Mil días en la Toscana (14 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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—Es que las cosas no son así —dice mientras regresamos a la casa—: Preparar conservas es como besar. Una cosa lleva a la otra y, sin darte cuenta, te encuentras rodeada de centenares de frascos y botellas que no sabes dónde meter y, en mi caso, sin nadie dispuesto a comerse todas las preciosidades que contienen. Igual que muchas otras cosas que solíamos hacer para sobrevivir, preparar conservas ya no tiene mucho sentido.

Me he sentado en los escalones de la terraza y, en silencio, me limito a elevar la mirada hacia ella, pensando en lo poco que la conozco.todavía, en lo poco que está dispuesta a contarme y en que, sin embargo, parece suficiente. Hace más de veinte años que es viuda, no tiene hijos, es ama de llaves y cocinera y trabaja cuatro días por semana para una familia de Città della Pieve. Vive en un apartamento pequeño y muy bonito —una
mansarda
, una buhardilla— en un palacete cercano a la iglesia. Ha nacido, se ha criado y ha vivido toda la vida aquí mismo, en el pueblo, y es cariñosa e indulgente con sus vecinos, aunque a menudo parece distinta de ellos: una extraña pelirroja acogida con simpatía por un rebaño benevolente. Esta virgen de Rafael es, tal vez, la mujer más bella que he visto jamás: tiene un rostro ovalado de ópalo, con una piel traslúcida como la de una mariposa, y cuando se sonroja le aparecen unas manchas coloradas que le dan aspecto de niña. Por las bromas que intercambia con Barlozzo, deduzco que es casi diez años más joven que él y que debe de andar por los sesenta. Él siempre la llama
ragazzina
, chiquilla, y ella le dice
vecio mio
, que, en dialecto, quiere decir «mi viejo».

Desde el día en que llegamos, cuando vi a Floriana de pie en el jardín con las manos en las caderas, dispuesta a ayudarnos en la mudanza, hemos tenido una relación muy bonita, llena de satisfacción. Pienso a menudo en aquella noche de julio, una parte de la cual la pasamos con los pies metidos en las fuentes termales, comiendo galletas a la luz de la luna. Desde entonces, algunos de los días que no trabaja viene de visita a última hora de la mañana a echar— , me una mano con lo que esté cocinando o con lo que tenga en el horno o se queda fuera a ayudar a Fernando a pasar el rastrillo o a barrer. Siempre tiene que estar ocupada, abriéndose camino en la vida, momento a momento. Mientras Fernando y yo vamos haciendo una cosa u otra, a veces ella se sienta arriba, en la salita del primer piso, frente al vestíbulo central, a coser junto a la ventana. Allí, contra una pared, hay una mesa enorme llena de decenas de fotos de mis hijos, de nuestra boda y de nuestros viajes. Dice que le gustaría conocer a mis hijos y siempre se queda mirando sus fotos un buen rato: levanta una, después otra y otra, sonríe y chasquea la lengua. Dice que Lisa se parece a Audrey Hepburn y que debería olvidarse de la universidad e ir a Hollywood. Le encantan los ojos de Erich y dice:


Lui è troppo tenero da vivere tra i volpi
. Es demasiado tierno para vivir entre zorros.

Según Fernando, es su manera de decir que le parece amable. Siente especial predilección por una de las fotografías de nuestra boda: una en la que doy la espalda a la cámara, mientras Fernando me ayuda a bajar de una góndola en un embarcadero. La acerca a la ventana, donde puede apreciar mejor los detalles, y siempre se la queda mirando un buen rato.

