Misterio En El Caribe (7 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Misterio En El Caribe
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Capítulo VII
 
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Por La Mañana En La Playa

Serían alrededor de las diez...

Evelyn Hillingdon salió del agua, tendiéndose en la dorada y caliente arena de la playa. Luego se quitó el gorro e hizo unos enérgicos movimientos de cabeza. La playa no era muy grande. La gente tendía a congregarse allí por las mañanas y alrededor de las once y media se celebraba una especie de reunión de sociedad.

A la izquierda de Evelyn, en un moderno sillón de mimbre de exótico aspecto, descansaba la señora de Caspearo, una hermosa venezolana. Cerca de ella se encontraba el anciano mister Rafiel, que era el decano de los huéspedes del «Golden Palm Hotel». Su autoridad pesaba en aquel medio, todo lo que puede pesar la dimanada de un hombre en posesión de una gran fortuna, ya anciano e inválido. Esther Walters cuidaba de él. Llevaba siempre consigo un bloc y lápiz de taquigrafía, por si acaso mister Rafiel se veía forzado a adoptar decisiones rápidas con relación a cualquier negocio, al tanto de los cuales se mantenía por correo y cable. A mister Rafiel se le veía increíblemente seco en traje de baño. Sus escasas carnes cubrían un esqueleto deformado. Parecía, sí, encontrarse al borde de la muerte, pero lo más curioso era que hacía ocho años que ofrecía aquel aspecto. Por lo menos, eso era lo que se afirmaba en las islas. Por entre sus arrugados párpados asomaban unos ojos azules, vivarachos, penetrantes. No había nada que le produjera más placer que negar lo que cualquier otro hombre hubiera dicho.

También miss Marple se encontraba por allí. Como de costumbre estaba sentada, haciendo punto de aguja. Escuchaba todo lo que se decía y de vez en cuando intervenía en las conversaciones. Solía sorprender entonces a los que charlaban porque éstos, habitualmente, ¡llegaban a olvidarse de su presencia! Evelyn Hillingdon la miraba indulgentemente, juzgándola una anciana muy agradable.

La señora de Caspearo se frotó sus largas piernas con un poco más de aceite. Era una mujer que apenas hablaba. Parecía disgustada con su frasquito de aceite, que utilizaba para broncearse.

—Éste no es tan bueno como el «Frangipanio» —murmuró entristecida—. Pero aquí no puede conseguirse aquél. Es una lástima —añadió, bajando la vista.

—¿Piensa usted bañarse ya, mister Rafiel? —le preguntó su secretaria.

—Me bañaré cuando esté preparado —replicó mister Rafiel secamente.

—Son ya las once y media —señaló la señora Walters.

—¿Y qué? ¿Es que cree usted que soy uno de esos tipos que viven encadenados a las manecillas del reloj? Hay que hacer esto dentro de una hora; hay que hacer aquello veinte minutos después... ¡Bah! Había transcurrido ya algún tiempo desde el día en que la señora Walters entrara al servicio de mister Rafiel. Naturalmente, había tenido que adoptar una línea de conducta. Ella sabía, por ejemplo, que al viejo le agradaba reposar unos momentos, después del baño. Por consiguiente, le había recordado la hora. Esto provocaba una instintiva rebeldía por su parte. Ahora bien, al final mister Rafiel tendría muy en cuenta la advertencia de la señora Walters sin mostrarse por ello sumiso.

—No me gustan estas sandalias —manifestó el viejo, levantando un pie—. Ya se lo dije a ese estúpido de Jackson. No me hace nunca el menor caso.

—Le buscaré otras, ¿quiere usted?

—No. No se mueva de ahí. Y procure estarse quieta. Me fastidia la gente que no cesa de correr de un lado para otro.

Evelyn se movió ligeramente sobre su lecho de arena, estirando los brazos.

Miss Marple, absorta en su labor —eso parecía al menos—, extendió una pierna, apresurándose a disculparse...

