Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—La idea es correcta... Quiero decir que como Palgrave tenía la tensión alta, lo lógico es que tomara una medicina adecuada. Hay mucha gente en su caso. Lo he podido ver yo mismo.
—Sí, pero... Victoria parece pensar que el comandante murió a consecuencia de haber ingerido una de las tabletas.
—¡Oh, querida! No dramaticemos ahora. ¿Quieres darme a entender que alguien pudo sustituir el medicamento por una sustancia envenenada que en cuanto a su presentación fuese igual?
—Expuestas así las cosas suenan a absurdo —contestó Molly en tono de excusa—. Sin embargo, es preciso hacer hincapié en un hecho: eso es lo que cree Victoria.
—¡Qué estúpida! Podríamos preguntarle al doctor Graham por ello. Supongo que estará bien enterado. Pero es una tontería. No vale la pena molestarle.
—Eso mismo pienso yo.
—¿Qué diablos le habrá llevado a pensar a esa chica que alguien pudo sustituir las tabletas por otras? Bueno, aprovecharían el mismo frasco, ¿no?
—No sé. ¿Cómo quieres que lo sepa, Tim? —dijo Molly, desconcertada—. Victoria asegura que no había visto nunca en la habitación de Palgrave un frasco de «Serenite» antes de la muerte de nuestro huésped.
—¡Tonterías! —exclamó Tim Kendal—. El comandante tenía que tomar sus tabletas para que su tensión fuese la normal. Tras haber pronunciado estas palabras, Tim, muy animado, se marchó en busca de Fernando, el
maître d'hotel.
Pero Molly no acertaba a desentenderse de aquello con tanta facilidad. Tras los ajetreos de la hora de la comida le dijo a su esposo:
—Tim... He estado pensando... Es posible que Victoria hable por ahí de lo que me ha dicho. Debiéramos consultar con alguien ese detalle.
—¡Mi querida niña! ¡Aquí estuvieron Robertson y los suyos. Lo miraron todo, no les quedó nada por ver e hicieron cuantas preguntas consideraron oportunas sobre la cuestión.
—Sí, pero ya sabes con qué facilidad esas muchachas tergiversan las cosas...
—¡Está bien, Molly, está bien! Te diré lo que voy a hacer: veremos a Graham ahora. Él estará perfectamente informado.
Fueron en busca del doctor, a quien encontraron en su habitación, leyendo. Nada más entrar en la misma, Molly recitó su historia. Sus palabras sonaron algo incoherentes y entonces medió Tim.
—Parece una tontería —dijo—, pero, por lo que yo he podido comprender, a esa joven se le ha metido en la cabeza la idea de que alguien cambió por otras venenosas las tabletas de «Sera...», bueno, como se llame el medicamento.
—¿Y por qué ha de pensar así? —inquirió el doctor Graham—. ¿Es que ha visto u oído algo especial, que abone tal suposición?
—No sé —murmuró Tim, desorientado—. ¿Dijo la muchacha alguna cosa sobre la probable existencia de otro frasco distinto, Molly?
—No. Ella se refirió en todo momento a aquél rotulado con sólo la palabra «Sebe...», «Seré...». ¿Cómo es, doctor?
—«Serenite» —replicó Graham—. Se trata de un medicamento muy conocido. Palgrave, seguramente, lo tomaba con regularidad.
—Victoria afirmó no haber visto nunca en el lavabo del comandante una medicina como aquélla.
—¿De veras? —preguntó Graham, sorprendido—. ¿Y qué desea significar con eso?
—Victoria afirma haber visto muchas cosas en el estante del lavabo. Ya puede usted imaginarse cuáles: polvos dentífricos, aspirinas, alguna loción para el afeitado... Yo creo que la chica las ha enumerado todas. Supongo que estaba habituada a limpiar los envases y que llegó por tal motivo a aprenderse los nombres de memoria. Ahora bien, el frasco de «Serenite» sólo lo vio después de la muerte de Palgrave.
—¡Qué raro! —exclamó el doctor Graham—. ¿Está segura de eso? El tono con que había hecho esta pregunta extrañó mucho a los Kendal. No habían esperado que el doctor adoptara aquella actitud...
—Victoria parecía estar muy segura de sí misma al formular su observación —contestó Molly hablando lentamente.
—Estimo que lo más pertinente es que yo hable con esa chica —manifestó el doctor Graham.
Victoria se mostró muy satisfecha al serle deparada aquella oportunidad de referir lo que había visto. Sin embargo, declaró:
—No quiero que me metan en ningún lío, ¿eh? Yo no fui quien puso el frasco en el estante. Tampoco conozco a la persona que pudo haberlo hecho.
—Pero usted está convencida de que alguien hizo eso, ¿verdad?
—Es natural, doctor, ¿no comprende? Alguien tuvo que colocar el frasco en el sitio indicado si antes no se encontraba allí.
—Podía haber sucedido que el comandante Palgrave lo hubiese guardado siempre en uno de los cajones de la cómoda, en un maletín... Victoria movió enérgicamente la cabeza, denegando.
—Es improbable que procediese así, si tomaba la medicina con regularidad.
