»Floriana pasó veinte años con su
seconda scelta
y yo he pasado buena parte de mi vida en un prolongado de profundis. Lo que he hecho, sobre todo, ha sido renunciar cuando me tocaba vivir mi propia vida: dejé que la de Nina y la de Patsi envolvieran la mía y le inyectaran su dolor y, como si fuera mi salvación en lugar de mi ruina, me he aferrado a aquel dolor como a una herencia y lo he apretado tanto contra mi pecho que no ha quedado sitio para nada ni para nadie más. Bajo el peso de una suerte que puede ser mayor o menor, creo que lo que nos ocurre a la mayoría de nosotros es que en realidad no sabemos lo que queremos ni con quién queremos tenerlo. Nada parece real hasta que ya ha pasado, hasta que está bien cerrado y fuera de nuestro alcance, hasta que muere, ya sea una persona o un sueño. Entonces se hace la luz y por eso nos lamentamos.
»Floriana es todas las mujeres que he amado o querido amar en mi vida, que habría tenido la intención de amar si hubiese sabido cómo hacerlo o que habría amado si hubiese podido encontrarlas. Cuando pensé que podía estar muriendo, no me sentí como si la estuviera perdiendo a ella sino a todas. Floriana son todas. Aunque antes de que enfermara nunca habíamos estado juntos para nada más que las ocasiones más pú blicas, siempre ha estado cerca. Durante la mayor parte de nuestra vida, hemos vivido a doscientos metros de distancia; me había convencido de que estaba conforme con aquella proximidad y la confundía con una especie de intimidad. Me decía una y otra vez que me bastaba con tenerla cerca, pero, cuando regresó a casa de Città della Pieve, lo único que yo quería era comenzar a vivir este amor por ella. Por fin me rendiría a él, me consagraría a él, confiaría en él y en ella y en mí mismo con todo mi corazón. Parecía lo natural y lo correcto que fuera yo quien tuviera que cuidarla y debió de parecerle natural a ella también, aunque nunca lo hemos hablado, jamás lo hemos decidido. Ni siquiera sé si me dejará estar cerca de ella cuando recupere su fuerza, pero creo que esta casa nos ayudaría. Ahora me volvería loco si tratara de vivir sin esta conexión con ella. ¿No os he dicho que mis motivos son egoístas?
Como suele suceder, el duque va demasiado aprisa para mí. Necesito entender más.
—¿Por qué nunca le hablaste a tu padre del soldado? —le pregunto.
—Yo tenía once años cuando ocurrió todo aquello, Chou, y como mi madre trataba su presencia en nuestra casa y en nuestras vidas de una forma tan poco dramática, yo hice lo mismo. Ella nunca me pidió que le ocultara nada a mi padre, pero supongo que se habrá imaginado que yo nunca se lo diría, porque estaba segura de que yo sabía que eso le haría daño a él y le haría daño a ella. Ella sabía que los protegería, a ella y a mi padre, sin que tuviera que pedírmelo. Me limité a hacer lo mismo que ella durante las pocas semanas que él pasó con nosotros. Lo acepté y lo disfruté. Escuchaba reír a mi madre y aquello me gustaba. Parecía una niña y me hizo pensar que yo podría dejar de intentar ser un hombre. Se llamaba Peter.
»Ahora, cuando me pongo a atar cabos, supongo que debió de ser un desertor de las tropas que estaban estacionadas en La Foce, la finca de los Origo, entre Pienza y Chianciano. Pienso que se habrá largado un buen día y habrá bajado a través del bosque, por los caminos de la montaña. Debió de presentarse un día a la puerta, sencillamente. Como nuestra casa, vuestra casa, estaba situada a las afueras del pueblo, debió de parecerle relativamente segura para pedir agua y un lugar donde dormir. Tal vez ella estuviera fuera, en el jardín, tendiendo la ropa recién lavada, y él la vio. Ella era preciosa, con todo aquel cabello moreno recogido en lo alto de la cabeza y los ojos oscuros grandes y dulces. La habrá encontrado irresistible. Esta parte de la historia no tiene nada de raro.
