Rosealba, Paolo, Tonino, la signara Vera, toda la familia de propietarios que regentan el bar nos acogen y nos facilitan la vida. Hay un teléfono en la pared del rincón, junto a los
flippers
, y, cuando llamamos a Lisa o a Erich o a mi agente en Nueva York o a alguna editorial en California, la
signora
Vera acalla el clamor de los niños, diciéndoles que estamos hablando con Bill Clinton. A una máquina de fax que llevaba años viviendo debajo de la heladora le quitan el polvo, la limpian cariñosamente con algodón empapado en alcohol y la colocan sobre una mesita detrás de la barra de lo que recientemente se ha convertido en el centro de comunicaciones internacionales, además de bar, y, por tanto, en algo verdaderamente
centrale
.

Tres o cuatro veces —en ocasiones incluso más— a lo largo del día y de la noche nos encontramos allí, en una mesa de la terracita, apoyados en la barra por la mañana, con las manos en torno a nuestros
cappuccini
o gritándole al teléfono a última hora de la tarde. Limpiamos las gotas de café y las manchas de vino de los recibos de los faxes del día y el Centrale es la gran convergencia. Es Hollywood y Vine, es Wall Street y los Campos Elíseos. Es la esquina en la que se revelan todas las noticias, hasta las que no se distorsionan. Es el lugar donde se juegan fortunas, sobre todo a las cartas, y donde, una vez apaciguadas las sedes, se restablece la paz. Es nuestra oficina, salón de té, sala de operaciones, sanctasanctórum, refugio y segunda residencia. ¿Qué más se puede pedir? Empiezo a entender por qué algunos italianos dicen que se fijan más en el bar que en el barrio, que más importante que encontrar el piso de rus sueños es que quede cerca de un bar que esté bien. Algunos llegan incluso a decir que el bar es para ellos lo que antes solía ser la iglesia parroquial para los feligreses: un lugar reconfortante.

Tan constante como los auténticos placeres del Centrale es, asimismo, el deseo de complacer de Barlozzo o la idea que él tiene al respecto. Es generoso y la mayoría de las veces no da nada personalmente, sino que nos deja cosas junto a la puerta o, para ir más lejos aún, amontona los regalos en el camino por el que solemos atravesar el bosque: una bolsa de moras manchada de morado con una brazada de flores blancas o un mantoncito de leña bien dispuesta, atado con una soga. Cuando le damos las gracias, dice que no sabe nada de flores silvestres ni de pilas de leña. Una mañana, el regalo consiste en la pierna de un animal, con la pezuña hacia arriba y pelos negros e hirsutos, metida en una bolsa de plástico. Pego un chillido y cierro la puerta de golpe a aquel trozo de bestia; como consecuencia de tanto jaleo, un Fernando desnudo y medio dormido baja corriendo las escaleras.


Cosa c'è?
¿Qué pasa?

Apretada con firmeza contra la puerta, le indico con los ojos y una leve inclinación de cabeza que algo malo acecha a mis espaldas.

Él también adopta entonces la vía de comunicación silenciosa y pregunta moviendo los labios:


Che cosa è successo, chi è?
¿Qué ha pasado? ¿Quiénes?


Guarda
. Mira tú —lo desafío.

Entreabre apenas la puerta, pone un ojo hacia la luz y susurra:


Non c'è nessuno
. No hay nadie.


Guarda in giù
. Mira hacia abajo.


Cristo. È solo una coscia di cinghiale
. Es solo una pata de jabalí —dice.

Abre la puerta del todo y su cuerpo de niño delgado se agacha para levantarla.

«¿Qué sabrá mi veneciano de jabalíes?», me pregunto mientras entra con ella en la cocina, la deposita en el fregadero y le quita el envoltorio. Susurra otro
Cristo
, antes de una exhalación larga y lenta.


Caspita che grande
. ¡Qué grande! —dice. La coge por el tobillo, la gira y le da vueltas para inspeccionarla desde todos los ángulos—. Seguro que pesa quince kilos o tal vez más.

No me importa demasiado lo que que pese, pero no la quiero en mi cocina. Siento que me corre la adrenalina y estoy a punto de instar a Fernando a que coja aquello y lo tire fuera, en cualquier sitio, lejos de mí, cuando el duque asoma su cara sonriente por la puerta.


Buongiorno, ragazzi. È una giornata stupenda, no? Ah, bene, avete trovato quel bel giovane mostro
. Buenos días, chavales. Es un día estupendo, ¿verdad? Veo que habéis encontrado al hermoso monstruito.

Observo que procura mirarnos solo a la cara y que, con educación, evita reparar en la desnudez de Fernando, aunque no lo asombra.


Permesso
—dice, mientras atraviesa la puerta y se vuelve para cerrarla, con la intención evidente de dar tiempo a Fernando de llegar hasta las escaleras para buscar unos pantalones.

Sin embargo, mi esposo, que se concentra mejor en una sola idea a la vez, se ha olvidado de sí mismo y solo piensa en el jabalí.

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