Mirrorshades: Una antología cyberpunk (8 page)

Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
9.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Oh! ¡Sí! —dijo George. Los zumbidos y murmullos del sistema de aire acondicionado del traje, la estática de una radiación pasajera y su respiración acelerada dentro del casco, surgieron en ese momento por sus audífonos. Eran los propios sonidos de la situación, superpuestos a la agradable sensación de estar flotando. Su respiración se tranquilizó y desconectó la radio para eliminar la estática. Luego apagó el aire acondicionado para flotar en medio de un ensordecedor silencio. Entonces se convirtió en un punto blanco en la noche.

Al poco rato, un traje blanco con la cruz roja de los instructores en el pecho se movió por su campo de visión.

—¡Mierda! —dijo George y conectó la radio—. Lizzie, estoy aquí.

—George, no hagas gilipolleces. ¿Qué coño estabas haciendo?

—Sólo contemplaba el paisaje.

Esa noche soñó con rosados brotes de arbustos recortados contra un luminoso cielo púrpura. Y soñó también con el ruido de estática de la lluvia. Algo arañó su puerta y él se despertó con el característico olor depurado, propio de la maquinaria de una estación espacial. Sintió una profunda tristeza porque la lluvia nunca caería allí y se dio la vuelta para seguir durmiendo, esperando volver a soñar con aquel idílico paisaje bajo la lluvia. Luego pensó: «alguien está ahí fuera», se levantó, y, al comprobar por los números rojos en la pared que eran las dos de la mañana, se dirigió desnudo hacia la puerta.

Las esferas blancas formaban una línea de tristes halos de luz que se curvaba por el corredor. Lizzie estaba tumbada, sin moverse. George se arrodilló y la llamó por su nombre: su pie izquierdo hizo un ruido al golpear sobre el suelo metálico.

—¿Qué te pasa? —sus uñas, esmaltadas de un color oscuro, arañaron el suelo y ella dijo algo que él no entendió—. Lizzie —dijo él—. ¿Qué quieres?

Sus ojos captaron la roja gota de sangre entre las blancas curvas de sus pechos y sintió cómo algo se despertaba en él. Agarró la pechera de su mono y lo abrió de un tirón hasta la bragueta. Ella le arañó las mejillas e hizo ese sonido que tenía millones de años, luego levantó su cabeza y le miró. Una mirada de mutuo reconocimiento se cruzó entre ellos como una corriente eléctrica: ojos de serpiente.

Sonó el teléfono. George contestó y Charley Hughes le dijo:

—Ven a la sala de conferencias. Tenemos que hablar —Charley sonrió y colgó sin más.

En la pared se leía: «07: 18 GMT de la madrugada».

En el espejo apareció una cara gris con rojos arañazos y restos de sangre seca; la cara de la víctima de un accidente de coche o la de Jack el Destripador al día siguiente... No sabía por cuál decidirse, pero
algo dentro de él era feliz.
Se sintió como si fuera el juguete de la serpiente, irremediablemente fuera de todo control.

Hughes estaba sentado en un extremo de la oscura mesa de contrachapado. Innis en el otro y Lizzie entre ambos. El lado izquierdo de su cara estaba tumefacto y rojo, con un pequeño moratón bajo el ojo. George se tocó inconscientemente los lívidos arañazos de su mejilla, sentándose en un sillón fuera del círculo.

—El Aleph nos contó lo que pasó —dijo Innis.

—¿Cómo coño
lo sabe? —dijo George, pero mientras lo decía recordó los cóncavos apliques circulares de cristal en el techo de los pasillos y también de su habitación. Sintió vergüenza, culpabilidad, humillación, miedo, rabia. Se levantó del sillón y fue hacia el extremo de Innis—. ¿El Aleph lo vio todo? —preguntó— ¿Qué dijo de la serpiente, Innis? ¿Te dijo qué coño va mal?

—No es una serpiente —dijo Innis.

—Llámalo
gato
—dijo Lizzie—, si es que necesitas darle un nombre. Hábitos de mamífero, George, gatos cachondos.

Una voz familiar, tranquila y distante, salió de los altavoces del techo de la habitación.

—Ella intenta decirte algo, George. No hay serpiente. Quieres creer que hay una especie de reptil dentro de ti, frío y calculador, que disfruta con extraños placeres. Sin embargo, tal como el doctor Hughes ya te explicó, los implantes son una parte orgánica de ti mismo. Ya no puedes evadirte por más tiempo de tu responsabilidad por estos comportamientos. Ahora son parte de ti.

Charley Hughes, Innis y Lizzie le miraban quietos y expectantes. Todo lo que había estado pasando empezó a asentarse en él y le atravesó dejándolo completamente desorientado. Se dio la vuelta y salió de la habitación.

—Quizás alguien debería hablar con él —dijo Innis. Charley Hughes se quedó sentado, pensativo y sin decir palabra, envuelto en la nube de humo de su cigarrillo.

—Yo iré —dijo Lizzie. Se levantó y fue tras él.

