Florì pasea por el pueblo todas las mañanas, sale a comprar, conversa con la misma reserva de siempre, toma su
caffè macchiato
como siempre y sonríe y ríe con la misma facilidad con la que lo ha hecho siempre. Con respecto a su enfermedad, no se muestra ni misteriosa ni locuaz: dice que seguirá con los tratamientos y que se siente bastante fuerte. Dice que se está curando. Siempre lleva puestos los zapatos negros nuevos.
Barlozzo dice poco más que Floriana, salvo sus manifestaciones de fe, e incluso estas son más bien señales que emiten sus ojos. Ha decidido no decirle nada sobre la veglia del domingo, porque —razona— a ella le dará vergüenza tanto alboroto. Dice que la invitaremos en el último momento y le diremos que es algo que habíamos organizado hacía mucho, aunque él sabe tan bien como yo que lo que nació como una rebelión poética contra el aburrimiento de enero ha adquirido las proporciones de unas saturnales en homenaje a Florì. Y ella también se dará cuenta.
Al pie de la colina que conduce al pueblo se encienden tres bidones de hierro llenos de madera y se colocan antorchas a lo largo del camino que conduce a la
piazza
, donde más bidones de hierro encendidos se concentran a lo largo de la pared que la rodea. Algo pagano revolotea en torno a aquella escena. Ha habido un poco de engaño, porque hay mucho más para comer que la
scottiglia
tradicional, aunque precisamente eso es lo que bulle poco a poco en dos ollas inmensas sobre los quemadores de atrás de la cocina del bar; pero hay
cinghiale al buglione
, estofado de jabalí con tomates, ajo y vino tinto;
ribollito
, hervido, con
cavolo nero
, col negra;
cardi gratinati
, cardos gratinados, con los tallos color verde claro cocidos a fuego lento y hechos después al horno con nata y queso. Hay montones de bandejas de
crostini
, boles rebosantes de
pici
y barriles que escupen vino. Floriana se lo toma todo con calma y va probando y bebiendo a sorbos y diciendo las ganas que terúa de comer todo aquello Y que, aunque sus amigos de Città della Pieve, en la Umbría —esto queda a dieciséis kilómetros de San Casciano—, eran muy buenos cocineros, había echado de menos la mano toscana.
Lo que no dice es que hasta la mano toscana cambia de una provincia a otra y a veces hasta de un
comune
a otro, de una familia a otra. No dice que el regionalismo gastronómico es una constante en la vida italiana. De vez en cuando baja la vista a sus zapatos y da como unos pasos de baile, admirándolos, creo. En el momento de la fiesta en que se supone que empiece el recitado, los que tienen que hablar, uno por uno, dan alguna excusa: que no recuerdan el texro o que han bebido demasiado vino, aunque creo que las dos son la misma. Hay un paréntesis, expectación, pero el duque lo llena:
—Mi padre decía que el infierno es donde no se cocina nada ni nadie espera.
El paréntesis se prolonga un poco más, hasta que estallan los aplausos y las aclamaciones. Es un momento extraño y, sin embargo, pasa enseguida, disuelto en el consuelo de un gran fárrago. Fernando y yo nos hacemos una señal desde nuestros puestos diferentes en la
piazza
. Decidimos que es hora de marcharnos. Nos escabullimos; en realidad, no nos despedimos de nadie y siempre preferimos marcharnos de las fiestas cuando están en su apogeo. Marcharse pronto y sin que se note siempre parece una huida, así que caminamos aprisa; echamos a correr colina abajo y después subimos hasta casa. Un poco más despacio, para recuperar el aliento, pasamos de largo y empezamos a subir por el camino a Celle. Fernando se vuelve para mirar el pueblo y dice que la luz de la lumbre se convierte en las piedras antiguas. Me besa con suavidad y me abraza.
—Se está muriendo, ¿verdad?
Me lo quedo mirando antes de preguntarle:
—¿Por qué lo dices? Barlozzo no estaría tan radiante de alegria si pensara que eso es cierto.
—Eso es lo que me desconcierta a mí también, pero, de todos modos, cuando la miro, me parece afligida, en cierto modo, como si ya se hubiese marchado pero la hubiesen dejado volver como concediéndole un aplazamiento, una dispensa, para que pudiera despedirse.
—Creo que tal vez solo sea que se ha ido tan lejos. Ha estado en un sitio que ni siquiera nos podemos imaginar y por eso es como si regresara a trozos, por etapas. Todavía no está entera del todo.
—Me hace pensar en nosotros y en lo que haríamos si uno de nosotros fuese Floriana.
—Los dos somos Floriana. Todos nos estamos muriendo, cada cual a su manera. En todo caso, morir no es más que mudar de casa y estamos adquiriendo mucha habilidad para eso —le digo, con ganas de cambiar de tema.