Florì nunca se queda mucho tiempo —tal vez una hora o algo así— y se niega rotundamente a quedarse a almorzar con nosotros o a comer o a beber nada. Creo que simplemente quiere estar aquí. De vez en cuando vamos a caminar juntas antes de que se haga de noche, pero nos encontramos por calculada casualidad, más que por haberlo planeado, en el camino que conduce a Celle. A Florì, que no es una gran conversadora, la reconfortan más las sonrisas que las palabras y tomarse de mi brazo al andar. Damos la cara al tiempo que haga, porque a las dos nos gusta en todas sus formas. Algunas veces llevo una bolsa de pastillas de regaliz, dos peras maduras o una naranja, pero Florì casi siempre tiene los bolsillos del jersey llenos de bomboncitos de chocolate envueltos en papel de plata azul, que nos repartimos como si fueran diamantes. Adopto sus costumbres, porque tampoco siento mucha necesidad de usar palabras. Aunque no llegáramos nunca a saber nada más la una de la otra que lo que habíamos averiguado aquel primer día, creo que seguiríamos siendo amigas. Sin embargo, las dos podemos ser amablemente curiosas con respecto a la otra y a veces nos hacemos preguntas con mucha franqueza. Ella quiere saber sobre Estados Unidos, en concreto sobre San Francisco, donde trabajé muchos años; dice que quiere atravesar a pie el puente Golden Gate y coger el transbordador a Sausalito y quedarse en cubierta en medio de la niebla, como vio hacer a una actriz en una película.

Le gusta la historia de cómo nos conocimos Fernando y yo y quiere que se la cuente otra vez y siempre me pide que repita alguna parte. Una vez le pregunté por Barlozzo y sobre el tiempo que hace que son una pareja y me respondió que en realidad nunca han sido una pareja en el sentido sentimental, sino que han sido amigos toda la vida y que siempre lo serían. Otra vez me dijo que, cuando aún era una niña, estaba
impazzita
, loca por él, pero que él nunca le hacía demasiado caso. Dice que él siempre fue
un lupo solitario
, un lobo solitario. Entiendo que, cuando sus respuestas no son demasiado extensas, eso no significa que una pregunta la ofenda sino, más bien —creo—, que la confunde, porque ni siquiera ella sabe cómo responder. Iluminada por el sol y rápidamente escondida por las sombras, la veo pero después dejo de verla: es un truco que usamos todos, aunque puede que, en su caso, no haya ningún truco, sino que solo se deba a que Florì es toscana.

—Vamos, Chou, que yo no soy una depositaria de las tradiciones a la que puedes tirar de la lengua como haces con Barlozzo. Él nunca os lo dirá, pero le encanta cogeros a los dos de la mano y llevaros a dar un paseo por el pasado. De una u otra manera, intenta hacer lo mismo con tantos de nosotros como se lo permitimos, pero, con vosotros dos y en particular con Fernando, me da la impresión de que piensa que está transmitiendo su legado, comunicando las anécdotas y, de algún modo, asegurándose de que su vida tenga sentido. Vosotros tres sois cómplices y la complicidad es una forma de amor, ¿no te parece? En cierto modo, él se comporta como un hombre enamorado. El resto de nosotros lo conocemos desde hace mucho tiempo. Los que son mayores que él piensan que todavía tiene mucho que aprender y los que somos más jóvenes pensamos que queremos algo más que el pasado… ¿O será algo menos? De todos modos, más jóvenes o más viejos, todos estamos cansados, en cierto modo; lo que lo vuelve loco es la novedad que vosotros representáis.

Para alejarse de sus reflexiones, cambia de tema con astucia:

—Lástima que no puedas pedirle a él que te ayude con las ciruelas y los tomates, porque las conservas son, probablemente, el único arte culinario que no domina. Sabe atravesar un cerdo y descuartizado, cortar los huesos de las patas para que el
prosciutto
se seque y quede firme y dulce; sabe hacer
salame
, morcillas y queso de cerdo y conservar en vinagre las orejas y la cola y hervir la grasa para hacer chicharrones. Lo he visto ensartar en una rama el corazón con hojas de salvia, asarlo al fuego y masticarlo y después decir que ya ha cenado.
Lui qualche volta e una bestia, altre volte, un principe
. Algunas veces es un animal y otras, un príncipe, pero siempre es bueno, Chou.
Barlozzo è buono come il pane
. Barlozzo es bueno como el pan.

