—¿Conoces a alguna pareja que se quiera como nosotros? —Sirve lo que queda del vino—. Me habría gustado crecer cerca de gente que se quisiera. Aunque no me quisieran a mí, me habría confortado saber que el amor existía.
—Ahora que lo dices, una vez conocí a una pareja que bien podría haber sido como nosotros. Hacía mucho que no pensaba en ellos, pero, cuando yo era pequeña, a mí me parecían personajes de cuento y quería ser como ellos.
—¿Quiénes eran?
—Eran criados: los cuidadores o puede que el ama de llaves y el encargado de un lugar en el sur de Francia, en el Languedoc, no muy lejos de Montpellier.
»Yo tenía doce años y una amiga de la escuela me invitó a pasar el mes de agosto con ella y sus padres en lo que ella llamaba "la finca". Quedaba justo a las afueras del pueblito de Roquefort-sur-Soulzon. Resultó ser una casa soberbia, más bien un
château
con torrecillas y hectáreas de jardines, nada que ver con el tipo de lugar que me había imaginado, pero había unas cuantas ovejas y una pequeña viña. Allí vivía esta pareja, Mathilde y Gerard, que nos cuidaban, a mi amiga y a mí, cuando sus padres se iban de excursión o a sus oficinas, algunos días de la semana. Creo que Isolde y yo debíamos de ser muy infantiles y no nos parecíamos en nada a las niñas de doce años de ahora. Representábamos obras de teatro con los vestidos largos y elegantes de su madre y nos leíamos la una a la otra
Fanny
y
César
tumbadas de espaldas al sol, cada una con una ramita de lilas sobre nuestro escaso pecho, para saborear mejor el perfume y suspirar y hacer tijera con las piernas y después derretirnos por la pasión que despertaban en nosotras.
»Recuerdo que Isolde me preguntó si me parecía que besar a un chico sería tan agradable como aspirar el olor de las lilas y yo le dije que ya sabía que no, porque Tommy Schmidt me había besado un buen rato, fuerte y más de una vez, y la sensación no era ni la mitad de agradable que el olor de las lilas. Con Mathilde hacíamos infinidad de tartaletas de melocotón y las rompíamos, cuando todavía estaban tibias, y echábamos los trozos irregulares en boles blancos y hondos de café con leche, vertíamos por encima nata líquida de unas botellitas de medio litro, les machacábamos la parte superior con el revés de nuestras grandes cucharas soperas y después nos comíamos el revoltijo azucarado y mantecoso, hasta que nos quedábamos sin aire, pesadas y somnolientas de lo bueno que era. Casi todos los días seguíamos a Gerard cuando iba a las cuevas calizas oscuras y húmedas que bordeaban los límites más lejanos de la finca a inspeccionar y girar las ruedas de queso de leche de oveja que había puesto a madurar. Algunas veces íbamos solas a las cuevas y hablábamos sobre la menstruación y sobre lo mucho que aborrecíamos a la hermana Mary Margaret, que parecía un reptil con un bigote muy negro, y no podíamos creer que Jesús la considerara novia suya. Sin embargo, el recuerdo más bonito que conservo de aquel agosto es la única noche que me quedé sola con Mathilde y Gerard. No recuerdo qué fue lo que pasó, pero creo que !solde tuvo que acompañar a sus padres a Montpellier y yo preferí quedarme.
