«El duque siempre nos está dando lecciones de vida», pienso, sentada sobre una roca entre las hojas, mientras estudio absorta el tamaño y el brillo de una castaña.
Siempre me ha gustado ser alumna, es decir, siempre que el profesor explique bien el meollo de lo que pretende enseñar.
—¿Y si ponemos redes o una tela o algo parecido debajo del árbol, así simplemente lo enrollamos para hacer un embudo y echamos las castañas en las bolsas? Así es como hacen en algunos lugares con las aceitunas, ¿no es cierto?
—Puede ser, pero estas no son aceitunas y por aquí no solemos usar telas para recoger castañas —dice.
Ya hay muchísimas castañas en el suelo y me pongo a revisarlas, rezongando en inglés acerca del duque insidioso, mientras Fernando, desprovisto del sacudidor, trepa a los árboles, arranca las castañas de las ramas más altas, se las mete em los bolsillos y, cuando ya no le caben más, arroja el resto a un lugar en el suelo que ha reservado como territorio privado. Me gusta que se sienta niño por un día.
El frío de finales de octubre no tarda en entumecerme las manos, pero los guantes que tengo son demasiado gruesos y hacen que mis dedos manejen las castañas con torpeza. Sin decir una palabra, Barlozzo se me pone delante, se quita sus propios guantes insólitos —son de esos en los que el dedo llega justo hasta por encima del primer nudillo—, me los da y vuelve a lo que estaba haciendo antes. Pocas veces lo he visto sin ellos. En pleno verano, en lugar de aquellos guantes de lana, usaba unos de lona.
Meto las manos en los guantes del duque, que conservan. todavía su calor. Aunque son demasiado grandes para mí, me resultan cómodos. Aun con los dedos cortados, son más largos que los míos y no están limpios en absoluto: tienen barro endurecido y quién sabe qué más. De todos modos, me gustan y me gusta llevarlos puestos. Tal vez me embelesen y me convierta en duque o yo embelese a los guantes y haga que el duque baile un tango. Cuando tenemos los sacos casi llenos, los arrastramos hasta la carretera, donde hemos dejado el camión de Barlozzo, y nos dirigimos a casa a descargar. Empieza a llover, de modo que Fernando, en lugar de encender el fuego en el hornillo de piedra, lo enciende en el
salotto
. Barlozzo está fuera, afilando las herramientas, y yo friego la asadera de castañas del duque: una preciosidad pesada, de metal forjado, con un mango de madera de olivo de un metro de largo y el fondo todo agujereado. Tengo listo mi cuchillo para castañas, que es corto y maligno y tiene forma de gancho, pero Barlozzo ha preparado el suyo y nos enseña a poner la castaña sobre una superficie firme, con el lado plano hacia abajo, y a tallar una cruz en su cachete redondeado.
—Jamás una equis —dice—, siempre una cruz. Una equis sirve para eliminar. También os enseñaré a hacer eso, si queréis. Todos tenemos que saber eliminar, ya sea un pensamiento o una persona o el fantasma de una persona, pero eso lo dejaremos para otro día. Aprender a hacer una buena equis es un rito de iniciación que requiere tiempo.
Cuando hemos logrado domesticar el fuego para que arda de forma constante, Barlozzo me sugiere que eche un poco de romero.
—Sé que te hará feliz y no va a estropear las castañas.
Fernando sube la primera tanda a la sartén y la acomoda en un sitio entre las brasas y las llamas.
—Como las castañas son muy frescas, se cocinan en pocos minutos, pero sigue moviendo la sartén: sacúdela —dice Barlozzo.
Como si fuera un chef con una
sauteuse
, Barlozzo coge entonces la sartén por el mango, sacude la muñeca, echa las castañas al aire y las atrapa a todas menos una. Pide a gritos vino tinto y corro a buscarle una copa, pero lo que quiere es la botella y, cuando la obtiene, tapa la abertura con el pulgar y salpica las castañas, como si las bautizara, con lo cual provoca un chisporroteo de humo húmedo y vinoso.
—Para que queden tiernas —dice.
Nos sentamos frente al fuego con dos boles delante: uno lleno de castañas recién asadas y el otro para las cáscaras y las pieles, que se desprenden como el pijama de un bebé. Seguimos haciendo cruces, asando, bautizando, pelando, comiendo y bebiendo. Estoy envuelta dos veces en un edredón de plumas, con la cabeza apoyada en una almohada colocada en el escalón de la chimenea, mientras Fernando y Barlozzo están sentados como sujetalibros a ambos lados de la mesita para el té. Barlozzo cuenta anécdotas.
—Algunas veces, lo único que la gente tenía para comer durante las guerras eran castañas y muchas otras veces, también. Por aquí, hasta hace cosa de cincuenta años, cosechar castañas era una parte tan importante de la vida rural como el cultivo de la vid o la cría de cerdos. Desde la época medieval y probablemente mucho antes, las castañas han sido un alimento básico. Las hojas se daban de comer a los cerdos y a los pollos y las cáscaras se usaban para encender el fuego, salvo en los tiempos más difíciles, cuando con ellas se fabricaba un brebaje, y, cuando se sacrificaba un árbol, los carpinteros fabricaban muebles primitivos con el tronco, duro y grueso. ¿De qué creéis que está hecha la
madia
que tenéis allí? —pregunta, mientras señala la artesa del siglo XVI, con la tapa abierta al cielo, en la que pongo el pan para que fermente.
»La gente todavía habla de la época en la que pasaban los inviernos comiendo
pane d' albero
, pan de árbol, hecho con castañas molidas, agua y un poquito de levadura. Era duro como la piedra y para poder comerlo había que humedecerlo un poco. Algunos lo llamaban
pane di legno
, pan de madera, y creo que este nombre lo describía mejor.
»Mi padre regresó a casa a pie desde el frente ruso en el invierno de 1943. Caminó durante tres meses desde Ucrania, pasando por Polonia, Alemania y Austria, hasta Italia y, finalmente, hasta aquí, con un saco de castañas colgado del cinturón, un saco que solo volvía a llenar de vez en cuando. En febrero decía que le costaba encontrar castañas, porque la mayoría ya habían sido recolectadas y las que quedaban estaban medio podridas. Si salía el sol durante uno o dos días, donde había poca nieve asomaban, valerosas, algunas hierbas silvestres y, cuando encontraba una parcela, decía que se sentaba allí con las piernas abiertas, las arrancaba y se las metía en la boca, como si fueran hebras de vida.
»Lo más triste es que, cuando la mayoría de aquellos soldados involuntarios como mi padre finalmente llegaron arrastrándose hasta su propia puerta, en lugar del consuelo del hogar y la chimenea, lo que encontraron fue a sus familias sentadas alrededor dé fuegos apagados, tan hambrientas como ellos. Nada de corderos cebados asándose en el espetón ni de pan en el horno ni de jarras de vino para calentarlos. No se daba la bienvenida a los héroes. Mientras mi padre estaba en Ucrania buscando castañas bajo la nieve, mi madre y yo andábamos a cuatro patas por el bosque, escarbando a ver si las encontrábamos debajo de las hojas, tal vez demasiado desespera, dos, por lo que recuerdo. Aquellos días quedaron profundamente marcados en aquella parte de un niño que no cicatriza jamás, un lugar que sigue estando en carne viva y que me hace gritar cuando me pongo a fisgonear cerca. Recuerdo que, en cuanto maduraban las castañas, hacíamos una expedición tras otra para llenar las cestas, los bolsillos de los jerséis, mi boina y el delantal de mi madre. Al regresar a casa, las almacenábamos en el sótano en un viejo
baule
, un baúl, a salvo de los ratones. Quedaban pocos animales más que corretearan cerca de la casa y mucho menos en los bosques o en los campos: la mayoría habían ido a parar a la cazuela. Descansábamos un rato, nos calentábamos las manos en los rescoldos y salíamos a buscar otra vez. Lo hacíamos así durante días, mientras duraba la abundancia, hasta que al final trepábamos a los árboles y sacudíamos las ramas para desprender las castañas que quedaban adheridas, como tomándonos el pelo. También andábamos siempre a la caza de piñas, las grandes y gruesas que albergaban un puñado de diminutos piñones blancos: los
pinoli
. Yo las recogía en los brazos, cerca del pecho, y fueron las primeras cosas que consideré valiosas en mi vida. Así recordaba que mi madre me llevaba a mí. En cuanto a las castañas, asábamos algunas enseguida, como recompensa, salpicadas con unas cuantas gotas de vino aguado. Hervíamos otras y, después de desprenderles la cáscara, que guardábamos para secarla, molerla y prepararla como café, hervíamos la pulpa en más agua, con unas cuantas lechugas suizas, una cebolla y algunas hierbas aromáticas, hasta obtener una masa blanda y espesa, parecida a unas gachas. Nos las comíamos calientes para cenar, mientras hablábamos de lo delicioso que quedaría aquello con apenas un chorrito de buen aceite o siquiera un trocito de mantequilla o unos cuantos granos de azúcar.
»Después extendíamos el resto de la papilla sobre la mesa de la cocina, formando un rectángulo de unos cinco centímetros de alto, que dejábamos endurecer durante la noche; mientras duraba, dos veces por día le cortábamos trocitos con una cuerda y asábamos las «tortitas » al fuego, dispuestas a veces entre dos hojas de castaño que se ondulaban con el calor y formaban una especie de paquete que solíamos comer caliente con la mano.