—Lo siento... ¡Oh! Lo siento mucho, señora Hillingdon. La he tocado con el pie.

—¡Bah! No tiene importancia —replicó Evelyn—. Esta playita se encuentra atestada de gente.

—Por favor, no se mueva. Colocaré mi sillón un poco más atrás, de modo que no pueda molestarla de nuevo.

Habiéndose acomodado mejor, miss Marple prosiguió hablando con su peculiar estilo infantil y la locuacidad de que hacía gala en ocasiones.

—Todo lo de esta tierra se me antoja maravilloso. Yo no había estado nunca, antes de ahora, en las Indias Occidentales. Siempre pensé que me quedaría sin ver estas islas... Y, sin embargo, aquí me tienen ustedes. Tengo que decirlo: gracias a la amabilidad de uno de mis sobrinos. Me imagino que usted conoce perfectamente esta parte del mundo. ¿Es cierto, señora Hillingdon?

—Había estado aquí un par de veces antes y conozco casi todas las islas restantes.

—¡ Ah, claro! Usted se interesa por las mariposas de esta región y también por las flores silvestres. Usted y sus... amigos, ¿no? ¿O bien son parientes?

—Amigos, nada más.

—Supongo que habrán viajado juntos en muchísimas ocasiones, debido a la comunidad de intereses...

—En efecto. Andamos unidos desde hace varios años.

—También me figuro que habrán vivido emocionantes aventuras.

—No crea —repuso Evelyn, hablando con una entonación especial, que delataba un leve fastidio—. Las aventuras quedan reservadas a otros seres. Evelyn bostezó.

—¿No ha tenido nunca peligrosos encuentros con serpientes venenosas y otros animales de la selva? ¿No se las han tenido que ver jamás con indígenas sublevados?

«En estos momentos debo parecerle a esta mujer una tonta», pensó miss Marple.

—Sólo hemos sufrido alguna que otra vez mordeduras de insectos —afirmó Evelyn.

—¿Usted sabía que el pobre comandante Palgrave fue mordido en cierta ocasión por una serpiente? —inquirió miss Marple.

—Desde luego, aquello era invención suya...

—¿De veras? ¿No le refirió el comandante nunca el episodio?

—Puede que sí. No recuerdo.

—Usted le conocía muy bien, ¿no?

—¿A quién? ¿Al comandante Palgrave? Apenas tuve relación con él.

—Siempre dispuso de un excelente repertorio de historias para contar.

—Era un individuo insoportable —opinó mister Rafiel—. No había quien aguantara a aquel estúpido. De haber cuidado de sí mismo como era debido no hubiera muerto.

—Vamos, vamos, mister Rafiel —medió la señora Walters.

—Sé muy bien lo que me digo. Lo menos que puede hacer uno es preocuparse por su salud. Fíjese en mí. Los médicos me juzgaron hace años un caso perdido. «Perfectamente», pensé. «Como yo poseo mis normas particulares para cuidar de un modo conveniente de mi persona, empezaré a atenerme estrictamente a ellas.» Como consecuencia de esto, aquí me tienen...

Mister Rafiel miró a su alrededor, orgulloso de sí mismo.

Verdaderamente, parecía un milagro que aquel hombre pudiese seguir viviendo.

—El pobre comandante Palgrave padecía de hipertensión sanguínea —declaró la señora Walters.

—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó, despectivo, mister Rafiel.

—Él mismo lo decía —aseguró Evelyn Hillingdon.

Ésta había hablado con un aire de autoridad totalmente inesperado. —¿Quién decía eso? —inquirió mister Rafiel—. ¿Se lo reveló a usted acaso?

—Alguien difundió esa noticia.

Miss Marple, que había provocado aquella conversación, quiso contribuir aportando algo.

—Palgrave tenía siempre el rostro muy encarnado —observó.