Está haciendo todo lo posible por distraerme, pero es inútil. Toda aquella publicidad sobre los talentos y las virtudes de Barlozzo es superflua, no me hace falta. Ya estoy convencida de que es un ángel caído, con un pasado neolítico, romano, medieval y eduardiano. Sé que lo sabe todo, salvo preparar conservas de ciruelas y tomates.


Ciao, tesoruccio, devo andare. Ma, sai di che cosa hai bisogno? Un congelatore, bello, grande. Casi puoi conservare tutto quello che vuoi, anche tutte le prugne toscane
. Adiós, tesorito, me tengo que ir, pero ¿sabes qué necesitas? Un congelador grande para poder guardar dentro todas las ciruelas de la Toscana.

Por un momento pienso que habla en serio y estoy a punto de manifestar mi desacuerdo con semejante blasfemia, pero me doy cuenta de que lo ha dicho de broma, de modo que yo también río. Desciende la colina como una figura solitaria, dejándome de pie en medio de la borrasca, rodeada de toda aquella fruta a punto de echarse a perder. Barlozzo y Fernando están sentados a la mesa del comedor, dibujando. Inspirados por el que vieron en el jardín de Federico la noche de la cena de la vendimia, esta vez han decidido construir un muro cortafuegos. Lo único que hace falta para el proyecto son piedras y una superficie de tierra plana y aislada, donde las llamas no amenacen los árboles. Será un hoyo primitivo para la barbacoa, sobre el cual podremos asar a las brasas y, con uno de los artilugios de Barlozzo, colgar una olla y estofar lo que sea, desde aves hasta alubias, según él. El hornillo, una alternativa al horno de leña, no solo sirve para cocinar, sino también para calentarnos nosotros.

—Si no, empezaréis a decir que hace demasiado frío para estar al aire libre y os perderéis los atardeceres más hermosos del año. Viene un invierno largo e intenso y, cuando uno vive junto a la chimenea de la cocina, no tiene más remedio, pero ¿para qué adelantarlo? Y, si estáis dispuestos a renunciar de vez en cuando a vuestros manteles de hilo y vuestras velas, podéis sentaros bien cerca del fuego a cocinar y comer bajo las estrellas, como los pastores —dice.

Sabe que la imagen de los pastores me hará mella.

«Realmente está enamorado de nosotros», pienso, mientras lo escucho hablar de las espléndidas noches de otoño y de las chuletas de cerdo chorreando jugos con olor a ajo.

Tartamudea cuando habla de «nosotros» y lo cambia por «vosotros», porque no quiere imponer su presencia en estas fantasías deliciosas. Me gustaría que supiera que el «nosotros» es de lo más apropiado, porque Barlozzo ha llegado a ser muy importante para nosotros dos, aunque pienso que está más cerca de Fernando, a pesar de la parquedad de los dos. Creo que cada uno ve su propio reflejo en el otro. Fernando se da cuenta de que, al envejecer, podría haber liegado a ser como la parte de Barlozzo que está —¿o habría que decir «estaba»?— demasiado solo y siempre a punto de enfadarse. Barlozzo le ha proporcionado una visita dickensiana: la del espíritu de la Navidad futura. Y creo que el duque se ve a sí mismo de joven en mi esposo, sobre todo cuando Fernando manifiesta su voluntad con testarudez. Tal vez sea por eso que, seis veces por día, dice lo maravilloso que es que Fernando haya
scappato dalla banca
, escapado del banco. No sé por qué, pero creo que Barlozzo quiso huir de algo o de alguien hace mucho tiempo y, como no lo hizo, el duque entona loas a Fernando, que sí lo ha hecho.

