En nuestra etapa de cazadores-recolectores el lenguaje se hizo esencial para planificar las actividades de la jornada, educar a los niños, forjar amistades, advertir a los demás del peligro y sentarnos en torno al fuego después de cenar para contarnos relatos bajo el cielo estrellado. Con el tiempo inventamos la escritura fonética, que permitió trasladar los sonidos al papel y con ello, sólo con mirar una página, oír la voz de alguien dentro de nuestra cabeza (una invención tan difundida en los últimos milenios que apenas nos hemos parado a considerar lo sorprendente que es). En realidad, el lenguaje no es una forma de comunicación instantánea: cuando emitimos un sonido, creamos ondas que se desplazan por el aire a una velocidad finita. A efectos prácticos, sin embargo, sí lo es. Por desgracia, nuestros gritos no llegan muy lejos. Es sumamente difícil mantener una conversación coherente con alguien situado a sólo 100 metros de distancia.
Hasta hace relativamente poco tiempo la densidad de la población humana era muy baja. Apenas había razón para comunicarse con nadie a más de 100 metros de distancia. Fuera de los miembros de nuestro grupo familiar nómada, pocos se acercaban lo suficiente para comunicarse con nosotros. En las raras ocasiones en que esto sucedía, reaccionábamos por lo general de manera hostil. El etnocentrismo —la idea de que nuestro pequeño grupo, sea cual fuere, es mejor que cualquier otro— y la xenofobia —ese miedo al extraño que induce a «disparar primero y preguntar después»— se hallan profundamente arraigados en nosotros. No son en modo alguno privativos de nuestra especie; todos nuestros parientes simios se comportan de manera similar, al igual que muchos otros mamíferos. Estas actitudes están auspiciadas o, como mínimo, acentuadas por las cortas distancias a las que es posible la comunicación.
Cuando dos grupos humanos se mantienen aislados durante largos periodos de tiempo, uno y otro comienzan a evolucionar lentamente en direcciones distintas. Los guerreros del grupo vecino, por ejemplo, empiezan a lucir pieles de ocelote en vez del tocado de plumas de águila que, como todo el mundo sabe, es lo correcto, elegante y decoroso. Su lenguaje comienza a diferenciarse del nuestro, sus dioses tienen nombres raros y exigen ceremonias y sacrificios extraños. El aislamiento suscita diversidad, y tanto la baja densidad de población como el limitado radio de comunicaciones garantiza el aislamiento. La familia humana —originada en un pequeño enclave del África oriental hace unos pocos millones de años— se desperdigó, se separó y diversificó, y los otrora vecinos se tornaron extraños.
La inversión de esta tendencia —el movimiento hacia la confraternización y la reunificación de las tribus desperdigadas de la familia humana, la integración de la especie— ha tenido lugar sólo en tiempos recientes y gracias a los avances tecnológicos. La domesticación del caballo nos permitió enviar mensajes (y trasladarnos) a centenares de kilómetros en pocos días. Los progresos en la navegación a vela hicieron posible viajar a los más remotos rincones del planeta (aunque de forma todavía muy lenta: en el siglo XVIII hacían falta unos dos años para llegar por agua de Europa a China). Por aquel entonces, comunidades humanas muy alejadas entre sí podían enviarse embajadores e intercambiar productos de importancia económica. Sin embargo, para la gran mayoría de los chinos del siglo XVIII, los europeos no habrían resultado más exóticos de haber vivido en la Luna, y otro tanto puede decirse de los europeos respecto a los chinos. La integración y la desprovincialización auténticas del planeta requerían una tecnología que comunicase mucho más deprisa que el caballo o el barco de vela, que transmitiese información a todo el mundo y que fuese lo bastante barata para resultar accesible (al menos esporádicamente) al individuo medio. Semejante tecnología comenzó a hacerse realidad con la invención del telégrafo y el tendido de cables submarinos; se desarrolló sobremanera con la llegada del teléfono, que empleaba el mismo tipo de cables, y luego proliferó enormemente con la aparición de la radio, la televisión y los satélites de comunicaciones.
En la actualidad nos comunicamos de manera rutinaria e indiferente (sin detenernos siquiera a pensar en ello) a la velocidad de la luz. Pasar de la velocidad del caballo o del barco de vela a la de la luz supone multiplicar por casi cien millones. Por razones de física fundamental formuladas en la teoría especial de la relatividad de Einstein, sabemos que no hay forma de enviar información a velocidades superiores a la de la luz. En un siglo hemos llegado al límite. La tecnología es tan poderosa, y sus repercusiones tienen tan largo alcance, que nuestras sociedades aún no se han amoldado a la nueva situación.