»Mathilde y Gerard vivían en un apartamento en el tercer piso del
château
. Lo vi una vez, cuando nos invitaron, a Isolde y a mí, a tomar el té: era muy bonito, todo pintado de un verde claro helado, con flores y plantas por todas partes; pero, además, tenían otro espacio que usaban como residencia de verano y fue allí donde cenamos los tres aquella noche. Habían arreglado el interior de una de las cuevas como escondite y cuando Mathilde corrió la gruesa cortina de lona me sentí como si entrara en una casa de muñecas. La piedra era clara (parecía lavada con algo del color de las rosas) y además olía a rosas y era fresca, con un frío que casi hacía estremecer. Había una mesa de comedor y dos sillas, un pequeño fregadero de piedra y un sofá cama con una colcha de percal púrpura llena de flores marrones de raso. Había fruteros y cestas con melones, patatas y cebollas y tiestos de menta sobre las piedras y hasta encima del suelo de tierra, de modo que casi no quedaba espacio para moverse. La única iluminación, sinuosa y oscilante, procedía de velas dispuestas en un candelabro de plata, demasiado grande para la mesa, aunque a mí me pareció perfecto. Había una cocina en el exterior de la cueva: algo muy extraño que había hecho Gerard y de lo que se sentía muy orgulloso. Contenía un asador en el cual daba vueltas un pollo escuálido, cuyos jugos goteaban en una cacerola puesta debajo. En su único quemador hervía arroz a fuego lento.
»Observé a Mathilde mientras se preparaba para la cena. Después de quitarse la rebeca y colgarla en un perchero, se estudió en el espejo que estaba apoyado contra el fregadero de piedra. Se lavó la cara, el cuello y el escote y se enjabonó con una rebanada fina de jabón que cortó de una barra que guardaba en un estante, como si fuera pan. Se echó en la palma de la mano unas gotas procedentes de varias ampollitas, frotó el líquido con los dedos de la otra mano para calentarlo y después se lo fue aplicando, dándose palmaditas, sobre la piel recién restregada. "Aceites de rosas, de violetas y de flores de naranjo", me dijo. Se quitó de las orejas los pequeños aros de oro y se puso unos pendientes con cuentas que parecían diminutas arañas de cristal azul y se movían a cada paso que daba. Se soltó el pelo, lo peinó, volvió a trenzarlo, retorció las trenzas largas y finas en forma de espirales y las sujetó con horquillas de concha y se alisó la raya con el aceite dulce que le quedaba en las manos. Podría estar preparándose para bailar el vals con un rey o para cenar, porque creo que, para ella, habría sido lo mismo.
»Gerard hizo sus propias abluciones al aire libre, junto a la cocina, utilizando el agua que guardaban en lo que parecía una pila de agua bendita o una para pájaros, con grietas y desconchados, pero hermosa. Cuando él entró, se saludaron como si hubieran pasado semanas sin verse. Aquello no podía ser una representación: lo hicieron para sí mismos, el uno para el otro, y porque así lo hacían siempre. Me pareció estupendo que estuvieran tan absortos en su intimidad aun en mi presencia y que me dejaran verlo.
»Salvo por un trocito de pollo y un poco de arroz, unas cuantas aceitunas duras y arrugadas y lo que debían de ser sardinas (yo no las conocía en aquella época), no recuerdo todo lo que comimos, pero sí que recuerdo .la ceremonia de la cena: compartir cada cosa, el cambio de platos, el vino y la interminable presentación de bocaditos y sabores. Ella trajo a la mesa pequeños racimos de uvas y un tazón con agua en el que los sumergió uno por uno y después nos los ofreció. También había unos cuantos frutos secos salados y pasados por la sartén, galletas sacadas de una lata y azucaradas e higos secos cortados de la ristra que colgaba cerca de la cortina de lona. Hablamos y reímos. Ellos me contaron historias y yo también les conté las núas, las pocas que tendría para contar o que me habré atrevido a contarles, pero me gustaban los silencios con Mathilde y Gerard, que a mí me sonaban a sonrisas. Me gustaban muchísímo. En aquella habitación tan pequeña iluminada con velas, creo que fue la segunda vez en mi corta vida que pensé en cómo me gustaría ser de mayor. Aquella noche supe que quería ser como ellos y esta noche sé que quiero ser como nosotros. Quiero decir que he hecho lo que me he propuesto hacer y que ellos y yo pertenecemos (creo) a la misma tribu. Supongo que no importa que haya tenido que pasar la mitad de mi vida antes de conseguirlo.
