—Una cosa, Chou: lamento haberte abandonado con todas aquellas ciruelas el otoño pasado. No te imaginas la cantidad de veces que pensé cuánto me habría gustado hacer aquella mermelada, pero me daba pereza en aquel momento. Creo que no fue más que eso. En cambio, ahora no siento nada de pereza.
Buona notte, ragazzi
.
Es miércoles de ceniza, el primer día de la cuaresma, y me parece curioso que Misha llegue en el momento preciso en que, espiritualmente, nos internamos en la oscuridad. Fernando y yo vamos a buscarlo a Florencia y, aunque su venida nos alegra, también nos produce inquietud. Él representa una extraña conjunción de profesor agresivo, cariñoso tío judío y jungiano; esto último lo es de verdad, porque es psiquiatra de profesión. Ha sido amigo mío durante muchos años y las dos veces que fue a visitarnos a Venecia se estableció una corriente de simpatía entre Fernando y él, aunque ninguno de los dos dejó de empuñar su daga.
Metemos a Misha en el asiento posterior, con su bolsita de viaje de cuero negro a su lado, justo donde él quiere llevarla. Respiro profundamente y su olor me reconforta. Siempre el mismo perfume a casa de huéspedes, compuesto de sudor viejo retenido en
tweeds
húmedos, la picadura Cavendish de su pipa y una nota apenas de col que ha estado demasiado tiempo en el bote. Cuando era un médico joven y acababa de salir de la universidad en Rusia, emigró a Italia y vivió muchos años en Roma, antes de ir a Los Ángeles, y venía a menudo a estas colinas toscanas a pasear, a escribir y a pensar. Se siente cómodo en el trayecto hasta casa y dice, en su italiano perfecto, que echa mucho de menos Italia, casi tanto como echa de menos Rusia. No hace preguntas problemáticas ni aquellas cuya respuesta ya conoce. Sé que se las está guardando y que las escupirá, rápidas y afiladas, como hace una serpiente silenciosa con su lengua. Estaré preparada.
Recorre la casa con Fernando, se instala en una habitación de invitados mientras estoy en la cocina y, cuando nos sentamos a la mesa, observo que se ha puesto fijador en el pelo para darle un brillo plomizo y se ha anudado al cuello un elegante pañuelo estampado.
«Su uniforme de campaña», pienso y no puedo por menos que sujetar una de las patas de la mesa, preparada para el primer golpe, que se presenta en forma de:
—La casa es preciosa y más que lo sería con algunos cambios. Lástima que no sea vuestra.
—Ya nos hemos puesto a buscar una casa para comprar —salta Fernando—, pero en realidad no tenemos prisa. No sentimos la necesidad de tomar una decisión sobre esto ni sobre muchas cosas más en este momento. Además, nos estamos encariñando mucho con esta casa y no importa demasiado si nos pertenece o no.
—O sea que vivir marginados de la sociedad no os molesta, ¿verdad?
Su mirada es una espada y se la devuelvo con brusquedad.
—Creo que la «marginación social» es un concepto subjetivo y, si esa es la impresión que tienes de nuestra vida, ¿qué le vamos a hacer? —le respondo y me pongo de pie para servirle más vino.
—Defíneme tú , entonces, lo que es la «marginación social» —dice, pero no aguarda ni medio segundo antes de definirla él mismo—. No tenéis trabajo ni tenéis inversiones. Aparentemente, os habéis olvidado de vuestros currículum vítae y os habéis instalado aquí arriba, entre los olivos, asumiendo una posición en el runrún de la vida de pueblo. Estáis actuando como irresponsables en un momento de vuestra vida en que algo así puede ser muy peligroso.
—No tenemos hijos que criar ni tenemos deudas y vivir aquí y hacer lo que estamos haciendo es lo que nos apetece en este momento —le digo.
Fernando adopta los ritmos de primera que hacen falta para conversar con Misha y continúa a partir de mi última palabra.
—¿Cuántos pacientes te dicen que quieren cambiar cosas en su vida? ¿C uántos guardan sus sueños en una caja bajo llave y solo los ventilan una vez por semana, cuando van a hablar contigo? Francamente, me siento más fuerte desde que me he «olvidado de mi currículum vítae», como tú dices. Todavía tengo momentos en los que me paralizo, en los que quisiera que todo fuese más sencillo o más claro, pero miedos peores he padecido sentado, día tras día, en aquella oficina del banco.
—Pero entonces al menos tenías seguridad y ahora no tienes nada. La gente prudente aumenta su seguridad, en lugar de hacerla añicos precisamente cuando más podría necesitarla.
Ahora sus ojos desprenden una unción casi fulminante. Pone las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo y los dedos largos y finos bien separados.
