No responde. Barlozzo no responde nunca, a menos que la pregunta le guste. Cambia de postura, como si la nueva lo volviera menos visible para mí. Sabe que siento, incluso veo, que tiene más que decir, pero él quiere acabar más de lo que quiere continuar. Bebe el coñac a sorbos.
Miro hacia fuera y observo que el día se entrega a la noche, envuelto en una postrera gran pila de fuego. Lo que veo despierta mi coraje y me arriesgo a entrometerme.
—¿Qué otra cosa te preocupa ahora?
—No es otra cosa: es el tiempo, que es villano, Chou. Ni siquiera me había dado cuenta de lo viejo que me había vuelto hasta que nos pusimos a organizar nuestro pequeño renacimiento del pasado. Cuando lo recojáis todo y os marchéis, porque eso será lo que hagáis, ¿volveré a pasarme las tardes jugando a las cartas con el pastor brasileño sobre el capó de su Saab? Hacía años que no recordaba lo bueno que puede ser un
castagnaccio
y más todavía que no me sentaba en el campo a mirar de verdad el cielo de noche. No me había dado cuenta de que había renunciado a todo mi misterio y, ¡maldición!, a casi toda mi rebeldía. ¿Sabías que la rebeldía es lo que nos mantiene optimistas? Sin nuestros secretos, nuestras rebeliones, nuestras pequeñas venganzas contra los demás o contra la misma liebre silvestre que se nos escapa tres días seguidos, contra el hambre, contra el propio tiempo… Si perdemos esto, nos quedamos sin voz. Estoy debilitado, agotado y, sin embargo, soy joven y ambicioso. ¿O será solo un recuerdo? He nacido y he sido hecho para una vida determinada que ya no existe. Vamos a ver: en realidad no quiero decir que haya desaparecido del todo. Algunos de los apetitos de la vida como solía ser persisten todavía, pero no es lo mismo. No puede ser lo mismo. Hay un vacío que acompaña a la abundancia. Es la misma
sprezzatura
, ese desprecio del que ya hemos hablado. La mayor parte del tiempo me siento vacío y embotado, como si solo me pudiera encontrar en el pasado. Soy mi propio ancestro. Estoy lleno de historia, pero no tengo presente. Me siento como si hubiese durado demasiado, mientras que otros no han durado lo suficiente.
No sé muy bien quiénes son esos otros que no han durado lo suficiente, pero sé que necesitaba decir todo esto, hacerlo salir del hoyo húmedo que tiene dentro y sacarlo a la luz, aunque sea por un minuto; de todos modos, se sigue aferrando a una parte de aquello: la más dura. El duque está sentado encima de algo, del mismo modo que un sardo se sienta sobre una piedra colocada junto al fuego en el que se cuece su comida. Entiendo que, por el momento, ya no hay nada más que decir sobre esta cuestión.
—¿Qué ha ocurrido desde la última vez que os vi? ¿Habéis modificado los límites de la· Toscana? —pregunta con una sonrisa ancha y falsa.
Fernando trae su carpeta con los programas y le entrega uno a Barlozzo, que lo lee lentamente, sin hacer ningún comentario, y vuelve a meterlo en la carpeta. La cierra. Mira a Fernando, después a mí y después otra vez a Fernando. Entonces sonríe con los ojos y sacude la cabeza, pero sigue sin abrir la boca.
—Allora
, ¿bueno? —pregunta Fernando.
Tampoco le gusta aquella pregunta. Hago otro intento.
—Oye, ¿te gustaría venir con nosotros al Val d'Orcia el fin de semana que viene? Vamos a probar uno de los programas, a seguirlo día a día, para ver cómo encaja todo.
—No, si tengo que ponerme esas zapatillas deportivas blancas que usan todos los estadounidenses. He llamado a Pupa y está asando faisanes. ¡Tengo un hambre! ¿Vosotros no tenéis hambre, chavales? —pregunta, como si el pan, el vino y la carne de ave pudieran llenar el vacío—. ¿
Aperitivi
en el bar a las siete y media?
Esta noche me siento más tapizada que vestida. Llevo una falda nueva que me he hecho con retales de telas de tapicería de mi casa de California. La falda es roja carmesí, aterciopelada y oscura y parecida al burdeos, antes de volverse marrón. Cuando corté los dobladillos de las cortinas de mi dormitorio porque eran demasiado largas, solo me quedaron trozos de cincuenta centímetros de largo, de modo que he armado una falda de anchos volantes superpuestos de terciopelo con un forro de tafetán. Es gruesa y calentita y queda bien con un jersey fino de color ladrillo. Con botas, una pañoleta y Opium, completo mi traje de invierno y ya estamos en una de las mesas largas de Pupa, que compartimos con un grupo de holandeses; nos cuentan que, desde hace veinte años, alquilan en noviembre la misma casa de labranza en la vecina Palazzone, pero, aun sin aquella presentación, creo que nos habríamos sentido cómodos todos juntos. Damos cuenta de una pila de b
ruschette
y, después, de una gran sopera de acquacotta, agua cocida: una hermosa sopa de
porcini
, tomates y hierbas aromáticas que Giangiacomo sirve a cucharones en el plato de cada comensal, sobre pan hecho a las brasas y un huevo perfectamente escalfado. Por encima del exquisito olor de los
porcini
y los vapores del tinto sincero, nos llega el acento medio germano de uno de los holandeses, que pregunta:
—¿Es que los toscanos beben vino en todas las comidas?