Siempre que hacemos una llamada telefónica al otro lado del océano podemos advertir un breve intervalo desde que acabamos de formular una pregunta hasta que la persona con quien hablamos empieza a responder. Esa demora es el tiempo que necesita el sonido de nuestra voz para entrar por el teléfono, correr por los hilos conductores, alcanzar una estación transmisora, ser lanzado en forma de microondas hacia un satélite de comunicaciones situado en una órbita geosincrónica, ser enviado de vuelta a una estación receptora, correr otro tramo por los hilos, hacer vibrar un diafragma en el teléfono de destino (tal vez al otro lado del mundo) para crear ondas sonoras en un exiguo volumen de aire, penetrar en el oído de alguien, transmitir un mensaje electroquímico del oído al cerebro y, finalmente, ser entendido.
El viaje de ida y vuelta entre la superficie de la Tierra y el satélite es de un cuarto de segundo. Cuanto más separados estén el emisor y el receptor mayor será la demora. En las conversaciones con los astronautas de los
Apolos
en la Luna, la demora entre pregunta y respuesta era mayor. La razón es que el viaje de ida y vuelta de la luz (o de las ondas de radio) entre la Tierra y la Luna dura 2,6 segundos. Se necesitan 20 minutos para recibir un mensaje de una nave favorablemente situada en órbita marciana. En agosto de 1989 recibimos imágenes de Neptuno, incluidas sus lunas y sus anillos, tomadas por la nave
Voyager
2; eran datos que procedían de los confines del sistema solar y que, a la velocidad de la luz, tardaron cinco horas en llegar hasta nosotros. Fue una de las comunicaciones a mayor distancia efectuadas por la especie humana.
En muchos contextos, la luz se comporta como una onda. Imaginemos, por ejemplo, la que penetra en una habitación a oscuras a través de dos ranuras paralelas. ¿Qué imagen arroja en una pantalla tras las ranuras? Respuesta: una imagen de las ranuras, más exactamente, una serie de bandas paralelas (lo que los físicos llaman un «patrón de interferencia»). En vez de desplazarse como una bala en línea recta, las ondas se propagan desde las dos ranuras con ángulos diversos. Allí donde coinciden dos crestas, tenemos una imagen luminosa de la ranura: una interferencia «constructiva»; y allí donde coinciden una cresta y un valle, tenemos oscuridad: una interferencia «destructiva». Éste es el comportamiento propio de una onda. Observaríamos lo mismo tratándose de olas que atravesaran dos agujeros abiertos en la pared de un dique al nivel de la superficie del agua.
Sin embargo, la luz también se comporta como un chorro de diminutos proyectiles, denominados fotones. Así se explica el funcionamiento de una célula fotoeléctrica ordinaria (como las que se incorporan en cámaras y calculadoras). Cada fotón que incide hace saltar un electrón de una superficie fotosensible; muchos fotones generan muchos electrones, un flujo de corriente eléctrica. ¿Cómo es posible que la luz sea simultáneamente una onda y una partícula? Tal vez resulte más adecuado pensar en otra cosa, ni onda ni partícula, algo que no tenga equivalencia inmediata en el mundo cotidiano de lo palpable, y que en unas circunstancias comparta las propiedades de una onda y en otras las de una partícula. Esta dualidad onda-partícula constituye otro recordatorio de un hecho crucial que para nosotros es una cura de humildad: la naturaleza no siempre se somete a nuestras predisposiciones y preferencias por lo que estimamos cómodo y fácil de entender.
Ahora bien, a casi todos los efectos la luz es similar al sonido. Las ondas luminosas son tridimensionales, poseen una frecuencia, una longitud de onda y una velocidad (la de la luz). Pero, cosa sorprendente, no requieren para su propagación un medio como el agua o el aire. La luz procedente del Sol y de estrellas lejanas llega hasta nosotros a pesar de que el espacio intermedio es un vacío casi perfecto. En el espacio, los astronautas sin contacto por radio son incapaces de oírse aunque sólo los separen unos centímetros. No existe aire que transporte el sonido. Sin embargo, pueden verse perfectamente. Si quieren oírse tendrán que hacer que sus cascos se toquen. Extraigamos el aire de nuestra habitación y no conseguiremos oír a ninguno de los presentes quejarse a causa de ello, aunque no nos resultará difícil verlos agitarse y dar boqueadas.
La luz ordinaria y visible —aquella que captan nuestros ojos— tiene una frecuencia muy elevada, del orden de 600 billones (6 X 10
14
) de oscilaciones por segundo. Como la velocidad de la luz es de 30.000 millones (3 X 10
10
) de centímetros por segundo (300.000 kilómetros por segundo), la longitud de onda de la luz visible es aproximadamente de 30.000 millones dividido por 600 billones, es decir, 0,00005 (3 X 10
10
/ 6 X 10
14
—
0,5 X 10
-4
) centímetros, algo demasiado pequeño para poder verlo (suponiendo que fuese posible iluminar las ondas luminosas mismas).
Así como las diferentes frecuencias de sonido son percibidas por los seres humanos como distintos tonos musicales, las diferentes frecuencias de luz son percibidas como colores distintos. La luz roja tiene una frecuencia del orden de 460 billones (4,6 X 10
12
) de oscilaciones por segundo, y la luz violeta de 710 billones (7,1 X 10
12
) de oscilaciones por segundo. Entre ambas se encuentran los colores familiares del arco iris. Cada color corresponde a una frecuencia.
