Misterio del gato comediante (6 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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Un hombre hallábase sentado ante un escritorio, de bruces sobre él, con la cabeza entre sus tendidos brazos. Junto a él había una taza, volcada en su platillo, con la cucharilla a poca distancia, sobre la mesa. Pippin contempló la escena, horrorizado.

Entonces, la luz de su linterna captó otro detalle. Apoyado en el suelo, había un gran espejo de pared, reflejando el haz de la linterna. En la pared inmediata veíase un enorme hueco, correspondiente al lugar de donde había sido retirado el espejo. Por lo visto, detrás de éste, se ocultaba una caja de caudales, pero, al presente, ésta hallábase vacía, con la portezuela abierta.

—¡Ladrones! —exclamó el agente Pippin—. ¡Un robo!

Pero, inmediatamente, reaccionó. Protegiendo su puño en varios dobleces de su descomunal pañuelo, lo asentó al cristal de la ventana. ¡El agente Pippin acababa de poner manos a la obra!

CAPÍTULO VI
SURGE UN MISTERIO

Naturalmente, los cinco muchachos ignoraban por completo la excitada noche vivida por el agente Pippin. Cuando éste rompió el cristal de la ventana de la fachada posterior del Pequeño Teatro, Pip y Bets estaba en el mejor de los sueños y Larry y Daisy escuchaban el boletín de noticias de las nueve antes de retirarse a descansar. Por su parte, Fatty hallábase en su habitación, probándose un nuevo accesorio para contribuir al buen éxito de sus disfraces, consistente en un par de pequeñas almohadillas para metérselas dentro de las mejillas y darles una apariencia gruesa.

«Las probaré mañana —pensó Fatty, con una sonrisa—. Me las pondré antes de desayunar para ver si alguien se da cuenta.»

Fatty se acostó preguntándose si el agente Pippin habría encontrado las pistas esparcidas por el pórtico y haciendo cábalas sobre cuánto tiempo habría aguardado el policía para sorprender la imaginaria entrevista. ¡Pobre Pippin! ¡Qué plantón le habían dado!

De haber sabido lo que sucedía, Fatty no se hubiera acostado tan tranquilamente aquella noche. En vez de ello, habría ido a merodear por el Pequeño Teatro, en busca de «pistas de verdad». Lo cierto es que, gastando una broma a Pippin, habíanle llevado al «lugar», al mismísimo «lugar», donde acababa de perpetrarse un robo. ¡Afortunado Pippin!

Al día siguiente, a la hora del desayuno, Fatty se puso el nuevo accesorio de caracterización. Las almohadillas abultaban la parte blanda de sus mejillas, haciéndole aparecer más gordinflón que nunca. Su padre, invisible tras su periódico, no pareció notar ninguna diferencia. De hecho, siempre había opinado que Fatty estaba demasiado rollizo. Pero su madre se desconcertó. Fatty parecía diferente. ¿Qué le daba aquel aspecto tan extraño? ¡Ah, claro! ¡Eran sus mejillas! ¿Por qué las tendría tan hinchadas?

—Federico, ¿te duelen las muelas? —preguntóle su madre, bruscamente—. Tienes las mejillas muy hinchadas.

—No, mamá —repuso Fatty—. Mis muelas están perfectamente.

—De todos modos, salta a la vista que no comes tanto como de costumbre, cosa extrañísima, y que tienes las mejillas hinchadas —insistió su madre—. Voy a telefonear al dentista para pedirle hora.

La cosa no podía ser más alarmante. A Fatty no le hacía ninguna gracia que el dentista andase hurgando sus dientes en busca de algún agujerito. Además, estaba seguro de que, aun cuando no encontrase ninguno, el dentista practicaría uno con aquel antipático instrumento llamado torno.

—Créeme, mamá —aseguró Fatty, desesperado—. No tengo ninguna caries. ¡Si lo sabré yo!

—Entonces, ¿por qué tienes las mejillas tan hinchadas? —inquirió su madre, que una vez iniciaba un tema de conversación ya no lo soltaba ni a la de tres.