En aquel preciso instante entra Giangiacomo, llevando en alto dos fuentes inmensas, seguido de cerca por Pupa, con las mejillas sonrosadas por el éxito y gritando que matará a su nieto si derrama siquiera una gota de salsa. La multitud chilla, de modo que nosotros chillamos también, nos ponemos de pie y aplaudimos, como ellos, mientras que el duque se queda sentado, riendo, aunque solo un poco. Los holandeses son un público culinario exquisito y hacen muchas preguntas a Pupa sobre la manera de preparar los faisanes. Dice que ha asado las aves envueltas en hojas de col, que alrededor de cada una, por la mitad, ha puesto una loncha gruesa de panceta y que solo las ha pintado con su propio jugo, escaso pero sabroso. Sin embargo, debajo de los faisanes encontramos manzanas, asadas y aún enteras, aunque con la piel reventada, y el aroma de sus pulpas blandas perfuma el aire.
—La, col y la manzana —explica Pupa— mantienen húmeda la carne seca de las aves durante la cocción.
È un vecchio trucco
, un viejo truco para asar conejos, codornices y otras aves silvestres. El jugo dulce de las manzanas sobre las que descansan realza el sabor fuerte de la carne, mientras que el sabor ahumado del beicon se filtra por arriba.
Buono, no?
—Buono, si
—dicen los holandeses al unísono y, mientras la mesa se dedica a los faisanes, Barlozzo, con más ganas de entretenerse que de comer aves silvestres, repite la pregunta que habían formulado antes.
—¿De modo que quiere saber si los toscanos bebemos vino en todas las comidas? Vamos a ver cómo le responde Chou, aquí presente —dice, señalándome a mí, que estoy del otro lado de la mesa—, que también es
straniera
, extranjera.
Está rodeado por un público tan embelesado que su generosidad al cederme el uso de la palabra me resulta sorprendente y me complace aprovecharla.
—Diría que es difícil hablar de lo que bebe un toscano sin hablar de lo que come.
A los holandeses les gusta la introducción, que les brinda otra excusa para una ovación y para entrechocar los vasos.
—Lo que come a lo largo del día y de la noche —conntinúo— suele ser así. Al levantarse, toma un
caffè ristretto corretto con grappa
, que equivale a decir que, con la mano izquierda, vuelca la botella de aguardiente en una tacita que no contiene más de dos cucharadas de un
espresso
casi tan espeso como un jarabe, mientras con la mano derecha hace la señal de la cruz. Con tan solo este gesto, que también le sirve como plegaria matutina, vuelca en el café la dosis perfecta de grapa. Leche caliente y pan o coronas rellenas de mermelada completan el desayuno. Después, a eso de las nueve, al cabo de tres horas de trabajar en el campo, un vaso de vino tinto levanta el ánimo y hace buena compañía a un panecillo redondo y crujiente relleno de mortadela. A continuación, otro
espresso
y casi nada más hasta el mediodía, cuando le apetece un ligero
aperitivo
: Campari Soda, Aperol con un chorrito de vino blanco o hasta un Piosecco rápido. Al dar la una, se sienta a la mesa y le ponen un litro de tinto de la casa al alcance del brazo de beber. La principal comida del día es larga y variada, pero no se mide por cantidad. Un plato de
crostini
o uno de
salame
o un buen trozo de melón frío o una cesta de higos o un poquito de hinojo, cebollas o berenjenas braseados. A continuación, una sopa espesa o un plato dé alubias perfumadas con salvia, a veces las dos, antes de un guiso de conejo con aceitunas o ternera con alcachofas, tal vez
porchetta
, si es jueves. Siempre hay patatas asadas y espinacas u hojas de remolacha salteadas con ajo y guindillas. Después, beben una
grappina
, que literalmente quiere decir «un poquito de grapa», pero, como los toscanos no se toman al pie de la letra estas cosas insignificantes, la sirven en un vaso de agua y lo llenan hasta el borde, con fines digestivos, antes de
il
sacro pisolino
, la sagrada siesta.