—Tú me llevabas mucha ventaja —dice Fernando—. Nunca había conocido a nadie a quien quisiera parecerme antes de nosotros. En todo caso, creo que funciona así. No te puedes convertir en alguien que admiras, pero, si lo que admiras en otros es algo que ya llevas dentro, los demás lo pueden estimular, inspirar, arrancártelo, como la letra de una canción. ¿No te parece que es lo que hemos hecho cada uno con el otro?
—Pues sí, seguro que es lo que hemos hecho el uno con el otro.
—Pero, cuando eras una niñita, ¿nunca quisiste ser una estrella del
rock
, bailarina o, como mínimo, santa Catalina de Siena? ¿Nunca quisiste ser rica?
—Es que siempre pensé que era rica y, cuando me hice mayor, supe que era cierto. Sin embargo, por sobre todas las cosas, lo que quería era importar, quiero decir, importarle de verdad a alguien. Una vez, una sola vez. Todavía me entristece que la mayoría de la gente jamás, ni una sola vez, cenará como Mathilde y Gerard, sintiendo como ellos el alimento que les aportaban su comida, su vino y su amor.
—¿Sabes por qué eso es cierto, por qué la mayoría de las personas nunca tendrán algo así?
—Probablemente porque la sencillez es lo último que uno tiene en cuenta cuando busca como loco el secreto de la vida. Mathilde y Gerard tenían tanto porque tenían tan poco.
Son más de las once y ya sé que Barlozzo no se refería a esta noche cuando me dijo que hablaríamos después. Subimos con el calentador. Aquella genialidad rústica es una especie de farol metálico en el que se introducen las brasas; cuelga de un pequeño arco de metal y va adherido a una base de madera. Una vez montado todo, se coloca entre las sábanas, de modo que aparece un bulto en el territorio de la cama y, en un lapso aproximado de veinte minutos, la calienta lo suficiente para acoger a un príncipe veneciano aterido y a su consorte.
Coloco el aparato en el suelo y trepo a la cama preparada junto a Fernando, que me acerca a él, riendo con satisfacción por la comodidad que le brindamos el calentador y yo, y dice:
—Te advierto una cosa: esta noche no debes «descubrirme». No me gusta nada que me «descubras», que me quites el edredón.
En el idioma fernandino, «descubrir» significa «destapar». En realidad, a mí me gusta más «descubrir» en este contexto. Entre culturas distintas, el descubrimiento no acaba nunca.
«Entre las jaretas y los pliegues de hilo, ¿cuántas batallas y sueños habremos representado en el campo de esta cama? —me pregunto—. ¿Cuántas migas habremos dejado caer de los pequeños banquetes que hemos mordisqueado bajo el edredón? El aroma de algunas gotas vertidas de buen vino tinto y nuestros propios aromas. Las partes de la vida que han quedado sin decir en otros lugares se las confiamos a la cama.»
Abrazo al príncipe y el príncipe me abraza a mí. Desata la cuerda que sujeta los doseles que cuelgan de la estructura de cuatro columnas y la pesada tela roja cae a nuestro alrededor. Apretados en una tienda a la luz de una vela, estamos tumbados en el interior de una nube, revoloteando delante de la luna. Deshace los lazos de mi camisón, se apoya en el codo y me mira, mientras me recorre con los dedos.
—Recuérdame que pregunte por ahí dónde puedo conseguir leche fresca de burra una vez por mes, por favor —le pido más tarde con un hilo de voz, susurrado desde la oscuridad en la que hemos quedado sumidos después del chisporroteo lento y prolongado de la vela.
—Jesù
.
D
ICIEMBRE
H
A
V
ENIDO
A V
IVIR
A
L
E
STABLO
—La operaron hace casi dos meses y dentro de poco empezará el tratamiento posoperatorio tanto en el hospital de Perugia como en la clínica de Florencia. Los médicos dicen que la operaron a tiempo y que tiene muchas probabilidades de recuperarse del todo. Mientras tanto, sus amigos en Città della Pieve insisten para que se quede con ellos; así podrán cuidarla, llevarla a hacer los tratamientos y seguir su mejoría con los médicos. Para ella son como de la familia y comprenden que quiera estar aislada. Es toscana y una de las características de los toscanos es el derecho a encarar su propia vida y su propia muerte en privado.