Hay una
cava
, una cantera, a pocos kilómetros de distancia, por la carretera de Piazze. Según Fernando, allí podemos encontrar suficientes piedras para levantar un coliseo, pero Barlozzo le dice que seguro que alguien nos ve excavando por allí, se pregunta por lo que estaremos construyendo y vendrá a decirnos que lo estamos haciendo mal, un placer que —entendernos— Barlozzo quiere disfrutar en exclusiva.

—Vendrán de paseo, como hicieron cuando estábamos construyendo el horno, y tendremos que escuchar treinta opiniones sobre la mejor manera de colocar las piedras. Conozco un lugar en la Umbría en el cual el Tíber está bajo en esta época del año y podemos coger lo que necesitemos del fondo del río en unas cuantas horas. Además, ir hasta allí es un paseo hermoso —dice.

Por lo tanto, una tarde despejada cargamos nuestra carretilia y una bolsa con las herramientas antediluvianas del duque en la parte trasera de su camión y nos marchamos. Fernando comienza con su repertorio de Cole Porter.

—«Tú me haces algo que senciliamente me deja perplejo.»

Algunas noches, cuando subimos a sentarnos en la terraza del bar, Fernando y yo cantamos durante horas, mientras Barlozzo y sus compinches escuchan absortos, como si fuésemos una
troupe
itinerante que cantase canciones de Jacques Brel, aplauden y exclaman
bravi, bravi
, incluso cuando hacemos una pausa para pensar en cómo sigue la letra. El duque ha aprendido una o dos frases y canta con Fernando:

—«
Tell meee w-h-y should iiit be ah, you have the power-r-r- to hyp-notize eh meee…
»

Me vuelvo a mirarlo: está tan tieso corno un ahorcado y articula las palabras como nos las ha oído cantar. Un golpe fonético. Como pronuncia todas las vocales y separa todas las sílabas, va tres compases y medio por detrás de Fernando: el eco toscano de un veneciano que canta canciones de amor estadounidenses. El efecto es maravilloso.

Barlozzo me anima de un codazo a que cante yo también. Nuestros ruidos parecen impulsar el viejo camión y lo hacen volar por la carretera hasta Ponticelli, por la
autostrada
y después por el sendero sinuoso hacia Todi. Sea cual fuere la canción que cantemos Fernando y yo, Barlozzo entona la única línea que recuerda y encaja las palabras en las distintas melodías, siempre haciendo gorgoritos en la última nota hasta que se queda sin aire. Se diría que cantar envalentona al duque y despierta su curiosidad.

—¿Y cómo llamas al vestido que llevas puesto?
Mi sembra un avanzo dell'Ottocento
. Parece un resto del 1800 —me dice, arqueando las cejas en dirección a mi traje de otoño, que recientemente he adoptado en sustitución del vestido de las rosas rosadas y anaranjadas. Llevo botas de goma y una falda larga y ancha de franela negra, una falda de patinaje de Kamali ablandada a lo largo de, como mínimo, quince primaveras.

—Supongo que es cierto que tanto mi ropa como yo somos supervivientes de otras épocas.

Barlozzo reduce la velocidad y desvía el camión de la carretera hacia un tramo de tierra blanda, delante de un pinar. Bajamos las herramientas y la carretilla y cruzamos la carretera para ir a la ribera del río. Dejo las botas en la orilla. Me arremango la falda, anudo la mayor parte sobre mi cadera y entro descalza en el Tíber. El sol cae mezquino sobre mi espalda, el agua me congela los pies y, como si me hubiese metido en el Tíber toda la vida, me resulta familiar y chapoteo con las manos y los pies. Experimento una pequeña epifanía mientras, levantando mucho los pies, recorro los alrededor de ocho metros de río hasta la otra orilla y pienso una vez más en lo mucho que me gusta esta vida. Parece sustraída, en cierto modo, o como un premio: el primer premio por no esperar, por no esperar para chapotear en un río, porque, en lugar de prometerme que algún día iría a chapotear en un río, lo estoy haciendo ahora, ahora mismo, antes de que el destino o cualquier otro intruso pare para decirme que los planes han cambiado.

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