Graham aceptó aquel razonamiento de mala gana.
—Esas tabletas suelen tomarlas los que sufren de hipertensión varias veces al día. ¿Nunca le sorprendió usted en un momento semejante?
—El frasco de que le he hablado no estuvo nunca en el estante que yo limpiaba a diario. Me puse a pensar... Posiblemente esas tabletas tienen alguna relación con la muerte del comandante. Quizás estuvieran envenenadas. Un enemigo suyo pudo haberlas puesto a su alcance para deshacerse de él.
El doctor, convencido, replicó:
—Tonterías, muchacha, tonterías.
Victoria parecía muy afectada.
—Usted ha dicho que esas tabletas eran de un medicamento, que venían a ser un remedio... —La muchacha hablaba ahora denotando ciertas dudas—.
—Y un remedio excelente. Lo que es más importante todavía: imprescindible —aclaró el doctor Graham —. No tiene usted por qué preocuparse, Victoria. Puedo asegurarle que esa medicina no contenía nada nocivo. Era precisamente lo más indicado para un hombre que sufría de hipertensión. —Creo que me ha quitado usted un peso de encima —respondió Victoria, mostrando sus blanquísimos dientes, en una atractiva sonrisa.
En compensación, el doctor Graham había cargado con él. La débil inquietud que le había atormentado al principio se hacía ahora casi tangible.
—Este hotel no es ya lo que era antes —dijo mister Rafiel, irritado, al observar que miss Marple se acercaba al sitio en que él y su secretaria se habían acomodado—. No puede uno dar un paso sin tropezar con alguien. ¿Qué diablos tendrán que hacer estas viejas damas en las Indias Occidentales?
—¿Adonde sugiere usted que podrían ir? —le preguntó Esther Walters.
—A Cheltenham —replicó mister Rafiel sin vacilar—. O a Bournemouth. Y si no a Torquay, o a Llandudno Wells... Creo que tienen donde elegir, ¿no? En cambio, les gusta venir aquí. En este lugar se sienten a sus anchas, por lo que veo.
—Visitar una isla como ésta en que vivimos es un privilegio reservado a pocas personas. Hay que aprovechar la ocasión cuando se presenta —arguyó Esther—. Todo el mundo no dispone de tantos medios económicos como usted.
—Eso es verdad —convino mister Rafiel—. Olvídese de lo que he dicho... Bueno, aquí me tiene usted, hecho una masa de dolores. Y no obstante, me niega cualquier alivio. Aparte de no trabajar absolutamente nada... ¿Por qué no ha pasado ya esas cartas a máquina?
—No he tenido tiempo.
—Pues ocúpese de eso, ¿quiere? La traje aquí para que trabajara. Todo no va a ser tomar tranquilamente el sol y exhibir su figura.
Cualquiera que hubiese oído a mister Rafiel habría juzgado sus observaciones intolerables. Pero Esther Walters trabajaba a sus órdenes desde hacía varios años y le conocía bien. «Perro que ladra no muerde», reza un refrán, y la señora Walters sabía que tal refrán era perfectamente aplicable a su jefe. Mister Rafiel se sentía aquejado de continuo por múltiples dolores y sus ásperas palabras venían a ser para él una válvula de escape. Dijera lo que dijera, su secretaria permanecía imperturbable.
—Qué hermosa tarde, ¿verdad? —comentó miss Marple, deteniéndose junto a los dos.
—¿Y cómo no? —preguntó con su brusquedad tan habitual el viejo—. ¿No es eso lo que hemos venido a buscar todos aquí? Miss Marple dejó oír una leve risita.
—¡Oh, mister Rafiel! ¡Qué severo se muestra usted siempre! No olvide que el tiempo para los ingleses es un tema muy socorrido de conversación... ¡Vaya! Me he equivocado de ovillo.
Miss Marple depositó su bolso sobre una mesita próxima y echó a andar a toda prisa en dirección a su «bungalow».
—¡Jackson! —chilló mister Rafiel.
El ayuda de cámara acudió en seguida.
—Llévame al «bungalow» —le ordenó el anciano—. Quiero que me dé masaje ahora, antes de que vuelva esa charlatana por aquí. Claro que por eso no me voy a sentir mejor... —añadió con su sequedad de costumbre.
Jackson, con sumo cuidado y no poca habilidad, ayudó a mister Rafiel a ponerse en pie. Unos minutos después, ambos hombres se perdían en el interior de la casita.
Esther Walters se había quedado mirándole. Luego volvió la cabeza. Miss Marple regresaba, portadora de un ovillo de lana de otro color, sentándose a su lado.
—Espero no molestarla —dijo mirando a la secretaria de mister Rafiel.
—De ningún modo —respondió Esther—. Dentro de poco habré de marcharme porque tengo que pasar unas cartas a máquina, pero quiero disfrutar todavía de unos minutos más de sol.
