Mil días en la Toscana (32 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Barlozzo tiene recetas para elaborar tónicos y todo tipo de cordiales benéficos, que mezcla y deja fermentar en una cuba espantosa. Aparca en nuestro granero un recipiente con ruedas húmedo y oxidado, tira en su interior algo que tiene el aspecto y el olor del césped recién cortado y lo machaca con una de sus herramientas talladas a mano. Empapa la mezcla con la manguera del jardín, baja la tapa de metal de la cuba y dice:

—Ahora tenemos que dejarlo descansar como una semana.

Desconfío de aquella poción turbia en la que flotan babas y espumas hasta que pruebo su frescura limpia y ácida. Mediante una espita, vacía el recipiente en un cubo y vuelve a comenzar el proceso desde el principio con otros ingredientes. Después de dejar en infusión cada tanda, filtramos el líquido con estopilla y lo vertemos en botellas de vino lavadas y esterilizadas. A cada una se le pone un corcho y una etiqueta que indica los beneficios que aporta; guardamos algunas botellas en el último estante de la nevera y el resto, en el armario. Achicoria silvestre para la limpieza interior; hinojo silvestre y diente de león, una panacea para todo;
rucola
y cebolla silvestre para limpiar la sangre; flor de la pasión, raíz de valeriana y ajo de oso para bajar la tensión sanguínea; borraja silvestre para la piel.

—Mira que estas bebidas no se añejan como el vino. Te lo tienes que beber todo antes de que empiece a hacer calor: un vaso, frío y solo tres veces por día.

Me preocupan mis intestinos, porque ya he visto los estragos que han provocado unos sorbitos rápidos, pero prometo seguir la cura completa.

Un sábado, en el mercado de Cetona, me quedo extasiada ante una caja de madera que contiene lechugas: son ramilletes de hojitas rizadas de un color crema satinado o amarillo con motitas de color rojo vino y algunas verdes como limas con volantes rosados. Solo quiero mirarlas; quiero dibujarlas, pero, sobre todo, quiero sentirlas en la mano, probarlas. Es posible que la vida sea la búsqueda de la belleza, de la armonía que procede de mezclar cosas. Puede que la vida sea .la búsqueda de sabor, pero no del sabor simplemente de una comida, sino de un momento, un color o una voz, el sabor de lo que podemos escuchar, ver y tocar. Sin duda, la buena cocina tiene que ver con el sabor: con liberar el sabor, suspenderlo y, finalmente, soltarlo. Uno libera el sabor de una planta aromática cuando la aplasta, porque así deja salir sus aceites y sus esencias naturales. A continuación, uno suspende aquellos aceites y esencias dentro de otros componentes; por ejemplo, para hacer pesto de albahaca, se machacan el ajo y la albahaca para que liberen sus aceites y esencias; después, uno atrapa y retiene aquellos sabores suspendiéndolos en aceite de oliva y haciendo una emulsión: una salsa espesa y homogénea. Sin embargo, aquella salsa primero tiene que volver a liberar todos aquellos sabores que uno se ha esforzado en liberar y suspender. La salsa necesita calor, estar en contacto con el calor. Si uno prueba la salsa fría, tal cual, con una cuchara o con el dedo, no cabe duda de que es deliciosa; pero, cuando se mezcla con pasta recién hervida o se echa sobre un tomate asado, caliente, recién salido del horno, el contacto del calor intensifica el sabor de la salsa en toda su plenitud. La tarea de cocinar tiene mucho en común con la tarea de vivir.

Degustación de quesos pecorinos
con miel de castaño

85 gramos de queso por persona, aproximadamente

1 cesta de panecillos artesanales cortados en rebanadas finas

miel oscura, mejor si es de castaño o trigo sarraceno, tibia

1 botella de Vin Santo, puesta a enfriar

En lugar del postre, esta es una forma extraordinaria de finalizar una comida toscana. Lo único que requiere es ir a comprar el pan o hacerlo uno mismo, si quiere. Conviene reunir la mayor variedad de pecorinos (quesos de leche de oveja) que se encuentren, tanto los frescos y blandos como los más secos, que se desmenuzan y están bastante duros. Ahora es más fácil conseguir pecorino toscano que hace unos años, cuando solo se encontraba el romano, que lleva granos de pimienta y es mejor para rallar. Conviene presentar dos variedades blandas y dos más curadas, aunque una o dos —sobre todo si se acompaña con un bote de miel de castaño, oscura y brillante, unos panes integrales y una botella de Vin Santo frío— serán más que suficientes para dejar conformes a los comensales.

15

F
LORÌ
Y Y
O
E
STAMOS
P
ELANDO
G
UISANTES

—No has dicho nada sobre la casa. Quiero decir, ¿te gusta? ¿Te gusta la idea de tenerla? —le pregunto.