Como hicimos con la cuestión del significado de un tono musical para una persona sorda de nacimiento, podemos plantear la pregunta complementaria del significado del color para una persona ciega de nacimiento. De nuevo, la respuesta es una frecuencia determinada y única, que puede medirse con un dispositivo óptico y percibirse, si se quiere, como un tono musical. Una persona ciega puede distinguir, con el adiestramiento y el equipamiento adecuados, entre el rosa, el rojo manzana y el rojo sangre. Si dispusiese de la documentación espectrométrica necesaria sería capaz de distinguir más matices de color que el ojo humano no adiestrado. Sí, existe una sensación del rojo que las personas videntes perciben hacia los 460 billones de hercios. Pero no creo que tras esta sensación haya nada más. No existe ninguna magia en ello, por bello que resulte.
Igual que hay sonidos demasiado agudos y demasiado graves para que podamos oírlos, también existen frecuencias de luz, o colores, fuera de nuestro campo de visión, y que van desde las mucho más altas (cerca del trillón (10
18
) de oscilaciones por segundo para los rayos gamma) hasta las mucho más bajas (menos de una oscilación por segundo para las ondas largas de radio). Recorriendo el espectro lumínico, de las frecuencias más altas a las más bajas, podemos distinguir bandas amplias denominadas rayos gamma, rayos X, luz ultravioleta, luz visible, luz infrarroja y ondas de radio. Todas viajan a través del vacío, y cada una es una clase de luz tan legítima como la luz visible ordinaria.
Para cada una de estas gamas de frecuencia existe una astronomía propia. El cielo adquiere un aspecto diferente con cada régimen de luz. Por ejemplo, hay estrellas brillantes que resultan invisibles en la banda de los rayos gamma. Pero las enigmáticas explosiones de estos rayos, detectadas por observatorios orbitales al efecto son, sin excepción, casi completamente inapreciables en la banda de la luz visible ordinaria. Si contemplásemos el universo sólo en la banda visible —como hemos hecho durante la mayor parte de nuestra historia— ignoraríamos la existencia de fuentes de rayos gamma. Lo mismo puede decirse de las de rayos X, infrarrojos y ondas de radio (así como de las fuentes, más exóticas, de neutrinos y rayos cósmicos y, quizá, de ondas gravitatorias).
Estamos predispuestos en favor de la luz visible. Somos chovinistas en este aspecto, pues es la única clase de luz a la que nuestros ojos son sensibles. Ahora bien, si nuestro cuerpo pudiera transmitir y recibir ondas de radio, los seres humanos primitivos habrían conseguido comunicarse entre sí a grandes distancias; si ése hubiera sido el caso de los rayos X, nuestros antepasados habrían podido examinar el interior oculto de plantas, personas, otros animales y minerales. ¿Por qué, pues, la evolución no nos ha dotado de ojos sensibles a esas otras frecuencias lumínicas?
Cualquier material que escojamos absorbe la luz de ciertas frecuencias, pero no de otras. Cada sustancia tiene sus propias inclinaciones. Existe una resonancia natural entre la luz y la química. Algunas frecuencias, como los rayos gamma, son absorbidas de forma indiscriminada por todos los materiales. La luz emitida por una linterna de rayos gamma sería absorbida con facilidad por el aire a lo largo de su trayectoria. Los rayos gamma procedentes del espacio, que tienen que atravesar la atmósfera terrestre, quedan enteramente absorbidos antes de llegar al suelo. Por lo que respecta a los rayos gamma, al nivel de la superficie reina la oscuridad (excepto en torno a objetos tales como las armas nucleares). Si queremos ver rayos gamma procedentes del centro de la galaxia, debemos enviar nuestros instrumentos al espacio. Algo semejante sucede con los rayos X, la luz ultravioleta y la mayor parte de las frecuencias del infrarrojo.
Por otro lado, la mayoría de materiales absorbe mal la luz visible. El aire, por ejemplo, suele ser transparente a ella. Así pues, una de las razones de que veamos en la banda de frecuencias visible es que esta clase de luz atraviesa la atmósfera hasta llegar a nosotros. Unos ojos aptos para rayos gamma tendrían un uso muy limitado en una atmósfera opaca a éstos. La selección natural sabe hacer bien las cosas.
La otra razón de que percibamos la luz visible es que el Sol concentra casi toda su energía en esta banda. Una estrella muy caliente emite principalmente en el ultravioleta. Una estrella muy fría emite sobre todo en el infrarrojo. Pero el Sol, una estrella de temperatura media, consagra a la luz visible la mayor parte de su energía. Con una precisión notablemente alta, el ojo humano alcanza su sensibilidad máxima en la frecuencia correspondiente a la región amarilla del espectro, donde el Sol es más brillante.