Miss Marple comenzó a hablarle, aprovechando el primer pretexto que se le ocurrió. Entretanto, estudió atentamente a su oyente. No era ésta una mujer deslumbrante, pero podría resultar atractiva, si se lo propusiera. Miss Marple se preguntó por qué razón no lo intentaba. Tal vez fuera porque a mister Rafiel le hubiese disgustado eso. Ahora bien, miss Marple estaba convencida de que a ella el anciano le tenía completamente sin cuidado. Había que pensar en otra cosa... En efecto, aquel viejo vivía tan pendiente de sí mismo, que en tanto se viera atendido no le importaba nada, seguramente, que su secretaria se ataviase, por ejemplo, como una hurí del Paraíso mahometano. Por otro lado, mister Rafiel se acostaba normalmente muy temprano. Durante las horas de la noche, los días en que había baile, Esther Walters podía haberse revelado a todos como una mujer nada desdeñable, en una versión moderna y parcial de la famosa Cenicienta... Miss Marple pensó en todo esto, mientras relataba a la dama su visita a Jamestown.
Hábilmente, luego, enfocó la conversación sobre Jackson, en relación con el cual, Esther Walters se mostró muy vaga.
—Es muy competente —manifestó—. Se ve en él un masajista muy experimentado.
—Imagino que hace ya mucho tiempo que trabaja para mister Rafiel...
—¡Oh, no! Unos nueve meses todo lo más, me parece.
—¿Es casado? —se aventuró miss Marple a preguntar.
—¿Que si es casado? No creo —respondió Esther, ligeramente sorprendida—. Nunca dijo si...
La señora Walters hizo una pausa, agregando después:
—Por supuesto que no. Vamos, eso me atrevería a afirmar yo al menos.
Miss Marple dio a estas palabras la siguiente interpretación: «Sea lo que sea, no se comporta como si fuese un hombre casado.»
Pero... ¡Tantos hombres corrían por el mundo conduciéndose como si no fueran maridos! Miss Marple hubiera podido traer a colación una docena de ejemplos.
—Es un hombre de muy buen aspecto —observó pensativa.
—Sí, sí... —declaró Esther con indiferencia.
Miss Marple estudió a su interlocutora con atención. ¿Habrían dejado de interesarle los hombres? ¿Pertenecería Esther a ese tipo de mujeres que se interesan tan sólo por un hombre? Le habían dicho que era viuda.
—¿Hace mucho tiempo que trabaja usted para mister Rafiel? —le preguntó.
—Estoy con él desde hace cuatro o cinco años. Muerto mi esposo, me puse a trabajar de nuevo. Tengo una hija interna en un colegio y la situación económica de mi casa era bastante apurada.
—Debe ser difícil trabajar para un hombre como mister Rafiel.
—No crea. Hay que conocerle, simplemente. La ira le domina a veces y se contradice en múltiples ocasiones. Lo que le pasa es que se cansa de la gente. En dos años ha tenido cinco ayudas de cámara. Le gusta ver a su alrededor caras nuevas, otras personas con las que ensañarse. Nosotros dos nos hemos llevado siempre bien, sin embargo.
—El señor Jackson parece ser un joven muy servicial, ¿verdad?
—Es un hombre con tacto, en posesión también de ciertos recursos
—declaró Esther—. Naturalmente, de vez en cuando se ve en... Esther Walters se interrumpió al llegar aquí.
—¿En una difícil posición, acaso? —sugirió después de meditar unos segundos miss Marple.
—Sí, sí, en efecto. Sin embargo —agregó Esther, sonriendo—, creo que hace lo que puede para pasarlo lo mejor posible.
Miss Marple consideró detenidamente estas palabras. No iban a servirle de mucho. Se esforzó por animar la conversación y a los pocos minutos oía una amplia información acerca del cuarteto de los Dyson y los Hillingdon.
—Los Hillingdon llevan viniendo aquí tres o cuatro años —manifestó Esther—. Pero Gregory Dyson ha estado más tiempo que ellos en la isla. Conoce las Indias Occidentales perfectamente. Creo que vino aquí con su primera esposa. Era una mujer delicada y se veía obligada a pasar en un país de clima templado los inviernos.
—¿Es que murió? ¿O acaso se divorciaron?
—Murió. En una de estas islas. Se produjo un conflicto, según creo. Hubo cierto escándalo... Gregory Dyson no habla nunca de ella. Un conocido me contó todo esto. De lo que he oído comentar he deducido que no se llevaron nunca muy bien.
—Y más tarde se casó con esta otra mujer, ¿no?, con «Lucky». Miss Marple pronunció esta última palabra empleando un tono especial, como si pensara: «¡Un nombre increíble, en verdad!»
—Me parece que era pariente de la primera esposa.
—¿Hace muchos años que conoce a los Hillingdon?
—Yo diría que tiene relación con ellos desde que sus amigos llegaron aquí, desde hace tres o cuatro años, no más.
—Los Hillingdon forman una pareja muy agradable —comentó miss Marple—. Son muy callados, tranquilos...
—Sí, en efecto.
—Todo el mundo dice por aquí que viven el uno pendiente del otro
—añadió miss Marple, hablando con reserva.
Esther Walters se dio cuenta de esto, levantando la vista.
—Pero usted no lo cree, ¿verdad?
—Y usted misma vacila, ¿no, querida?