Florì y yo estamos pelando guisantes, sentadas en los escalones de la terraza entre los dos tiestos de hortensias blancas que acabamos de plantar, con nuestros vestidos primaverales de volantes recogidos sobre los muslos, mientras la luz melocotón de las cinco de la tarde nos acaricia las piernas desnudas y los pies descalzos.

—Es un lugar antiguo y fascinante y creo que podría ser hermoso, pero a mí no me entusiasma tanto como a Barlozzo. Por supuesto que él llegará hasta el final del proceso y acabará consiguiéndola, pero yo, Chou, me conformo con ver la luz del nuevo día.

Barlozzo ha ido a coaccionar al carnicero para que le cortase unas costillas de cordero que él asará en el homillo de piedra para cenar temprano. Con su trofeo en la mano, sube a zancadas desde la entrada y se detiene a corta distancia de nosotras.


Poveri fiori
, pobres flores —dice—, que tienen que estar tan cerca de vosotras dos. Ni que fueran plantas de las marismas por el poco caso que les hará nadie.
Belle donne, buona sera
, buenas tardes, guapas.

Fernando y él se dedican a bañar las costillas con aceite y vino blanco. De su siempre presente costal, Barlozzo extrae las hojitas de
mentuccia
, menta silvestre, que ha recogido en la ladera, las rasga y las frota contra la carne escasa del cordero. Echan leña al fuego. Florì vierte un poco de vino blanco en una olla y la pone a hervir en la chimenea; a fuego lento, cuece los guisantes en el vino, los escurre —se guarda el líquido de la cocción— y los aplasta hasta obtener una pasta.

Mientras tanto, sofrío cebolla en una olla sopera con aceite de oliva, espolvoreo un poquito de canela y unos cuantos granos de azúcar, sal marina y un poco de pimienta blanca recién molida. Las cebollas tardan un buen rato en acaramelarse, en reducirse a mermelada. Dejo al duque la tarea de revolver, mientras Floriana y yo ponemos la mesa y abrimos el vino. Antes, ella había subido la colina con una fuente de berenjenas blancas diminutas que había asado hasta que se les había roto la piel. Cuando estaban calientes, recién salidas del horno, les echó por encima una salsa de ajo machacado con aceite de oliva y mejorana que había cortado del tiesto donde la cultiva, en el alféizar de la cocina, y les agujereó la pie] para que se embebieran de aquel jugo sabroso. No puedo apartar la mirada de la vieja fuente de hierro que las contiene y que está apoyada en la mesa. Tienen un aspecto espléndido. Un grueso pan de patata redondo, dorado y crujiente, descansa en una cesta invertida sobre una rama de romero, para que su aroma lo impregne mientras se enfría. Un bol de lechugas tiernas espera para ser aliñado con los jugos que desprenden las costillitas en un cazo puesto debajo mientras se asan. No queda nada por hacer, salvo acabar de preparar la sopa. Con un cucharón, echo caldo de ternera sobre las cebollas cocidas, añado los guisantes aplastados, los líquidos de la cocción que hemos reservado y un poquito más de vino y lo revuelvo todo para mezclarlo bien y calentarlo. Llevo la olla directamente a la mesa, echo en la sopa un puñado de pecorino, la sirvo en boles poco profundos y decoro cada porción con un chorrito de aceite. La
carabaccia
—así se llama— se come tibia, de modo que la dejamos enfriar mientras empezamos por las berenjenas. Cada uno rasga la piel de una, extiende la crema perfumada sobre un trozo de pan y se lo come con la mano, entre sorbos de vino.

—Si no os importa, tomaré otra solanácea —digo y cojo otra berenjena—.
Melanzana
, una deformación de
mela insana
, literalmente, «manzana insalubre»; eso es lo que estamos comiendo: un miembro de la familia de las solanáceas, como la belladona.

Hacía siglos que la berenjena era un ingrediente básico de la cocina de Oriente Medio cuando la introdujeron en Europa, aunque aquí la rechazaban como alimento y la usaban para decorar la mesa.

—Supongo que un buen día alguien habrá tenido mucha hambre, la probó y aquí estamos.


Belladonna
—dice el duque en voz baja—. Lo lamento por el viejo que haya sido el primero en llamar «guapa» al veneno.

Florì y el duque nos dan las buenas noches antes de que el sol se ponga; bajan la colina, suben al pueblo y los observamos hasta que se pierden entre los árboles llenos de hojas nuevas.

La tarde siguiente, Florì y yo paseamos por el camino a Celle. Le cuento que Barlozzo nos ha hablado de su madre y de su padre.

—Estaba segura de que, más tarde o más temprano, os lo diría. La verdad es que a mí nunca me ha hablado de eso —me dice.

Se detiene para mirarme y, al volver la cara hacia el sol, sus largos ojos asustadizos parecen amarillos como el azafrán.

—Tal vez nunca tuvo necesidad de hablarlo contigo —le digo—, porque confiaba en que tú lo sabrías todo y también esperaba que entendieras. que aquello había sido siempre el obstáculo entre vosotros.