—Conque no es más que mudar de casa, ¿no? ¿ Simplemente un viaje más? ¿Es así como lo ves tú? Te diré que para míno es así en absoluto. Además, a mí me gusta estar aquí. Me quiero quedar mientras tú estés, pero nada más. Me quiero quedar aquí a tu lado. Lo que tú hagas yo también lo quiero hacer. Dondequiera que vayas, quiero estar yo. ¿Cómo es posible que todo esto te deje tan indiferente?
—No me deja indiferente en absoluto; lo que pasa es que estoy más preocupada por Floriana que por ti o por mí y, además, estoy congelada y creo que eso se debe tanto a hablar de la muerte como al frío en sí. Por favor, volvamos a casa.
Me doy la vuelta y empiezo a caminar aprisa.
—La verdad es que tienes mucho miedo de morirte —me grita.
Me alcanza, me coge por los brazos y empieza a caminar hacia atrás para poder mirarme: sus propios terrores recientes buscan compañía.
—No, eso no es cierto. Creo que estaría muy asustada si estuviera en las circunstancias particulares de Floriana y sabes que tengo un miedo atroz por ella, pero la enfermedad es suya y le concierne a ella. Puesto que somos sus amigos, nuestras emociones han de tener que ver con ella, más que con nosotros. ¿Por qué mezclas lo que le está ocurriendo a Florì con lo que no nos está ocurriendo a ti o a mí? Si te enfermas tú o me enfermo yo, entonces tendremos oportunidad de practicar para morir.
Bajo un cielo azul crudo confitado de estrellitas, regresamos a casa en fila india; Fernando va delante. Avivamos el fuego y nos sentamos cerca de él a beber té a sorbitos. Él tiene razón. To dos pensamos en nuestra propia vida cuando alguien cercano está —o parece estar— perdiendo la suya. Tal vez también tenga razón cuando dice que parezco poco sentimental; él ha dicho «indiferente», pero la verdad es que no me preocupa mi propia muerte, al menos no desde que mis hijos eran pequeños y conspiré con los dioses, llegué a acuerdos con ellos después de suplicarles que me mantuvieran en pie hasta que ellos pudieran estarlo también. Les juré que no volvería a pedides nada más para mí. Realmente estoy muy agradecida por cómo ha salido todo y he guardado un silencio respetuoso con respecto a mí misma, aunque de vez en cuando todavía trato de negociar el bienestar de mis hijos, a pesar de que hace rato que ellos aprendieron a mantenerse en pie, y, últimamente, el de Fernando. Si bien comprendo cómo funciona —aparentemente— la cuestión de la vida y la muerte, me da la impresión de que todavía no me la he aplicado a rrú misma, más que por una cuestión de narcisismo, creo que es la huella de la Pollyana que llevo . dentro, que me hace vivir como si no fuera a morir nunca. ¿O será que me parece bien morirme, después de haber vivido ya tanto tiempo y tan bien? Por supuesto que me gustaría quedarme un poco más. Cuando mi propia muerte pasa por la cabeza, pienso sobre todo en que no me quiero perder la vida con Fernando ni con mis hijos ni con mis amigos. Pienso que se despiden de rrú y salen a cenar… sin mí. Me pondría a agitar los brazos, dondequiera que estuviese, para insistirles en que no fueran a tal lugar sino a tal otro, sugiriéndoles determinados platos y determinados vinos, tratando de cuidarlos, aunque la verdad es que ellos siempre me han cuidado a mí.
Trato de contarle a Fernando lo que estoy pensando y dice que lo comprende.
—No me preocupa tanto mi muerte como la tuya.
—Creo que esta noche no corro ningún riesgo —le digo— y, si lo hacemos bien, podemos convertir las próximas horas en toda una vida.
Cuando parece calmarse, me echo a llorar. Él cree que derramo lágrimas por Floriana y así es, pero ¡caray!, también lloro por él… y por mí.
D
E
T
ODOS
M
ODOS,
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YUNAR
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ACÍAMOS
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ODOS
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ÍAS
Carne vale
significa, literalmente, «la carne vale». Hace mucho que la Iglesia acepta el consumo de carne durante las fiestas previas a los cuarenta días de purificación mediante el sacrificio y la sobriedad de la
quaresima
, la cuaresma.
Carnevale
se convirtió en el nombre generalizado para todos aquellos acontecimientos previos, incluidos los carnales que tenían lugar fuera —y tal vez encima o debajo— de la mesa, el retozar de cuerpos sudorosos, ocultos detrás de una máscara. Hubo un tiempo en que el
carnevale
se celebraba en Venecia durante medio año y más: era una mazurca prolongada y descarada, con la única salsa de las comidas de las fiestas canónicas encajada entre el compartir de otras ciruelas. En cambio, aquí, en las colinas del sur de la Toscana, lo único que el carnaval ha tomado prestado de Venecia ha sido un pecadillo frito y azucarado: le
frittelle
, los buñuelos.