—De eso no puede uno guiarse —manifestó mister Rafiel—. La verdad es que el comandante Palgrave no padeció nunca de hipertensión. Así me lo hizo saber.

—¿Cómo? —preguntó la señora Walters—. No le entiendo. No es posible que nadie vaya por ahí, asegurando que
uno
tiene esto o lo otro.

—Pues eso es algo que ocurre a veces, señora. Verá... En cierta ocasión, habiéndole visto abusar del célebre «ponche de los colonos», tras una copiosa comida, le advertí: «Debiera usted vigilar su dieta y administrar o suprimir la bebida. A su edad es preciso pensar en la presión sanguínea.» Me respondió que no tenía por qué abrigar ninguna preocupación de ese tipo, ya que su presión era correcta, acorde con su edad.

—Pero es que, según creo, tomaba alguna medicina —aventuró con aire inocente miss Marple mediando de nuevo en la conversación—. Creo que consumía un medicamento llamado «Serenite», que es presentado en el mercado en forma de tabletas.

—En mi opinión —declaró Evelyn Hillingdon—, al comandante Palgrave no le gustó nunca admitir que podía padecer de algo, que podía estar enfermo. Debía ser uno de esos hombres que temen caer en el lecho, aquejados de cualquier mal, y se dedican a convencer a los demás —y a sí mismos—de que no les pasa nada, de que no les pasará nunca nada...

Tratándose de Evelyn, había sido un largo discurso. Miss Marple estudió atentamente la morena mata de sus cabellos, quedándose pensativa.

—Lo malo es que todo el mundo anda empeñado en averiguar las dolencias del prójimo —declaró en tono dictatorial mister Rafiel—. Se piensa, generalmente, que todos los que han rebasado los cincuenta años van a morir de hipertensión, de trombosis coronaria o de cualquier cosa así... Bobadas. Si un hombre me dice que está bien, ¿por qué he de imaginarme yo lo contrario? ¿Qué hora es? ¿Las doce menos cuarto? Debiera haberme bañado hace ya un buen rato. Pero, Esther, ¿por qué no prevé usted estas cosas?

La señora Walters no formuló la menor respuesta. Púsose en pie, ayudando a mister Rafiel a hacer lo mismo. Los dos fueron acercándose al agua. Esther avanzaba pendiente de él. Juntos entraron por último en el húmedo elemento.

La señora Caspearo abrió los ojos, murmurando:

—¡Qué feos son los viejos! ¡Oh, qué feos! Los hombres no debieran llegar a esas edades sino morir, por ejemplo, a los cuarenta años. O, mejor aún: al cumplir los treinta y cinco.

Acercándose al grupo, Edward Hillingdon, al cual había acompañado hasta allí Gregory Dyson, preguntó:

—¿Qué tal está el agua, Evelyn?

—Igual que siempre.

—¿Dónde para Lucky?

—No lo sé.

De nuevo miss Marple contempló con actitud reflexiva la menuda y oscura cabeza de Evelyn.

—Bueno, ahora voy a sentirme ballena por un rato —anunció Gregory.

Después de quitarse la camisa, saturada de polícromos dibujos, echó a correr playa abajo y una vez se hubo precipitado en el mar comenzó a nadar un rápido «crawl». Edward Hillingdon se quedó sentado en la arena junto a su esposa, a la que preguntó luego:

—¿Te vienes?

Ella sonrió, poniéndose el gorro nuevamente. Alejáronse de los demás de una manera menos espectacular que Gregory. La señora de Caspearo tornó a abrir los ojos...

—Al principio creí que esa pareja estaba en su luna de miel. ¡Hay que ver lo amable que es él con ella! Después me enteré de que llevan ocho o nueve años de matrimonio. Resulta increíble, ¿verdad?

—¿Dónde parará la señora Dyson? —preguntó miss Marple.

—¿Ésa que llaman Lucky? Estará en compañía de algún hombre.

—¿En serio que usted cree que...?