—Supongo que así es y también es cierto qué, en lo más profundo de mi ser, siempre he sabido que él quería amarme; pero puede que fuera yo, mi temor inconsolable por lo que yo sabía que debía de ser su tormento. Nunca me sentí capaz de ayudarlo a quitarse todo eso de encima para poder llegar hasta su corazón, conque, ya ves, yo también he sido un obstáculo, tanto como Patsi y Nina. Nunca he sabido cómo empezar. Nunca he sabido qué decir. ¿Por qué no podemos hablar entre nosotros, Chou?

Es una pregunta que nos formula a todos.

Cuando hemos andado medio kilómetro, más o menos, echa a reír y dice:

—Estoy cansada. Fiebre de primavera. Creo que me quedaré en la cama unos cuantos días y me dejaré mimar. Ahora que sé que estoy bien puedo hacerlo. Antes, cuando no estaba segura, la idea de tener a todo el mundo pendiente de mí olía demasiado a despedida; en cambio ahora creo que me vendría bien una semanita de cuidados y compañía femeninos.

Se corre la voz y a la mañana siguiente somos cinco las que nos reunimos en el pequeño apartamento de Florì nos estorbamos, limpiamos, preparamos sopa, le hacemos compañía, le pintamos las uñas de los pies, escuchamos sus historias. Me mira y me dice que me acerque, porque me quiere pedir algo importante: quiere que la maquille. Quiere rímel y que le ponga polvos «
e un pò di ombretto, appena, appena
, y un poquitín de nada de sombra de ojos», aunque lo que quiere de verdad es pintarse los labios de rojo. Como si fuera pecado, me lo pide con un susurro ronco: me señala los míos —igual que siempre, los llevo pintados de rojo, como una anémona— y después se señala los suyos. Subo corriendo a casa a buscar mi estuche. Difumino, trazo y le paso un pincel por los ojos y la cara, le pinto la boca y, cuando termino, le pongo delante un espejo para que se examine. Guarda silencio y cierra los ojos. Me siento a su lado en la cama y le cojo la mano. Nos quedamos así un buen rato. Cuando nos miramos, veo que tiene el rostro húmedo y caliente, se le ha chorreado el polvo, el rímel le ha formado charcos negros en las medias lunas profundas que tiene bajo los ojos, pero los labios le han quedado perfectos y se lo digo.

—Sí, han quedado perfectos —responde.

Arreglo lo que se ha estropeado y después llamo a las demás para que la admiren. Se ponen a gritar y a chillar y todas dicen que quieren los labios rojos. Las pinto una por una hasta que estamos todas sentadas alrededor y encima de la cama, nos reímos como tontas, nos pasamos el espejo y nos contamos historias sobre la primera vez que nos hemos puesto pintalabios, sobre amores secretos, tacones altos y vestidos de novia. No sé cómo pasamos de contar recuerdos a una especie de torneo en el cual cada una dice un
detto
, una cita de las escrituras o de la literatura, y aquí con frecuencia las frases se forman después de una observación meticulosa. Florì lo llama «decir verdades».

—La tradición, tanto la gastronómica como la sexual, se perpetúa mediante la práctica cotidiana.

—Hay que cuidarse de la tiranía del generoso. El que da tiene más cartas que el que recibe o al menos eso le parece y a menudo el que da lo hace para tener control o, como mínimo, para conseguir autorización para saquear la vida del receptor cuando y como le da la gana.

—Al elegir a un compañero, asegúrate de que sea alguien con quien no solo quieras vivir sino también llegar al final de tus días.

—El mayor vacío se produce cuando algo o alguien que pensábamos que conocíamos nos engaña y nos demuestra que es otra cosa u otra persona.

—El sarcasmo es una daga afilada por el miedo.

—Cuando te haces mayor, descubres que tus hijos se han convertido en el marido que te gustaría olvidar, mientras que tus hijas guardan un parecido inquietante con la madre de la que huiste. La vida no es más que una serie de trucos extraños.

—No tengas miedo de tus hijos. Si te van a querer, lo harán porque sí, sin que tengas que consentirlos, y, si no te van a querer, es inútil que hagas nada.

—A la mayoría de nosotras, la vida nos da tres balas de plata y hay que reflexionar cuidadosamente antes de disparar cada una de ellas.

—De vez en cuando, una pequeña
vendetta
le sienta bien al corazón.

—¿Por qué los queremos mucho más de lo que ellos nos quieren a nosotras?

Me toca a mí.

—El exceso de dulzura siempre acaba en desesperación. Hay que encontrar el equilibrio entre lo dulce y lo salado. Conocí a una francesa que era cocinera en un pequeño restaurante en el pueblo de Poissy y solía frotar unos cuantos granos de sal gruesa sobre las puntas de las ciruelas o los higos con miel justo antes de introducirlos en el horno en una gran tarta. «La sal intensifica el dulzor» decía, lamiéndose los dedos como los gatos.

Después de que le toque el turno a Florì, no queda nada más que decir.

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