Estos dulces pequeños, hechos de masa frita, se apilan en pirámides atractivas en el escaparate de todas las
pasticcerie
y hacen señas desde todos los bares. Rellenos de requesón, de mermelada, de una crema al ron o simplemente de aire, se pasan por miel tibia o azúcar o se humedecen con
alchermes
, un licor rosado antiguo hecho con plantas aromáticas que se utiliza para dar sabor y color. Le pegas uno o dos mordiscos y aquello se disuelve en recuerdos que, aparentemente, solo se conservan en las caderas. Le
frittelle
empiezan a aparecer a finales de enero o principios de febrero —todo depende de cuándo caiga la Pascua aquel año— y el
martedì grasso
, el martes de carnaval, aparecen por última vez y desaparecen hasta el carnaval siguiente. Supongo que lo poco que duran —como las fresas o los espárragos locales— contribuye a volverlos más suculentos. Amnistía para una comida prohibida.
Comemos más
frittelle
que cuando estábamos en Venecia. Organizamos la «degustación» y traemos a casa cuatro de cada tipo de los que hay en la
pasticceria
del pueblo y los puntuamos rigurosamente según lo crujientes que son, su grado de delicadeza y su sabor. Como aquel muestreo es demasiado reducido para llevar a cabo una investigación seria, ampliamos el campo y frenamos cada vez que vemos un letrero hecho a mano que anuncia «
oggi frittelle
», «hoy buñuelos», en todos los bares y pastelerías de Chiusi, Cetona, Città della Pieve, Ficulle, Sarteano y Chianciano Terme. A veces llevamos algunos a casa para nuestros encuentros de las cuatro de la tarde con Barlozzo o para llevarle a Floriana, pero ellos por lo general sacuden la cabeza después de tomar un bocado y se quejan de que, en esta época, cualquier cosa pasa por
frittelle
. Los dos se deben de haber confabulado con respecto al tema, porque un día llegan juntos a las cuatro, con la bolsa del mercado de Floriana llena y colgando del brazo de Barlozzo.
—
Ciao, belli
—dice Floriana—,
cosa pensate se facciamo una piccola dose di frittelle, al modo mio?
Hola, guapos, ¿qué os parece si preparamos una tanda de buñuelos según mi método?
Fernando la abraza, mientras intento quitarle la chaqueta de las espaldas.
—Si tenéis canela de buena calidad, yo me encargo de calentar el vino —dice el duque, que ya se ha puesto a tontear con el fuego.
Tenemos que preparar los buñuelos en la mesa del comedor, porque Floriana y yo no cabemos en la cocina al mismo tiempo. Barlozzo nos interrumpe a cada rato, en cada etapa de la preparación, y nos asegura que su madre siempre los hacía de otra forma. Fernando pide calma a la concurrencia y nos recuerda que él es el único veneciano presente y que le
frittelle
forman parte de su cultura gastronómica. Proclama que los venecianos jamás pondrían pasas de uva en los buñuelos, pero Floriana le dice que ella sabe muy bien que es él el que no soporta las pasas de uva en los buñuelos, pero que por eso no va a prohibir los pequeños granos en todo el reino acuático.
—Además —añade—, estas pasas blancas llevan medio año en remojo en ron oscuro y, cuando las pruebes, me suplicarás que te deje todo el frasco.
Usamos harina y fécula de patata, huevos, azúcar y mantequilla, jugosas ralladuras de naranjas y limones, vainas de vainilla, gruesas y blandas, que Barlozzo raja y raspa con la hojita más diminuta de su navaja. Batimos, rociamos y freímos aquellas maravillas; las echamos, calientes, en una bolsa de azúcar de repostería, y finalmente las apilamos en una fuente con patas, como hacen en las tiendas. Después nos las comemos, acompañadas con el vino caliente del duque, y aquella tarde celebramos una fiesta en el establo: una especie de
carnevale
artesanal propio.
Barlozzo y Florì se turnan para contarnos historias de los antiguos ayunos de cuaresma, que, aparte de ser una penitencia para los fieles, cumplían una función útil para el cuerpo.
—Aquellos ayunos limpiaban las tripas, sobre todo el hígado, y te preparaban para los tónicos de primavera y para el trabajo pesado que te aguardaba. Comer tiene mucho que ver con el ritmo, como todo lo demás. Al cuerpo no le va bien consumir siempre lo mismo, día tras día. Conviene alimentarse según las estaciones, ayunar durante un mes oscuro todos los años y descansar como mínimo una hora después de la comida y la cena. Algunos de nosotros nos pasábamos los cuarenta días de cuaresma sin probar el azúcar, la carne, el vino o el pan. Comíamos judías y lentejas, a veces huevos y las verduras que hubiera. Claro que hubo épocas en las que, de todos modos, ayunar era lo que hacíamos todos los días, así que lo llamábamos «cuaresma» por cambiarle el nombre —sintetiza el duque.
Ninguno de nosotros quiere oír hablar de cenar después de las
frittelle
, de modo que nos quedamos sentados, charlando y escuchándonos entre nosotros, hasta que Floriana dice que le conviene marcharse. Cuando está a punto de salir por la puerta y con Barlozzo ya afuera, en la terraza, se vuelve hacia mí y me dice: