—Cuando Barlozzo cuanta sus anécdotas, me transporta con él. Sus palabras me atraen con una fuerza que después siento en las extremidades y me quedo sin aire, como si hubiese estado trepando o corriendo. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí, creo que sí. A él no le basta que sintamos lo que él siente, sino que parte de su poder consiste en que puede hacernos sentir lo que él sintió.
—Solo espero no soñar con castañas esta noche —dice.
Se vuelve hacia mí y enrosca sus piernas en las mías. Al día siguiente, lavo los guantes del duque y los pongo a secar cerca del fuego, pero, cuando trato de devolvérselos, dice que se los he estropeado. Sé que quiere que me los quede y eso hago, pero se los paso a Fernando. Él se pone uno, tira del puño, pasa los dedos por las aberturas y abre y cierra la mano para que encaje bien; después, el otro.
—Son fantásticos —dice; se encoge de hombros, extiende los brazos delante de sí y se admira las manos enguantadas, con las palmas hacia arriba, con las palmas hacia abajo—. La verdad es que estoy convencido de que mi destino era ser agricultor.
Un viernes por la noche llevamos una calabaza al bar para cenar. Yo había visto aquella preciosidad en el mercado de Acquapendente una semana antes, apoyada en la parte trasera de un camión con un montón de coles rizadas. No era demasiado grande, pero fueron su redondez perfecta y el rojo cobrizo exacto de su piel a rayas verdes lo que me interesó.
«Un adorno otoñal precioso para vigilar la puerta del establo», pensé, pero aquella mañana, después de hornear el pan en el jardín, no tenía nada listo para aprovechar el calor del horno, mientras se iba apagando. Miro la calabaza y se me ocurre que puedo sacrificarla para la cena. Como si fuera a ahuecarla para hacer una lámpara, le corto la parte superior, le saco la pulpa, tiro las fibras y desparramo las semillas sobre una fuente de horno, para que se sequen. Examino rápidamente los armarios y la nevera y encuentro cebollas, trocitos de varios quesos, el par de huevos de aquella mañana y media botella de vino blanco. Sofrío las cebollas en un poco de aceite de oliva, muelo el gorgonzola, rallo un trozo de emmental y uno de parmesano y los mezclo con una cucharada, más o menos, de
mascarpone
y los huevos. Al final, añado bastante nuez moscada, un poco de pimienta blanca, sal marina y el vino. Relleno la calabaza con la pasta, le vuelvo a poner la tapa y la aso en el horno de leña hasta que la pulpa se ablanda y el relleno empieza a despedir los aromas de una buena sopa de cebolla. Tuesta las semillas y las salo un poco. Subimos la obra maestra al bar en el bol de hacer pan, para que no se deforme; servimos el relleno y un poco de calabaza en platos de sopa y echamos parte de las semillas tostadas sobre cada porción. Con pan y vino, la cena está completa, menos el postre. Presento un puré de castañas con azúcar moreno y rociado con coñac, pasado por una manga para hacer una montañita de hilos gruesos y lisos, con chorritos de nata poco batida corriendo por sus grietas y todo espolvoreado con cacao amargo.
—¿Y cómo llamas a esto, Chou? —pregunta Barlozzo, como si hubiese decidido que el cacao eran cenizas de cicuta y ya lo hubiese desaprobado, fueran cuales fuesen su nombre y su sabor.
—Mont Blanc. Es un postre francés del repertorio de alta cocina —digo con voz de chef.
Prueba un poco, no dice nada, prueba un poco más, empieza a comérselo con un resentimiento casi imperceptible y, cuando acaba, dice:
—Estaba muy bueno, pero no estamos en Francia y, en cierto modo, hacer algo tan delicado con castañas parece una burla; es como ser creativo con la receta de las hostias. Es como olvidar demasiado. El viernes próximo, ¿harás un
castagnaccio
con piñones y romero? —pregunta el duque toscano con un tartamudeo medio quebrado que podría haber sido su voz cuando tenía once años.
—Ya sabes que lo haré, pero ¿por qué tienes que ser tan arrogante? Te sientas allí, cruzas y descruzas las piernas y condenas como si fueses Mefistófeles. A Fernando le encanta este postre y creo que abominar de él en nombre de todos nosotros podría ser un poco excesivo.
Fernando sacude la cabeza, consternado porque yo haya perdido los estribos. Sus ojos me dicen: «
Stai tranquilla,
quédate tranquila», la plegaria italiana constante para evitar todo lo desagradable y garantizar el estado sagrado de
bella figura
, buena impresión. Sin embargo, Barlozzo no parece ofendido. El duque es como la menta silvestre: si lo rozas, despide más dulzura.
—Va bene
, de acuerdo, pero ¿me harás el
castagnaccio,
de todos modos? ¿Y podremos comerlo con una cucharada de requesón y bebiendo una copa de Vin Santo? —Su risa es miel tibia y añade—: ¿Me harás caso y estirarás melodías y anticiparás todos los platos de mi cena, como sueles hacer?