»Y tal vez el resto, aunque en formas menos peligrosas, tampoco tuviera nada de raro. Fueron víctimas de la guerra. Nina tenía veintiocho años y supongo que Peter debía de ser más joven, puede que no más de veinte, de modo que en realidad los tres éramos niños: asustados, hambrientos, sin saber lo que pasaría después ni cuándo sería.
—¿Odiaste a tu padre? —le pregunta Fernando.
—No, es una idea horripilante, pero cada uno de nosotros es responsable de su propio criterio. Nadie más sabe lo que sabemos sobre nosotros mismos. Hasta cuando se hace cargo el Estado, al final sigue siendo un asunto privado. Además, creo que mi madre vivió toda su vida en aquellos treinta y tres años. A veces pienso que ya la había vivido toda cuando mi padre regresó de la guerra y que aquellos años intermedios en realidad debieron de ser una muerte para ella. De modo que cerré los ojos de mi padre, encendí una vela, lo ungí con aceite y le deseé paz. Hice enterrar a Nina como corresponde, pero no en el mismo lugar en d que enterré a mi padre: no podía hacerle aquello a ninguno de los dos.
Nos hemos quedado en silencio y así seguimos hasta que el fuego se reduce a cenizas. La oscuridad es espesa y fría y salimos a la noche sin estrellas, que espera a la luna. Regresamos al pueblo y, cuando nos despedimos de él, el duque pregunta:
—¿No os parece raro que, con la cantidad de casas de labranza que hay en la Toscana, a vosotros se os ocurriera venir a vivir a la única en la que había vivido yo? Ya sé que vosotros no sabíais que yo había vivido allí, como tampoco sabíais nada de mí, pero, si os fijáis con atención, veréis a nuestro alrededor el rastro pálido de un círculo. Pocas cosas en la vida ocurren por casualidad.
C
ORDIALES
B
ENÉFICOS
Irrumpe en el invierno despiadado el soplo tórrido de África, que se levanta para calentar las tardes. Todos los días, el duque nos trae las buenas noticias de Florì como si fueran flores y se instala cerca de nuestra chimenea después de darle las buenas noches a ella. Continúa las negociaciones para conseguir la pila de piedras con las siete chimeneas y las viñas aletargadas.
L'eremo
, la ermita, le ha dado por llamarla. Parece como si le hubiesen lavado el Vulcano: conserva la corteza y la fortaleza, pero el alma ha desaparecido y, en su lugar, ha surgido un tipo viejo y desgarbado que se queda cerca de nosotros como un niño temeroso de la noche.
Toca el timbre una mañana muy temprano, cuando todavía estamos durmiendo, y, como no respondemos enseguida, aporrea nuestra puerta con urgencia. Habrá pasado algo terrible. Me giro boca abajo hacia el hueco que ha dejado Fernando y el corazón me golpea con tanta fuerza como el puño de Barlozzo.
—
Le erbe sano cresciute
, han crecido las hierbas —lo escucho gritar como si nos invadieran los británicos.
Solo quiere hablarnos de las plantas.
Unos minutos después vamos caminando pesadamente detrás de Barlozzo por los prados secundarios hacia la luz nueva. Lleva un costal de tela a la espalda y de los bolsillos de la chaqueta le asoman mangos de desplantadores y de cuchillos; se dobla hábilmente por la mitad cada vez que encuentra un grupo de plantitas que han brotado en las últimas horas, las afloja, excava, arranca algunas con raíz y todo y corta otras con rapidez, ata juntas las que son iguales con trocitos de cuerda de cocina y se echa los ramitos llenos de tierra al costal. Nos entrega herramientas, pero soy muy torpe para excavar: mis movimientos no son bastante seguros ni rápidos y Barlozzo pierde la paciencia conmigo.
—Eres más un obstáculo que una ayuda —dice.
Entonces Fernando y él se adelantan y yo me tomo mi tiempo: separo hojas que puedo distinguir, como la oruga silvestre y el diente de león, de aquellas que solo pienso que podrían servir para hacer una ensalada o para saltear en la sartén con ajo y aceite y por lo menos una guindilla grande. El sol ya se ha despertado y yo también y estoy agradecida a Barlozzo por invitarnos a esta incursión al amanecer. A medida que camino, siento la tierra blanda bajo las botas; voy componiendo menús: me entusiasma esta nueva vida de salir a buscar la comida al campo y canto un poquito. Y también me río, al pensar en aquella época, hace mucho tiempo, en la que los sábados cortaba el césped con frenesí en mi barrio de los suburbios de Saratoga County; recuerdo los golpes siniestros de aquella máquina que devoraba la hierba y las grandes ráfagas tóxicas del riego por aspersión que asfixiaban a los niños y también a los dientes de león, pertenecientes a la misma familia que los que me voy a comer hoy a mediodía.
Me lo estoy pasando en grande, cuando me interrumpen unos golpes y unos gritos. Pienso que habrán desenterrado un filón de joyas etruscas, pero, cuando finalmente llego hasta ellos, los encuentro entretenidos atando ramos de unos tallos marrones escuálidos que parecen espárragos mal hechos. Es
bruscandolo
, lúpulo silvestre, y hay toda una parcela llena. Barlozzo ya está hablando de cómo nos lo va a cocinar para cenar.
—Primero haremos una ensalada de dientes de león y otras verduras con una buena cucharada de requesón y con anchoas saladas por encima. Después nos comeremos el lúpulo: lo cocemos apenas a fuego lento, lo retiramos cuando todavía está un poquito crujiente, lo mezclamos con tiras muy finas de cebolletas y lo aliñamos solo con un chorrito de zumo de limón. Después freiremos un poco en el mejor aceite, añadiremos una nuez de mantequilla blanca, batiremos los huevos de esta mañana y los echaremos solo cuando la mantequilla empiece a hablar. Un poco de sal marina y, cuando la parte inferior se haya dorado bien, lanzaré la
frittata
al aire, la pillaré del otro lado y cuando el olor os empiece a volver locos, la pondré en la mesa y nos la comeremos directamente de la sartén. Está permitido el vino blanco muy frío, pero nada de pan ni de ninguna otra cosa. Florì querrá mezclarlo con arroz o con alguna otra papilla insípida, pero no le hagáis caso.
—¿Y desde cuándo te pones a recitar los preludios de la cena? —le pregunto.
—
Va bene
, está bien, fíate de mi poesía, pero resulta que decir mis planes en voz alta me estimula más el apetito que si me limito a pensarlos.
Otra mañana de marzo que nos brinda el calor de junio, Fernando, cumpliendo órdenes del duque, baja hasta cerca de las fuentes termales a buscar ajo de oso y otras plantas para preparar tónicos. Me quedo a vigilar el pan y, cuando está hecho, me pongo una chaqueta encima del camisón, me calzo las botas, cojo una cesta y unas tijeras para cortar flores y bajo a reunirme con él. Es una de las pocas mañanas, en esta época, en las que Barlozzo no está presente, buscando animarse o un bálsamo en dosis cada vez mayores. Estoy feliz de haberme librado de él por unas cuantas horas: es lo mismo que siente una madre atribulada cuando la sustituye la
au pair
irlandesa. Miro a mi alrededor y pienso que aquí no hay nada que denote una época, que le ponga fecha a aquella mañana. Podría ser hace cincuenta años o hace doscientos o muchos más: solo la tierra, el cielo, los rosales silvestres con sus capullos y las ovejas que pacen.
Hace tanto calor que me quito la chaqueta y la dejo sobre una roca hasta más tarde. Me parece ver a Fernando no mucho más adelante y, vestida de gasa blanca, soy Diana invocando la caza, agitando los brazos, llamándolo. Es inútil. Hace demasiado calor para seguir andando, de modo que me tumbo sobre la hierba punzante a esperarlo. Lo oigo acercarse, cantando «Té para tres», como siempre. Me quedo quieta y callada, en la pose sinuosa de una diosa bucólica, preparada para anonadarlo con mi languidez. Caerá de rodillas y me llenará de besos. Me late el corazón, como si fuera una niña jugando al escondite, pero mi esposo se limita a decirme:
—
Ma cosa fai qui? Alzati, ti prego. Sei quasi nuda e completamente pazza
. Pero ¿qué haces aquí? Levántate, te lo suplico. Estás casi desnuda y completamente loca.
—Lo que pasa es que me siento juguetona. Estás sin el duque, para variar, y quería darte una sorpresa… solo a ti.
—Pero tumbada sobre el suelo húmedo te vas a enfermar —dice y se agacha para abrazarme—; además, sabes tan bien como yo que nuestro granujilla andará acechando por aquí cerca, en algún lugar de los prados, y no quiero que ni él ni nadie te vea deambulando por ahí en camisón.
Trato de ponerme en pie con elegancia, pero piso el vestido de Diana y me tropiezo y caigo; apoyo el tacón de la bota en el dobladillo, lo rasgo, vuelvo a intentar ponerme en pie y vuelvo a caer.
«¡Menuda diosa bucólica estoy hecha!», me digo mientras, pisando fuerte, subo la colina, entro en el jardín y trepo por las escaleras, maldiciendo mi efímera capacidad de autoengaño.
Cuando me estoy abrochando la falda, escucho que el duque le grita a Fernando desde el prado de atrás:
—Lamento que se me haya hecho tan tarde.
Ha empezado la época de la fabricación de quesos, porque las ovejas se regalan con los mismos retoños de hierbas que nosotros y, aunque este año llega tarde, el primer queso de la temporada se llama
marzolino
, que literalmente significa «de marzo», un pecorino que se come blanco, dulce y fresco, después de tan solo unas semanas de maduración. Se acompaña con un montón de habas aún dentro de su vaina y el queso se aliña con aceite y pimienta recién molida.
Pelamos las habas de sus vainas y, sin preocuparnos por las pieles interiores, todavía tiernas, nos las comemos en la ladera de una colina junto con el
marzolino
y media hogaza de buen pan. Es posible que un acompañamiento mejor para un buen
marzolino
sea la miel. Mucho antes de que la apicultura llegara a ser un arte, las abejas ya fabricaban miel y los pastores se arriesgaban a lo peor cuando introducían el brazo en una colmena para coger un trocito del panal, lo rompían, lo rascaban y se lo comian con el queso fresco y ácido. Fue uno de los primeros platos
dolce-salata
. Los pastores eran los que más sabían de la vida; ellos nacían, vivían y a menudo morían bajo las estrellas y seguían el ritual bucólico de la
transumanza
, la trashumancia: trasladaban sus rebaños de las dehesas de verano en las montañas a las tierras bajas en invierno y otra vez a aquellas, en viajes de trescientos kilómetros o más. A pesar de lo solitaria que era su vida, el pastor era una especie de
bon vivant
, un narrador nómada que llevaba las noticias y el folclore a lugares más aislados aún, como las aldeas por las que pasaba, caseríos remotos cuyos habitantes no se atrevían nunca a ir de una cima a otra; para ellos, era un entretenimiento y los campesinos y los leñadores lo invitaban a sentarse en torno a sus fogatas y él contaba historias a cambio de pan, vino y aceite. Una cena antigua de los tiempos de la
transumanza
era la que el pastor preparaba con su propio requesón; lo mezclaba con uno o dos huevos robados, hacía bolas y las echaba en agua hirviendo en una olla puesta al fuego, las escurría y finalmente las revestía con un poco de pan duro que se frotaba entre las palmas y, si tenía suerte, con unas gotitas de aceite que había conseguido por trueque. Tal como me lo imagino, me gustaría que fuera posible intercambiar lo que uno tiene por lo de otro, como hacían los pastores y la madre de Barlozzo, que cambiaba un bote de sopa por uno de requesón. Yo cambiaría pan por secretos.