Y volviéndose a su marido, le preguntó:

—¿«Crees» que Federico tiene las mejillas hinchadas?

El padre de Fatty levantó la vista del periódico y miróle distraídamente.

—Siempre ha estado demasiado gordo —masculló—. Come demasiado.

Luego, con gran alivio por parte de Fatty, continuó leyendo el periódico.

—Telefonearé al dentista inmediatamente después de desayunar —decidió la madre.

Presa de desesperación, Fatty metióse las manos en la boca y sacó de su interior las dos almohadillas. Pero, en lugar de alegrarse de que su hijo ya no tuviera las mejillas hinchadas, la dama gritó, indignada:

—¡Federico! ¿Cómo «puedes» portarte así? ¡Mira que sacarte comida de la boca con los dedos! ¿Qué te «ocurre» esta mañana? ¡Será mejor que te retires de la mesa!

Antes de que Fatty pudiera explicar lo de las almohadillas postizas, su padre lanzó una exclamación.

—¡Vaya, vaya! Escuchad lo que dice el periódico: «Anoche descubrióse que el empresario del Pequeño Teatro de Peterswood, Bucks, había sido narcotizado en su despacho y que la caja fuerte instalada a sus espaldas había sido abierta y desvalijada. La policía ha detenido ya a un sospechoso» .

Fatty se quedó tan pasmado al oír esto que, distraídamente, metióse las almohadillas en la boca, creyendo que eran pedazos de pan, y empezó a masticarlas. ¡No podía creer lo que acababa de escuchar! ¿Cómo era posible semejante cosa? ¡Él y los demás habían pasado casi toda la tarde merodeando por los alrededores del Pequeño Teatro sin ver nada en absoluto, salvo el gato pantomímico!

—¿Me dejas leer el suelto, papá? —rogó Fatty, preguntándose por qué estaría tan duro el pan que tenía en la boca.

De pronto, comprendió que no era pan. ¡Uf, qué asco! ¡Estaba masticando sus almohadillas! Lo peor era que no se atrevía a sacárselas de la boca otra vez por temor a que su madre volviera a acusarle de malos modales. ¡Qué contrariedad!

—No hables con la boca llena, Federico —reconvino su madre—. ¿Cómo se te ocurre pedir el periódico de tu padre? Ya lo leerás cuando él termine de hojearlo.

Afortunadamente, en aquel momento sonó, con gran oportunidad, el timbre del teléfono. Tras atender a la llamada, la doncella acudió en busca de la madre de Fatty, momento que Fatty aprovechó para sacarse de la boca las casi masticadas almohadillas y metérselas en el bolsillo, prometiéndose no volver a ponérselas a las horas de comer... El muchacho lanzó una anhelosa mirada al periódico de su padre. Éste habíale doblado de nuevo, y el suelto sobre el robo aparecía en el dorso, pero al revés. Fatty logró leerlo dos o tres veces. Su excitación iba en aumento.

¿Sería un «misterio»? Cabía la posibilidad de que no hubiesen echado el guante al verdadero sospechoso. En tal caso, los Cinco Pesquisidores podrían actuar por su cuenta sin demora. Comprendiendo que era incapaz de comer nada más. Fatty escabullóse discretamente de la mesa antes de que regresara su madre. Su padre ni siquiera se dio cuenta de su desaparición.

Sin pérdida de tiempo, Fatty corrió a casa de Pip. Larry y Daisy no tardarían en comparecer, pues habían acordado reunirse todos allí. Pip y Bets tenía una bella y espaciosa sala de recreo, donde nadie les estorbaba, ideal para celebrar aquellas entrevistas.

Pip y Bets no sabían una palabra de la gran noticia. Fatty les puso en antecedentes, con gran sorpresa por su parte.

—¿Qué? —exclamó Pip, excitadísimo—. ¿Que anoche se perpetró un robo en el Pequeño Teatro? ¿Sucedió mientras nosotros estábamos allí?... Ahí vienen Larry y Daisy. ¡Oye, Larry! ¿Sabéis la noticia del robo en el Pequeño Teatro?