—¿De verdad crees todavía en la seguridad? Pero si es un mito, Misha, y me sorprende que todavía no te hayas dado cuenta. Es una ilusión traicionera. ¿Acaso alguno de nosotros sigue necesitando pruebas de que la seguridad no se compra ni se construye ni se adquiere mediante hechos, ya sean buenos o malos? —le pregunto y apoyo mis manos sobre la mesa, imitando las suyas—. Reduce las complejidades. Adivina, extrae, Misha. Cocina los jugos hasta reducirlos a jarabe. A mí me interesan más las sensaciones que las cosas. Solo lo misterioso es eterno. Prefiero sentir esta vida en lugar de llegar a ser tan tonta como para pensar que me pertenece. La única forma de estar seguros es comprender que la seguridad no existe.
Misha guarda silencio; entonces, en voz muy baja, le recuerdo:
—«Al más allá, ¡ay!, ¿qué podemos llevarnos? Ni la capacidad de ver, que hemos adquirido aquí tan lentamente, ni nada de lo ocurrido. Nada.»
—Caramba, ahora citas a Rilke.
—No, te cito a ti citando a Rilke, como solías hacer hace veinte años, cuando te conocí.
—Sin embargo, nos sacas de contexto. Tienes la cabeza envuelta en la niebla, Chou, como siempre, y parece que a Fernando le ha dado por los mismos consuelos etéreos —dice con voz queda—. Todo es romántico para el romántico. Para la gente romántica, solo pueden ocurrir cosas románticas. Debéis de haber sido una especie de inocentes sueltos desde el principio. Creo que habéis nacido en una época que no guarda ninguna armonía con vuestra naturaleza, pero, en lugar de que eso sea un problema, os habéis limitado a marchar, bailar o deambular por el siglo XVIII… ¿O por casualidad habéis llegado ya al siglo XIX?
—¿Y a quién citas tú ahora? —le pregunto.
—No lo recuerdo, pero puede que a mí mismo —dice—. Sin embargo, espero que no te apoyes demasiado en este acoplamiento con Fernando y que entiendas que todos y cada uno de nosotros en realidad estamos solos.
Al decir esto, mira directamente a mi esposo a los ojos.
—Ahora no estoy sola, Misha, y creo que la mayoría de los solitarios están solos tanto por propia decisión como a causa de la fortuna y el destino. El amor tiene mucho de humildad. Para que alguien renuncie a su soledad, tiene que querer a otra persona más de lo que se quiere a sí misma. —Me levanto para recoger los platos de sopa intactos, pero antes sujeto la cara de Misha entre las manos—. Por favor, no te preocupes tanto. Me va bien, nos va bien. Sabes mejor que nadie que a casi todos nos mueven los mismos deseos y los mismos temores y que lo que nos diferencia son el momento y las proporciones que asumen. En este preciso instante, estamos, emocionalmente, bastante alejados de ti.
Misha nos mira, primero al uno y después al otro. Sentado aún, me coge las dos manos y me las besa; después se levanta de la silla y besa solemnemente a Fernando en la espalda, al estilo ruso.
—¿Preparo las
cotolette
o esta noche vuestros apetitos se limitan a sangre y vino? —pregunto.
Dicen que están muertos de hambre y que ya hemos acabado con los discursos de bienvenida. Fundo mantequilla dulce a fuego lento y echo una gota de aceite para que la mantequilla no se queme cuando suba el fuego. Agrego el cerdo, bien machacado y recubierto por trocitos de ralladura de naranja seca, semillas de hinojo y migas de pan de harina de maíz y lo doro rápidamente, primero de un lado y después del otro; después reservo las
cotolette
en un plato caliente mientras preparo la salsa. Fernando y Misha han salido a la terraza a fumar, a hacer las paces por su cuenta, y pienso que tal vez he sido demasiado severa con mi viejo amigo. Con Misha vale aquello de «porque te quiero, te aporreo».
Sin embargo, me conoce muy bien y sabe que siempre me he tropezado con las escaleras, las de las empresas y las otras. Como nunca he entendido muy bien el sentido de ir siempre hacia el norte, he preferido desplazarme por la vida haciendo arabescos: un pequeño giro aquí, otro más allá. Alguna vez habrá parecido que me estaba entreteniendo, pero no era así. Siempre he acabado las cosas y las he rematado lo mejor que he podido. No he ido aprisa, pero tampoco me he dormido. Además, nunca me vestiría para triunfar y comprendo que a Misha no le fascine presenciar la felicidad. Su dolor es antiguo, mucho más viejo que él, de modo que hasta la hipótesis de la felicidad le resulta vulgar. Siempre dice que la felicidad es para las piedras y, por lo que respecta a él, prefiere pasar el tiempo con un insatisfecho, un cínico, alguien que deteste. desembarazarse de sus cargas o al menos alguien que todavía espere su felicidad. Algunas personas le tienen miedo a la alegría: les aterra pensar que no la merecen o que, si alguna vez va a visitarlas, no sean capaces de sentirla. En general, pienso que lo que temen es que la felicidad no permanezca, que no dure. Es otra interpretación de la advertencia de Barlozzo: «Desconfía de la paz».
Me doy cuenta de que Fernando y Misha ya no están en la terraza y, como no los veo en el jardín, calculo que habrán ido a pasear al pueblo, de modo que no me doy tanta prisa con la cena, me sirvo una copa de vino y me siento junto a la chimenea, pero, en cuanto lo hago, aparecen con los brazos cargados de leña y las mejillas sonrojadas por el invierno.
—Hemos estado en el granero, resolviendo cosas —dice Fernando.
—Tu esposo, Chou, en realidad es de lo más maquiavélico. Creo que es bastante parecido a mí y hasta es capaz de citar más frases de
El príncipe
que yo. Además, los dos estamos de acuerdo en que los únicos malhechores de verdad que hay en la vida son los que se creen inmaculados, sin mancha. Los perfectos nos hacen sentir mal, aislados, castigados. También coincidimos en esto.
Me causa gracia que hayan coincidido en tantas cosas en apenas media hora. Vuelvo a mi salsa, pero me siguen y estamos tan apretados en aquella cocina —antes pesebre— que no tenemos más remedio que reírnos y decir que nos alegramos de estar juntos. Decidimos comer sentados en el suelo junto al fuego y les pido que vayan a disponerlo todo, mientras caliento los jugos mantecosos de las
cotolette
, añado un buen chorro de fino y dos gotas de vinagre rojo. Cuando todo empieza a bullir, exprimo el zumo de una hermosa naranja sanguina directamente encima de la sartén. Un poco de pimienta recién molida, una nuez de mantequilla para darle brillo y ya está. Formo un charquito con la salsa en los pl atos y deposito encima las
cotolette alla milanese
apenas recalentadas. Misha se lleva los platos y los deja en el escalón de la chimenea, Fernando trae el pequeño bol que contiene el puré de apionabo y
mascarpone
y cenamos.
El festival maquiavélico continúa con la consideración de los méritos del bien y el mal. No presto demasiada atención, porque ya he escuchado muchas veces las interpretaciones de Misha.
—Todos debemos ser conscientes de nuestra propia capacidad para hacer el mal. El mal es una habilidad, una defensa, un arte, un deporte. Uno simplemente lo aprende, del mismo modo que aprende a disparar o a montar a caballo. Después uno se guarda lo que ha aprendido para aplicarlo cuando haga falta.
—¿Y qué se hace para mantener la destreza? Quiero decir, ¿cómo hace uno para no perder la práctica? —pregunta Fernando.
Sin embargo, como el duque, Misha solo responde a las preguntas que le convienen.
—Si una persona quiere ser buena siempre, es inevitable que los que no son buenos la arruinen. Creo que es lo que ocurrió en tu caso, ¿verdad, Fernando? Hubo gente que abusó de tu bondad, que la tomó por debilidad, ¿sí? Es posible que seas el hombre menos débil que he conocido jamás.
—
Io lo prendo come un complimento
. Lo tomo como un cumplido —dice Fernando—, pero creo que para mí es demasiado tarde para aprender a ser malo. Bastantes dificultades tengo ya con el inglés.
Les doy un beso, los dejo con sus copas y me voy a la cama con el calentador.
—Ha sido una noche de una belleza inesperada, Chou —dice Misha mientras subo las escaleras.
«Efectivamente», pienso, mientras pongo el calentador bajo las sábanas.
En menos de un día se ha convertido en el
divo
del pueblo. Los habitantes de San Casciano están muy entusiasmados con Misha, les encantan su mal humor y su agresividad y les maravilla lo bien que habla su lengua:
uno straniero
, un extranjero, que bebe, fuma y juega a las cartas, que les cuenta chistes en dialecto y lo más estupendo de todo es que es
uno psichiatra californiano
. Misha hace
una gran bella figura
. Me ha parecido ver a más de una viuda quitándose el pañuelo de la cabeza y arreglándose el cabello. Lo regaño cuando regresamos a casa y le pregunto si no le gustaría venir a «vivir entre los olivos» con nosotros, pero se limita a inclinar la cabeza, sin permitirse sonreír del todo.
Los cinco días que pensaba quedarse con nosotros se alargan a ocho o nueve y pienso que Misha está disfrutando de la celebridad que le brinda el pueblo tanto como de nuestros mimos. A pesar de todo, mantiene el gesto adusto todo el tiempo, salvo cuando logra engatusar a Fernando para celebrar otra lucha maquiavélica.
Al principio, dio la impresión de que Misha y Barlozzo mostraban cierta afinidad entre ellos, frente a la grapa del atardecer en el bar o junto a nuestra chimenea, pero no duran mucho tiempo juntos ni se llevan bien: Misha dice que, Barlozzo es espartano y que en general en su conversación se muestra bastante reprimido. Barlozzo se limita a demostrar lo que siente interrumpiendo las visitas que nos hace y marchándose educadamente del bar en cuanto llegamos con Misha a la zaga. Según Fernando, son como dos alces machos que defienden su territorio. Dice que están celosos el uno del otro y puede que tenga razón. De todos modos, cuando Misha está listo para partir y ha guardado todo en el Renault que ha alquilado en Chiusi para seguir viajando un poco antes de dirigirse a Roma a coger el vuelo de regreso, me da la impresión de que percibo algo de alegría en su viejo rostro. No ocurre lo mismo con el duque.