Nuestras incursiones en busca de castañas prosiguen durante semanas, intercaladas y a veces combinadas con la búsqueda de
porcini
. Con botas de goma y blandiendo bastones para ahuyentar las víboras, después de las lluvias nocturnas seguimos a Barlozzo por los matorrales de los bosques de robles, tratando de encontrar setas silvestres. Fernando y yo cantamos.
—¿Es imprescindible que tengamos acompañamiento? Callad, por favor —silba.
Pienso que él es la única víbora que hay en estos bosques.
—¿Por qué tenemos que callar? ¿A quién vamos a despertar con nuestro canto?
—Vais a acabar por despertar a los cadáveres en descomposición. Interrumpís la concentración. Empiezo a escucharos, trato de aprender la letra y me confundo.
Fernando y yo cambiamos nuestro dúo a voz en cuello por un susurro indecoroso de
I've got a crush on you
, mientras, trotando virtuosamente tras nuestro conquistador, nos internamos cada vez más en los bosques.
Aunque a los castaños los trataba casi como si fueran suyos, Barlozzo se muestra inflexible con respecto a proteger y ocultar los lugares llenos de barro en los que sabe que crecen los
porcini
. Se desliza por barrancos, merodea por valles fluviales escarpados, levanta el camuflaje de los helechos antiguos y la impostura de las raíces retorcidas con aire de complicidad y en silencio, salvo por su respiración irregular, mientras arranca las setas llamadas
porcini
, un nombre que parece una alegoría estimulante de los puerquitos recién nacidos. De paso, Barlozzo coge un puñado de enebrinas de entre las ramas de un enebro y se apodera de una piña rebosante de las suaves joyas blancas de su infancia.
Nos llevamos a casa el botín, limpiamos los
porcini
con delicadeza con un paño suave, los partimos en láminas gruesas e irregulares y los dejamos listos para salteados. Un ramito de
mentuccia
, menta silvestre, seis —solo seis— enebrinas machacadas para un kilo de
porcini
, ajo, sin pelar, majado a golpes con una sartén negra de hierro, un chorrito de vino blanco que haga silbar los vapores de tierra y almizcle, un puñado de piñones tostados y ya está lista la comida. Barlozzo sirve el vino y Fernando corta el pan con la mano.
Buon appetito
.
—¿Cuántos kilos de castañas te parece que habremos consumido tú, Barlozzo y yo el mes pasado? —le pregunto a Fernando una noche en la cama, petrificada ante mi vientre hinchado de castañas, que brilla ante mí a la luz de las velas: parezco Buda—. ¿Y cuántos kilos de
porcini?
—añado, aunque me abstengo de hacer referencia al moho.
Estoy llena y rellena después de este régimen otoñal de castañas y setas. Aunque me ha alegrado cosechadas y he disfrutado asándolas y cociéndolas, ahora quiero pasar una semana a base de consomé y los trocitos de la carne de los huesos con los que lo prepare. Me llega en mitad de la noche la nostalgia de pan, mantequilla y té.
Con la esperanza de minimizar lo que él sabe que ha sido pura disipación, Fernando dice:
—No serán tantos. Tal vez medio kilo por día de castañas y la misma cantidad de
porcini
. —Lo veo contar los platos con los dedos—. Entre los que asábamos y los que poníamos en la sopa, la polenta o la pasta, tal vez más.
Modero mis deseos: será una semana a caldo, sin carne, sin pan y sin mantequilla.
Llevo un día y parte de una noche con mi plan de adelgazamiento, cuando Barlozzo propone un viaje, tentándonos con algo sencillo:
—Vayamos a las ferias de castañas que se celebran en la carretera que lleva al Monte Amiata. Ahí arriba viven algunos de los mejores cocineros de la Toscana y es un lugar precioso.
A pesar de que soy leal a mi embargo autoimpuesto y mientras las palabras del duque revolotean en el aire en busca de un lugar donde posarse, me introduzco la mano, ágil como una lagartija, en la cintura de la falda y calculo que todavía caben los pecados de unos cuantos días más de desenfreno.
—¿Cuándo nos vamos? —me limito a preguntar.
Con sus 1738 metros, el Monte Amiata es el pico más alto de la Toscana. Es un volcán que se extinguió hace mucho tiempo, con una tierra rica y fecunda, nutrida por viejas erupciones; sobre sus escarpadas laderas negras crecen más de dos mil hectáreas de castaños cultivados, que, según declaran, producen una cosecha anual de más de veintisiete mil toneladas. Hacia allí nos dirigimos.
Volvemos al camión y seguimos la Via Cassia y después tomamos el camino de montaña hasta la cima, donde nos alojamos en lo que se llama un
rifugio
, un refugio, es decir, una cabaña de troncos que usan sobre todo los esquiadores. Está dividida en pequeños dormitorios, cada uno con uno o dos catres y una estufa de leña —ninguna estrella—, de modo que, durante tres días y tres noches, somos peregrinos en busca de
castagne e porcini
y visitamos los pueblos que se aferran a los tramos inferiores del Amiata, siguiendo los carteles hechos a mano que señalan el paraíso gastronómico. Abbadia San Salvatore, Vivo d'Orcia, Campiglia d'Orcia, Bagni San Filippo, Bagnolo, Arcidosso, cada uno con su plato característico: arroz con castañas y setas silvestres; setas silvestres a las brasas en hojas de castaño; pasta de castañas amasada a mano con setas asadas; venado estofado con castañas y naranjas secas. Cómo no, hay
gelati
de castañas y tartaletas de harina de maíz con mermelada de castañas y buñuelos de castañas, calientes y crujientes, rociados nada menos que con miel de castaño.
En el camino de regreso, Barlozzo aminora la velocidad y se desvía por una senda que es poco más que un camino de cabras. Bajamos del camión y lo seguimos hasta una ruina situada en lo alto de una colina. Las paredes parecen muertas de sed y se desmoronan entre la maleza. Murmura un viento fétido y el sonido monótono de las ovejas distantes atraviesa el silencio. Se desplaza por allí un grupo de campesinos. Aquello parece una habitación del cielo, porque el humo que trepa como las nubes y sale por una chimenea envuelve la casita y a los hombres y las mujeres en nieblas elíseas. Nos incorporamos a la ceremonia y vemos que están trabajando con una pila enorme de higos. Los preparan para secarlos en un
essiccatoio
, como el que Barlozzo nos describió, donde se ponían las castañas a secar para que perdieran sus jugos. Algunos se dedican a partir la fruta, rellenan cada una con una almendra y unas cuantas semillas de anís y de hinojo y la reparten en bandejas. Otra persona está lista para entrar en la casa con las bandejas llenas, subir las escaleras y colocar la fruta en las pantallas de red que quedan sobre la cocina, envueltas en humo de leña.
Algunos de los higos han quedado lisos como cuentas de jaspe y, una vez rellenos, secos y fríos, acaban delante de un último par de manos, que los espera con una aguja de madera y cordel de carnicero. Las manos se mueven rápidamente entre la fruta, acarician la piel de una u otra, las enhebran, introducen una hoja tierna de laurel entre ellas y disponen los collares acabados en bandejas planas.
Barlozzo, Fernando y yo observamos. Nos ponemos a conversar y nos ofrecen vino y pan; son los restos de su comida de trabajo. Cuando les preguntamos si podemos comprar unas cuantas ristras, el portavoz no manifiesta demasiado entusiasmo; dice que son los últimos de la temporada y que no son los mejores. Decimos que tienen un aspecto espléndido y nos ofrece higos de la pila que esperan para ser enhebrados. Cojo la fruta de su mano gruesa y áspera, como la zarpa de un león serafín. Mordemos y cerramos lo ojos.
—Quanto buono
. ¡Qué bueno! —decimos.
Todos sonríen al mismo tiempo. La joyera artesana se levanta de su banco, nos da tres besos en las mejillas y nos coloca un collar en torno al cuello a cada uno.
—Dio vi benedica
. Dios os bendiga —nos dice.
Fernando se mete la mano en el bolsillo buscando las liras, pero ella le dice:
—Un regalo
.
Corro al camión y cojo un saco de
porcini
secos, uno de harina de castañas y la rama de bayas rojas que Fernando había cortado para mí de un arbusto junto a la carretera.
—Un regalo —le digo a mi vez.
Todos reímos y entendemos, cada cual a su manera, que aquel podría ser un momento en la vida como se supone que la vida tendría que ser.
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OMIDAS
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La lluvia cortante de noviembre cae formando destellos curvos sobre los olivos y, en cambio, oscurece el cielo matutino. Apoyada contra las cortinas de brocado amarillo de las puertas de largas ventanas del establo, observo a mi marido que sube la colina, pasa por el gallinero y por los rediles y llega a nuestro jardín. Aunque el camíno le habría ofrecido una alternativa más seca, él ha escogido la más bonita y va mirando a su alrededor mientras pisa con fuerza los campos anegados, sin importarle el agua que le chorrea del pelo, oscuro, lacio y brillante ahora como el de un castor. Ha ido de compras al pueblo mientras yo escribía. Debe de llevar el sombrero en el bolsillo y debe de haber dejado el paraguas apoyado en alguna pared del bar. Cómo me gusta observarlo cuando no está en pose. Ahora puedo hacerlo más a menudo, porque últimamente no suele adoptar poses ni siquiera cuando está acompañado: su nueva vida en tierra firme ha relajado en cierto modo el dominio despótico de su
bella figura
. Florece y atraviesa su propio
risorgimento
tranquilo. Creo que hasta él está comenzando a reconocer su belleza: la belleza de la persona que es, en lugar de la persona que podría ingeniárselas para parecer que es.