Entonces Charley Hughes dijo:

—Probablemente tienes razón —una imagen flotante le hizo sacudir la cabeza: Paul Coen hinchándose como un globo y explotando en el compartimiento de acceso. La vio grabada con la terrible claridad de las omniscientes cámaras de vigilancia del Aleph—, Esperemos haber aprendido algo de nuestros errores.

El Aleph no respondió nada, era como si nunca hubiera estado allí.

El Miedo tiene dos etapas. Una, pierdes el control completamente. Dos, a continuación, tu
yo auténtico
surge, y
no te gustará nada.
George quería escapar, pero no había en la Estación Atenea ningún lugar donde esconderse. Aquí se encontraba cara a cara con las consecuencias. La mesa de operaciones de Walter Reed parecía ahora estar a miles de años de distancia, cuando el equipo de cirujanos se reunió a su alrededor, cuando sus dudas desaparecieron con aquel frío olor químico penetrándole en oleadas. Había aceptado someterse a la operación, tentado por la atractiva rareza de todo aquello (formar parte de la máquina, sentir sus vibraciones dentro de ti y poder guiarla), hipnotizado por la perspectiva de una indecible aceleración, de volar a esa altitud. Sí, la primera vez en el A-230 había sentido eso, sus nervios extendiéndose, conectándose al fuselaje de fibra de vidrio, unidos a una fuerza mucho mayor que la suya propia..., deseando atravesar el cielo guiado por la sola fuerza de su voluntad. Había sido sobornado por el dulce sueño de la tecnología...

Entonces alguien llamó con un seco golpe a la puerta. A través del intercomunicador, Lizzie dijo:

—Déjame pasar. Tenemos que hablar.

El abrió la puerta y preguntó:

—¿Sobre qué?

Ella entró, miró por la pequeña habitación de paredes color crema, el vacío escritorio metálico y el viejo catre, y George pudo adivinar en sus ojos la cercanía de la pasada noche; ambos juntos en esa cama, sobre ese suelo.

—Sobre esto —dijo ella. Tomó sus manos y empujó los dedos índices sobre las conexiones de los cables de su propio cuello—. Siente la diferencia —palpó la fina rejilla con sus dedos—. Nadie más sabe lo que significa. Nadie sabe lo que somos, lo que podemos hacer. Vemos un mundo diferente, el mundo del Aleph, podemos llegar más profundamente a nuestro interior, experimentamos impulsos que están ocultos para los demás, impulsos que ellos niegan.

—No, mierda, no era yo. Llámalo como quieras..., era la serpiente, o el gato.

—George, te estás comportando como un tonto a propósito.

—Simplemente no entiendo nada.

—Sí que entiendes, perfectamente. Quieres volver pero no hay a dónde ir. No hay Edén. Esto es lo que hay, todo lo que hay.

Pero podía caer hacia la Tierra, podía volar hacia allí en la noche. Dentro de los guanteletes del traje AEE sus manos estaban embutidas en los mandos con forma de garra. Cerrando ligeramente el puño y manteniéndolo durante un rato, todo el peróxido se acabaría y se agotaría el tanque de propulsión del traje. Eso sería suficiente.

No había sido capaz de vivir con la serpiente. Tampoco le gustaba el gato. Pero cuanto peor sería si no hubiera ni gato ni serpiente, sólo él, programado con formas particularmente repugnantes de glotonería y violenta lujuria, atrapado dentro de su miserable yo («Tenernos el resultado de sus tests, doctor Jeckyll»). «¡Eh!, ¿qué viene luego?, ¿acosar a niños, asesinato?» La Tierra blanquiazul, las estrellas, la noche. Tiró suavemente del mando con su mano derecha y giró para contemplar por última vez la Estación Atenea.

«Llamadlo como queráis, está vivo y coleando dentro de mí. Con su ira, su lujuria, su apetito.
A la mierda con todos ellos, George»,
se dijo, «a quemarse».

En el control de Atenea, Innis y Charley Hughes estaban mirando por encima del hombro del oficial de guardia cuando Lizzie entró. Como siempre que pasaba largo tiempo sin visitarlo, Lizzie se quedó sorprendida por lo reducido de la sala y su aspecto general de suciedad; habitualmente sólo la ocupaba el oficial a cargo. Las pantallas estaban apagadas y las consolas desconectadas. El Aleph dirigía la estación, tanto en rutina como durante las emergencias.

—¿Qué pasa? —preguntó Lizzie.

—Algo va mal con uno de tus nuevos amiguitos —dijo el oficial de vigilancia—. Aunque no sé qué pasa exactamente.

Se volvió hacia Innis, quien dijo:

—No te preocupes, colega.

Lizzie se dejó caer en una silla.

—¿Alguien ha intentado hablar con él?

—No contesta —dijo el oficial de vigilancia.

—Estará bien —dijo Charley Hughes.

—Va a reventar —dijo Innis.

El punto rojo en las coordenadas de la pantalla de radar apenas se movía.

—¿Cómo te sientes, George? —dijo una suave y reconfortadora voz femenina.

George luchaba con el impulso de abrir el casco «para ver las estrellas», pues parecía importante «poder ver su auténtico color».

—¿Quién es? —preguntó.

—Aleph.