»Sin embargo, lo que hacíamos con la mayoría de las castañas era esparcirlas sobre las rejillas del
essiccatoio
, el secadero, un montaje ingenioso. En aquella época, casi todas las casas de labranza tenían, en la mitad de las escaleras que conducían al nivel superior, una especie de balcón, llamado
supalco
. La parte que quedaba cerca de las escaleras se construía con las tablas bastas del suelo, pero el resto se hacía con una malla de alambre que colgaba unos cuantos metros por encima del lugar donde estaba la cocina de leña. Poníamos las castañas sobre la malla para que, antes de salir por la rendij a de los ventanucos que dejábamos abiertos, el calor y los vapores que subían de la cocina las ahumaran y les fueran secando la pulpa poco a poco. El
essiccatoio
de nuestra casa, vuestra casa, quedaba donde está ahora la entra da. Solíamos mantener el fuego encendido día y noche, para que las castañas no se enfriaran nunca, y no nos arriesgábamos a dejarlas secar de forma irregular y que se echaran a perder.
»Todo el proceso duraba alrededor de seis semanas. El método científico para determinar si se habían secado bien consistía en coger dos y entrechocadas, como si fuesen campanas. Si sonaban, estaban secas. No era muy distinto a golpear la corteza de un pan recién salido del horno para ver si suena a hueco. Cuando las castañas estaban secas comenzaba verdaderamente el trabajo. Mientras, todavía estaban tibias, las apilábamos en fundas de almohadas y las machacábamos con mazos y piedras para desprenderles la cáscara y la piel. Fue entonces cuando aprendí a separar las cosas en partes, a saber lo que se conserva y lo que se reserva —dice, mientras escarba con sus ojos en los míos.
»Volvíamos a meter las castañas peladas en las fundas y después yo le bajaba la exigua bonanza a Tamburino, el molinero, que las molía para nosotros, como para todas las demás familias, hasta obtener una harina marrón tosca. Otra vez cuesta arriba, me volvía medio segundo para saludar con la mano a Tamburino y corría hacia casa, donde mi madre me esperaba en los escalones de la entrada, con los puños enrollados en el delantal. Hasta entonces, todo aquel asunto de las castañas había sido escabroso, pero, una vez conseguida la harina, podríamos decir que el resto del trabajo era divertido.
»Con la taza de metal que colgaba junto al fregadero, ella medía dos o tres porciones ,de la harina de castañas y las echaba en el bol que siempre habíamos usado para hacer la pasta, mientras yo iba incorporando una lluvia fina y constante de agua. Me sabía bien la receta. Cuando la masa era homogénea, ella la echaba en una sartén poco profunda y mi trabajo consistía en esparcir por encima la cantidad de piñones de mi despensa particular de la que estuviera dispuesto a deshacerme. Entonces ella llevaba la sartén al fuego, ponía encima una tapa vieja dada la vuelta y llenaba el hueco con brasas. Como si fueran noticias procedentes del frente, esperar el
castagnaccio
nos ponía intranquilos, casi febriles; cuando estaba casi cocido, mi madre lo destapaba y, cogiendo unas cuantas hojitas secas entre los dedos, perfumaba nuestro pastel con romero. Ella siempre perfumaba el
castagnaccio
con romero. ¿No te había dicho que te pareces mucho a ella?
»Entonces se ponía el jersey, se envolvía la cabeza en un pañuelo y la sartén en un
straccio
, un paño de cocina, limpio y se dirigía al bar; yo la seguía, famélico, y, con quienquiera que esruviese allí, comíamos aquello, en parte pastel, en parte pudin, todavía caliente. El humo que soltaba nos llenaba las narices y nos consolaba: nos alimentaba más profundamente de lo que jamás haría después ninguna gran olla de carne. Estábamos a salvo un rato más.
»Era bastante habitual que la gente llevara la comida al bar (éramos tan pocos: una tribu escasa de mujeres y niños y hombres,demasiado viejos para combatir), pero creo que fue mi madre la que comenzó a hacerlo y los demás la imitaron. Sin embargo, después de las guerras todo aquello cambió y cada uno ,campó por sus respetos, salvo durante las fiestas y ocasiones así, hasta que tú empezaste a subir tus platos elaborados y eso nos hizo avergonzarnos y sacudirnos nuestra pereza y puede que incluso nuestra codicia y nos ayudó a recordar por qué vivimos aquí juntos en este estúpido pedazo de roca. ¿Por qué hiciste algo así? Quiero decir, ¿cómo se te ocurrió subir aquí la sopa y el pan para comer con unos desconocidos? ¿Era algo que recordabas de ru infancia?
—Pues no —le digo—, al menos no que yo sepa. Supongo que Fernando y yo queríamos un poco de compañía. Supongo que me gusta cocinar para tantas personas como pueda reunir a mi alrededor. Y supongo que es, sobre todo, porque cada vez que me siento a la mesa me resulta emocionante: el primer sorbo de vino, el primer trozo de pan que me llevo a la boca… Casi no importa lo que haya sobre la mesa y, sin embargo, siempre ha importado mucho quién había sobre las sillas. Y como nos gustas tú y nos gusta Florì y nos gusta…
La carcajada de Barlozzo ahoga mi homenaje. Sus ojos plateados se arrugan en tajos brillantes como la luz de las estrellas.
Esa noche, en la cama, Fernando está tumbado con los brazos cruzados bajo la cabeza y los ojos abiertos, aunque fijos en algo que hay en su interior.