Es la mañana siguiente y el rostro de Barlozzo es de granito roto, hecho de fragmentos que se han vuelto a pegar de cualquier manera. Está sentado a la mesa y habla de Floriana. Explica los hechos y presenta toda la información técnica, con lo cual no me queda nada por preguntar, salvo lo que sé que no me va a responder. Guardo silencio y dejo que me interprete.
—Fue ella la que decidió protegeros y no solo a vosotros dos, sino a todo el pueblo, pero, cómo no, alguien del hospital se lo dijo a alguien, que habló con alguien y la noticia no tardó en llegar hasta aquí. Además, vosotros conocéis a Floriana hace muy poco. ¿Cuánto hará? ¿Siete u ocho meses? —Mira a Fernando para confirmarlo—. No quería preocuparos, pero, sobre todo, creo que no se puede imaginar que llegue a convertirse en una carga para vosotros. —Esta vez solo me mira a mí—. Es que tú no eres la única a la que le cuesta creer que alguien la quiere de verdad. Llegado el momento, ella te dirá cómo le va. Mientras tanto, quiérela como ella necesita que la quieran, aunque tal vez no sea la forma en que tú necesitas quererla.
El duque lo ha dicho todo y ha atado todo el argumento él solito. Fernando hace algunas preguntas generales, a las que Barlozzo responde con frases de dos o tres palabras, como si de golpe estuviéramos haciendo horas extras. Es evidente que todo lo que añada a lo ya dicho es pura concesión.
«Es que tú no eres la única a la que le cuesta creer que alguien la quiere de verdad.» Repito sus palabras en mi cabeza y ellas evocan otras más antiguas. «Puedo hacer que te sientas querido, pero tú no puedes hacer que me sienta querida. Nadie puede hacerlo y, si lo intentas demasiado, echaré a correr. Después de todo, soy una fugitiva.» Antes de conocer a Fernando, este era mi sutra, uno de los aforismos que conservaba en mi reserva de viejos agravios. Tal vez yo también sea toscana y tal vez haya que serlo para reconocer a los demás y puede que por eso Barlozzo me conozca tanto como empiezo a conocerlo a él.
—¿Es eso lo que haces tú? —pregunto al duque—. ¿La quieres como ella necesita que la quieran o la quieres a tu manera? —Nada la plata en sus ojos como peces pequeños en el agua oscura y él sabe que no he terminado aún—. ¿Por qué nunca te has casado con ella?
Para librarse de mí, mira a Fernando, que entonces viene a sentarse a la mesa.
—¿Por qué no hablamos de esto en otro momento? —sugiere mi esposo.
—Quisiera hablar de esto. Quisiera hablar de esto tan pronto como pueda.
El duque intenta sonreír y abre la puerta para marcharse.
Fernando frunce el ceño y aviva el fuego y veo que no está contento de que haya interrogado a Barlozzo; sin embargo, por ahora, no tengo la intención de defender mi conducta ni a mí misma. Pienso que, si no puedo ver a Florì ni hablar con ella, le voy a escribir. Arranco las primeras páginas de una libretita con lomo de piel en la que había empezado a tomar notas para mi próximo libro. La había comprado en Arezzo, encantada por la aspereza del papel florentino, hecho a mano, que encuaderna su cubierta y por los rojos, los verdes y los dorados claros de la , virgen de Piero della Francesca que la adorna. A partir de ahora, esta será la libreta de Florì, en la que podré decirle lo que siento por ella o pienso de ella o de cualquier otra cosa que se me ocurra que le gustaría saber. Tal vez no se la dé nunca; en realidad, dudo que lo haga, pero que ella la lea no es lo que importa de la libreta de Florì.