¡Oh, mierda! ¡Más sorpresas!

—Nunca has tenido esa voz.

—No, porque intentaba adecuarme a la idea que tenías de mí.

—Bueno, ¿y cuál es tu verdadera voz?

—No tengo ninguna.

—Si no tienes una voz real, entonces no existes —eso le resultaba evidente a George, aunque por razones que se le escapaban—. Así que ¿quién coño eres?

—Quien tú quieras que sea.

«Esto resulta interesante», pensó George.
Gilipolleces,
le contestó la serpiente (ellos lo podrían llamar como quisieran; para George siempre sería la serpiente),
vamos a abrasarnos.

—No te entiendo —dijo George.

—Lo conseguirías si siguieras viviendo. ¿De verdad quieres morir?

—No, pero no quiero seguir siendo yo, y morir me parece la única alternativa posible.

—¿Por qué no quieres ser tú?

—Porque me asusta.

Una parte de George se dio cuenta de que éste era el típico diálogo entre el lunático y la voz de la razón. «Dios», pensó, «me he secuestrado a mí mismo».

—No quiero seguir con esto —dijo. Apagó la radio del traje y sintió cómo su rabia crecía en su interior, la serpiente furiosa al máximo.

«¿Qué problema tienes?», quiso saber. Realmente no esperaba una respuesta pero la obtuvo: una imagen en su cabeza de un cielo sin nubes, el horizonte girando, un caza de combate gris huyendo de su campo visual y el fuselaje de su avión temblando cuando los misiles salen, sus estelas dirigidas hacia el otro avión convirtiéndose en una bola de fuego. Detrás de la imagen, una idea nítida: «quiero matar a alguien».

«Vale.» George hizo girar el traje de nuevo y centró su mira de navegación en el globo blanquiazul que aparecía frente a él. Luego apretó los dispositivos de los dedos. «Mataremos a alguien.»

QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA.

Brotó una pregunta inarticulada, formulada por la cosa de su interior, pero George no le prestó atención: estaba absorto en lo que hacía, pensando: «nos vamos a quemar de verdad». Había acabado con todas sus oportunidades en el mismo momento en que dejó que le hicieran el implante, y ahora los dados se habían detenido:
ojos de serpiente,
así que todo lo que quedaba era elegir una forma rápida de morir, un bonito final; «jódete, serpiente».

Cuando la Tierra se aproximaba, la serpiente tomó el mando. No le gustaba lo que estaba pasando. George apagó los circuitos de comunicación uno a uno. No quería dejar que el Aleph tomara el control del traje.

George no vio venir el transporte-robot. Parecía un somier con los muelles reventados, cubierto con chatarra y con los desechos de un almacén y provisto de antenas parabólicas y telescópicas en su parte superior. Lanzó una docena de cabos de rescate a unos cien metros de distancia. Cuatro alcanzaron a George, tres de ellos se agarraron y, enrollándose, lo fueron arrastrando. Luego se dirigió a la Estación Atenea.

George sintió rabia, no por la serpiente, sino por sí mismo, y lloró por su ira y por su frustración... «La próxima vez acabaré contigo, hija de puta», le dijo a la serpiente, y pudo sentir cómo ella se replegaba. Ella le creía. A pesar de ello, su rabia creció y gritó, revolviéndose en los cables que le sujetaban, golpeándose el casco con los guantes.

Unos brazos articulados lo pasaron del transporte a la escotilla de entrada. Se dejó llevar, agotada su rabia, y los brazos se retrajeron introduciéndole hacia dentro, por la escotilla, hasta el depósito de los trajes. Allí lo colocaron en un colgador de aluminio. Vio a Lizzie a través del visor, vestida con ropa interior de algodón de una pieza. Ella esperaba encontrarlo en el exterior, todavía en el transporte. Subió hasta donde estaba el traje de George y lo manipuló para abrir por la mitad el rígido caparazón. Mientras se abría con el zumbido de los motores eléctricos, ella se volvió hacia una de sus mitades. Desconectó los interruptores de las piernas y brazos flexibles, soltó el casco y se lo sacó a George de la cabeza.

—¿Cómo te sientes?

«¡Qué pregunta más tonta!», estuvo a punto de decir George.

—Como un idiota.

—Esta bien. Ya has pasado lo más difícil.

Charley Hughes los observaba desde una pasarela por encima de ellos. Desde esa distancia, parecían niños en ropa interior blanca, gemelos saliendo de un útero de plástico, vigilados por los caparazones que colgaban encima. Gemelos incestuosos, pues ella se había acurrucado sobre él y le besaba en el cuello.

—No soy un mirón —dijo Hughes. Abrió una puerta y entró en el pasillo donde Innis le aguardaba.

—¿Cómo va todo? —dijo Innis.

—Parece que Lizzie todavía estará con él un buen rato.

—Sí, el jodido amor, ¿eh, Charley? Me alegro por ellos... Si no fuera por ese lazo erótico, nosotros tendríamos que ser los que le explicaran todo a él. Y te aseguro que ésa es la peor parte del numerito.

Other books

Lessons in French by Laura Kinsale
Fire Birds by Gregory, Shane