Larry y Daisy estaban enterados de todo, incluso más que Fatty, porque Janet, su cocinera, conocía a la mujer encargada de la limpieza del Pequeño Teatro y había sabido algo a través de ella, que luego contó a sus señoritos, Larry y Daisy. Larry dijo que Janet estaba convencida de que los ladrones habían sido los dos vagabundos que había visto la otra noche al abrir la puerta de la cocina.

—¡Pensar que estuvimos todos allí anoche, papando moscas y perdiendo el tiempo miserablemente! —refunfuñó Fatty—. Y no fuimos capaces de ver nada. Estábamos tan atareados preparando pistas para el amigo Pippin que no nos dimos cuenta de que se estaba fraguando un verdadero delito en nuestras propias barbas.

—Janet asegura que la señora Trotter, la mujer que se ocupa de la limpieza del Pequeño Teatro, le ha contado que anoche la policía encontró al empresario de bruces sobre su escritorio, con la cabeza entre los brazos, dormido bajo los efectos de alguna droga... y detrás de él una caja fuerte desvalijada —explicó Larry—. Dicha caja hallábase instalada en la pared, oculta tras un espejo. La mujer agregó que, sin duda, la policía habíalo descubierto todo poco después de suceder.

—¿La policía? —exclamó Fatty—. Supongo que se trata del agente Pippin. ¡Cáscaras! ¡Pensar que le atrajimos allí, a aquel pórtico, llenando el lugar de falsas pistas, sin sospechar que le apostábamos justamente en el lugar donde iba a perpetrarse un robo! ¡Hay para volverse loco! ¡De haber merodeado un rato más por el lugar, es posible que «nosotros» mismos hubiésemos descubierto el misterio! En vez de ello, se lo hemos presentado en bandeja a la policía, o mejor dicho al agente Pippin, y ahora se apropiará del asunto y lo resolverá como cosa suya haciéndolo valer.

Sobrevino un triste silencio. Aquello era el colmo de la mala suerte.

—Me figuro que ahora Pippin creerá que todos aquellas colillas, el pañuelo y lo demás son verdaderas pistas, pertenecientes a los verdaderos ladrones —aventuró Bets, tras una larga pausa.

—¡Atiza, tienes razón! —profirió Fatty—. ¡Y se pondrá sobre una pista falsa! Es lamentable, muy lamentable. Veréis, no me importa gastar una broma a Goon o a Pippin, pero por nada del mundo quisiera entorpecer su labor o impedirles la captura de los ladrones. ¡Y no cabe duda que esas pistas nuestras le despistarán un poco!

—¿Insinúas que empezarán a buscar gente cuyo nombre empiece con «Z» y que irán a vigilar el tren del domingo? —interrogó Daisy, preocupada.

—Ni más ni menos —confirmó Fatty—. Bien, creo que lo mejor que puedo hacer es ir a ver a Pippin y confesárselo todo. No quiero que se ponga sobre una pista falsa y pierda el tiempo tratando de resolver un misterio imaginario teniendo uno auténtico de qué ocuparse. ¡Sopla! ¡Qué difícil será tener que contarle la verdad! Además, apuesto a que no querrá facilitarme ninguna información, resentido por nuestra broma. Podríamos haberla llevado muy lejos con él. En cambio, Goon es duro de pelar.

Todos sentíanse malhumorados. ¡Pensar que habían estropeado un estupendo misterio «de verdad» forjando uno de pega!

—Iré contigo a dar explicaciones a Pippin —propuso Larry.

—No —replicó Fatty—. Asumo toda la responsabilidad de lo ocurrido. Quisiera manteneros al margen del asunto, porque si a Pippin le da por ir a quejarse de nosotros, mis padres no lo tomarán muy en cuenta y en cambio los tuyos, Larry, pondrán el grito en el cielo. Y no hablemos de los de Pip: se lo tomarían por la tremenda.

—Como siempre —gruñó Pip.

Sus padres eran muy severos con él y Bets, y habíanse enojado mucho en las tres o cuatro ocasiones que el señor Goon había ido a quejarse de los chicos.