—¡Y tan en serio! —exclamó la señora de Caspearo—. Es fácil descubrir a qué grupo pertenece esa mujer. Lo malo es que la juventud se le ha ido ya... su esposo hace como que no ve nada. En realidad es que mira hacia otras partes. Llevaba a cabo alguna conquista que otra, aquí, allí, en todo momento.

—Sí —respondió miss Marple—. Usted tenía que estar bien enterada de eso.

La señora de Caspearo le correspondió con una mirada de profunda sorpresa. No había esperado tal andanada por aquella parte.

Miss Marple, no obstante, continuaba contemplando las elevadas olas con una expresión de completa inocencia en la faz.

—¿Podría hablar con usted, señora Kendal?

—Sí, naturalmente —contestó Molly.

Ésta se encontraba en el despacho, sentada frente a su mesa de trabajo.

Victoria Johnson, alta, esbelta, embutida en su blanco y almidonado uniforme, entró en el cuarto, cerrando la puerta a continuación. Había algo de misterioso en su porte.

—Me gustaría decirle a usted una cosa, señora Kendal.

—¿De qué se trata? ¿Marcha algo mal?

—No sé, no estoy segura... Deseaba hablarle del caballero que murió aquí, del comandante que falleció mientras dormía.

—Sí, sí. Habla.

—Había un frasco de tabletas en su dormitorio. El médico me preguntó por ellas.

—Sigue.

—El doctor dijo: «Veamos qué es lo que guardaba en el estante del lavabo.» Registró aquél. Descubrió polvos para los dientes, píldoras digestivas, un tubo de aspirinas y las tabletas del frasco llamado «Serenite».

—¿Qué más?

—El doctor las examinó. Parecía muy satisfecho y no cesaba de hacer gestos de asentimiento. Luego aquello me dio qué pensar. Las tabletas que él viera no habían estado allí antes. Yo no las había visto jamás en el estante. Las otras cosas, sí. Me refiero a los polvos para los dientes, las aspirinas, la loción para el afeitado... Pero ese frasco de tabletas de «Serenite» era la primera vez que yo lo veía.

—En consecuencia, tú crees que... —siguió Molly, confusa.

—No sé qué pensar ahora —dijo Victoria—. Imaginándome que aquello no estaba en orden, decidí que lo mejor era poner el hecho en su conocimiento. ¿Habló usted con el doctor? Tal vez eso posea algún significado especial. Quizás
alguien
colocara las tabletas allí, con objeto de que el señor comandante se las tomara y muriese.

—¡Oh! No puedo creer que haya sucedido nada de todo eso —opinó Molly.

Victoria movió la cabeza.

—Nunca se sabe... La gente hace verdaderas locuras.

Molly se asomó a la ventana. El lugar venía a ser, en pequeño, un trasunto de paraíso terrenal. Brillaba el sol en las alturas; sobre un mar azul inmenso, con sus arrecifes de coral... Por esto, por la música y el baile, casi continuo allí, el hotel era un Edén. Pero hasta en el Jardín del Edén había habido una sombra, la sombra de la Serpiente. «La gente hace verdaderas locuras.» ¡Oh, cuan desagradable era oír estas palabras!

—Haré indagaciones, Victoria —explicó Molly, muy seria, a la nativa—. No te preocupes. Y sobre todo no vayas a dedicarte ahora a esparcir por ahí rumores estúpidos, carentes de todo fundamento.

Entró en el despacho Tim Kendal. Victoria se despidió... Hubiera preferido quedarse con el matrimonio.

—¿Sucede algo, Molly?

Ésta vaciló... Pensó luego que Victoria podía ir en busca de su marido para contárselo todo. Le refirió lo que la chica indígena le había contado.

—No acierto a comprender este galimatías... ¿Cómo eran esas tabletas?

—En realidad no lo sé, Tim. El doctor Robertson dijo, cuando vino, que serían para combatir la hipertensión.

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