»A las tres y media o las cuatro, un
espresso
y vuelta al campo o al granero para arreglar y construir proyectos hasta las siete. Se lava rápidamente la cara,
un colpo di pettine,
una peinada, se sube al camión y regresa al bar a tomar una o dos copas de vino blanco, un platillo de buenas aceitunas carnosas,
focaccia
, crujiente con cristales de sal marina y acompañada con una aceitera para echarle unas gotas de aceite por encima: un buen preludio para la cena. Sin embargo, cuando regresa a la mesa, vuelve a salir el vino tinto, aunque en menor cantidad, porque la cena es menos abundante que la mesa de la cosecha del mediodía: consiste solo en unas cuantas lonchas de
prosciutto
, cortadas a mano de la pata con forma de mandolina que, por comodidad, cuelga de lo alto en la despensa; tal vez unos escasos diez centímetros de embutido. Siempre hay pan cerca. A continuación, una sopa de
farro
o lentejas o
ceci
con unas tiras gruesas de pasta, cortadas toscamente, llamadas
maltagliati. Leggera
llaman a aquella sopa: ligera. Después, una
bistecca
que crepita en la parrilla al fuego, al otro lado de la habitación, o una pechuga de pollo estofada en la cocina con pimientos rojos y amarillos y un puñado de hojas de salvia. Un poco de ensalada. Una cuña pequeñita de pecorino. Una pera, pelada y con la pulpa jugosa y transparente cortada en trozos grandes, cada uno de los cuales se lleva a la boca en la punta del cuchillo. Una o dos galletas dulces y duras, acompañadas por unas gotitas de Vin Santo. Un breve reconstituyente servido de la botella de grapa para beber a sorbos con el último
espresso
del día. En total, un festín moderado.
He adornado muy poco —casi nada— la verdad al contar la historia y me premian con un aplauso amable y muchas repeticiones de
incredibile
en holandés. Creo que al duque le ha gustado oírme contar mis impresiones en italiano a los holandeses, que hablan el idioma en lo que él llama el «estilo de
sopravvivenza
», supervivencia, cuando podría haber hablado con mayor facilidad en inglés, ya que todos lo comprenden y lo hablan bastante bien. Desde luego, él lo considera una muestra de deferencia hacia él, en lugar de pensar que tal vez yo prefiera hablar en italiano. Tranquilos y absortos en sus copas, los holandeses hablan en voz baja entre ellos y comparan su cultura gastronómica con la toscana. Pupa sale de la cocina secándose las manos en el delantal, se sienta entre dos de ellos y pide a Giangiacomo que traiga más vino. Señala la escandalosa formación de botellas que hay en el extremo de la mesa y ríe. Dice que le encanta el ruido que hace de pronto el corcho cuando lo conducen hacia la libertad. Su madre le dijo una vez que descorchar el vino es como dar a luz a un bebé. A todos les gusta la metáfora, salvo a una embarazada oronda con la cabeza envuelta en gruesas trenzas rubias, que disimula su desagrado con una sonrisa.
Fernando nos hace un gesto con la cabeza a Barlozzo y a mí y los tres nos ponemos de pie, nos despedimos y nos dirigimos hacia el camión. Una gasa peltre cubre la luna. Los perros ladran y las hojas resecas y onduladas zumban en esta noche de noviembre. Como para concluir una frase que acabara de empezar, dice el duque:
—Lo que deberíais hacer es lo que ya estáis haciendo: cocinar para otros, como hace Pupa. Eso es mucho mejor que ir de aquí para allá llevando a rastras a un grupo de extranjeros, contándoles cosas que van a olvidar y llevándolos a sitios que, seguramente, les van a saber a poco después del crucero a Cozumel o de la vuelta por Disneyland. Quienquiera que tenga el alma sana y pasión por la aventura, por rrúnima que sea, será capaz de recorrer la Toscana a su manera. Escribid y cocinad, que es lo que os gusta hacer.
—Hablamos de tener un lugar propio. Lo hablamos todo el tiempo —dice Fernando.
—Puedo ayudaros a convencer a los Lucci para que modifiquen la estructura de uno de los anexos, instalen una cocina y dejen lugar para unas cuantas mesas. No hay que preocuparse por los permisos, porque vuestra casa ya está autorizada como
agriturismo
. No costará mucho ponerlo en marcha.
—¿Cómo es que nuestra casa ya es oficialmente un
agriturismo?
—pregunta Fernando.
—Otro gesto amable de las autoridades municipales con la nobleza. La
signara
Lucci solicitó fondos para pagar los gastos de rehabilitar vuestra casa y firmó unos papeles en los que ponía que se utilizaría para atraer turismo y para desarrollar actividades culturales, lo cual le permitió solicitar un préstamo del Estado por el que tiene que pagar menos. El sistema se llama
i patti territoriali a fondo perduto
, incentivos o préstamos territoriales a fondo perdido. ¿Nunca os habéis puesto a pensar por qué cada mes os pide que firméis el recibo del alquiler con un nombre distinto? Lo hace para disimular, por si viniera alguien a controlar sus registros. Según la ley, estáis viviendo en un hotel rural. Sin embargo, dirigir un hotel u organizar conciertos en el jardín sería demasiado complicado, de modo que se limita a cobraros en efectivo y bajo cuerda el alquiler de un edificio abandonado que se restauró y se arregló en parte con fondos del gobierno. Claro que la restauración también ha sido parcial. Todo este ardid es bastante frecuente por aquí.