—No quisiera que se enterasen de nada —prosiguió Pip, cabizbajo—. El otro día mamá dijo que se alegraba de que estuviese fuera Goon, porque tal vez así no cometeríamos ninguna travesura estas vacaciones ni obligaríamos a Goon a presentar quejas contra nosotros.

—Iré a ver a Pippin ahora mismo —decidió Fatty, levantándose—. Lo mejor es quitarse de delante las cosas desagradables cuanto antes. Confío en que Pippin no se enojará mucho. Le tengo por un tipo simpático. A buen seguro, estará emocionado de enfrentarse con un caso como éste en ausencia de Goon.

El muchacho se alejó, seguido de «Buster», silbando a pleno pulmón para demostrar que no se arredraba ante nada. Pero, en realidad, Fatty estaba bastante preocupado aquella mañana. Sentíase culpable por todas aquellas pistas falsas. Se reprochaba haber perdido la oportunidad de trabajar en un caso con el agente Pippin. Éste era muy diferente de Goon. Parecía muy razonable, y Fatty estaba seguro de que habría acogido con agrado la colaboración de los muchachos.

Al llegar a la casa de Goon, donde se alojaba Pippin en ausencia del primero, Fatty observó, con sorpresa, que la puerta estaba abierta de par en par. El muchacho entró en busca de Pippin.

Procedente de la sala anterior, llegaba una recia voz. Fatty se detuvo en seco. ¡Era la voz de Goon! ¡«De Goon»! ¡Según eso, había vuelto! ¿Sería que iba a hacerse cargo del caso? ¡Cáspita!

Fatty permaneció inmóvil, indeciso sobre el partido a tomar. ¡No pensaba confesar a Pippin lo ocurrido en presencia de Goon! Hubiera sido una perfecta tontería. A lo mejor Goon le daba por ir a contárselo al inspector Jenks, el gran amigo de los muchachos, y Fatty presentía que el inspector no aprobaría la pequeña broma que habían gastado al confiado Pippin.

Saltaba a la vista que Goon estaba muy enojado. Casi a voz en grito, atacaba al pobre Pippin sin compasión. Fatty le oyó sin querer, mientras permanecía en el pasillo, indeciso entre quedarse o marcharse.

—¿Por qué no mandó usted a por mí en cuanto sorprendió a aquellos bergantes escondidos tras un arbusto? ¿Por qué no me advirtió lo de la nota rasgada? ¿No le dije que me avisara si ocurría algo? ¡Alcornoque! ¡Mastuerzo! ¡Pensar que en cuanto me voy de vacaciones se les ocurre sustituirme por un inútil como usted, que ni siquiera tiene el buen sentido de avisar a su superior cuando sucede algo!

Fatty resolvió marcharse... pero «Buster» decidió lo contrario. Reconociendo la voz de su viejo enemigo, el perrito lanzó un gozoso ladrido y, empujando la puerta de la sala con su negro hocico, ¡colóse de un brinco en la estancia!

CAPÍTULO VII
GOON... PIPPIN... Y FATTY

—¿Qué Hace aquí este perro? —exclamó Goon con voz estentórea—. ¿De dónde sale? ¡Lárgate ahora mismo! ¿Cómo te atreves a morderme los tobillos?

Fatty precipitóse al punto a la sala, temeroso de que Goon lastimara a «Buster». Pippin hallábase de pie junto a la ventana, muy alicaído. Goon estaba al lado de la chimenea, dando patadas a «Buster», mientras éste brincaba alegremente alrededor de sus pies.

—¡Vaya! —gruñó Goon al ver a Fatty—. ¿Conque tú también estás aquí? ¿Por qué instigas al perro contra mí? ¡Vive Dios! ¡La verdad es que sólo por no tener que tratar con ese alcornoque aquí presente, con este perrángano, ni contigo ya vale la pena pedir la jubilación del cuerpo de policía!

Fatty vio con espanto que el hombre tomaba el atizador del fuego y lo descargaba en el lomo de «Buster». El perrito lanzó un alarido de dolor. Abalanzándose a Goon, el muchacho le arrebató el atizador de la mano, pálido de ira.

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