Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—¿Está enterado de todo esto Tim? ¿Le has puesto al corriente?
—Debo confesar que no —repuso Molly—. Pero le veo triste y tan preocupado como yo. Vive pendiente de mis menores gestos. Se conduce como si intentara ayudarme, como si pretendiera interponerse entre mí y esos fantásticos enemigos de mis pesadillas. Si él se comporta de este modo es porque estoy necesitada de protección, ¿no?
—A mí me parece que mucho de lo que a ti te pasa es efecto de una imaginación desbocada. Continúo pensando en que lo mejor sería, de todas maneras, que consultaras con un doctor.
—¿Con el viejo doctor Graham, por ejemplo? Creo que esto no me reportaría nada bueno.
—En la isla hay otros médicos.
—En realidad, me encuentro recobrada ya —alegó Molly—. No debo pensar más en esas cosas. Supongo que está usted en lo cierto: que sólo son jugarretas de la imaginación. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué tarde se me ha hecho! Debería estar ya en el comedor, trabajando. Perdóneme, Evelyn. No tengo más remedio que volver al hotel.
Molly se despidió de Evelyn Hillingdon con una expresiva mirada, echando a correr. Aquélla observó cómo su figura se desvanecía en la creciente oscuridad.
—Creo haber dado con algo bueno, hombre.
—¿Qué dices, Victoria?
—Creo haber dado con algo bueno, que nos puede proporcionar dinero y en abundancia.
—Ten cuidado, muchacha, no vayas a meterte en un lío. Mejor sería que me explicaras de qué se trata.
Victoria se echó a reír de buena gana.
—Aguarda. Ya verás. Yo sé muy bien cómo he de jugar esta baza. En este asunto hay dinero, en cantidad, sí. He visto unas cosas y adivino otras. Y me parece que no me equivoco.
De nuevo la chica soltó la espita de sus risas...
—Evelyn...
—¿Qué quieres?
Evelyn Hillingdon hablaba mecánicamente, sin demostrar el más leve interés. Ni siquiera miró a su esposo.
—Evelyn: ¿qué te parece si yo acabara con todo esto y regresáramos los dos a Inglaterra?
Ella había estado peinando sus oscuros cabellos. Ahora dejó caer los brazos abandonadamente a lo largo de su cuerpo. Volvióse hacia su marido.
—Pero... ¡Si acabamos de llegar aquí? No llevamos más de tres semanas...
—Ya lo sé. No obstante, ¿qué te parece mi propuesta?
Ella le miró incrédula.
—¿Quieres regresar de veras a Inglaterra, a nuestra casa? ¿Piensas separarte de Lucky?
Su marido pestañeó.
—¿Has estado siempre pendiente de eso? ¿Sospechabas que aún había algo entre los dos?
—Naturalmente.
—Nunca dijiste nada.
—¿Para qué? Dejamos solucionado ese asunto hace años, ¿no recuerdas? No quisimos romper del todo. Accedimos a seguir caminos distintos... salvando las apariencias. —Antes de que su esposo pudiera responder, Evelyn le preguntó—: ¿Por qué te muestras ahora dispuesto a volver a Inglaterra?
—No me es posible prolongar más tiempo esta situación, Evelyn. No, no puedo.
Evelyn apreciaba algo indudable: habíase operado una profunda transformación en Edward. Vio que las manos de éste temblaban, que tragaba saliva, que su calmosa faz, reacia a reflejar cualquier emoción, se desfiguraba como en una mueca de dolor.
—Por el amor de Dios, Edward, dime: ¿qué pasa?
—No pasa nada. Sencillamente, quiero marcharme de aquí.
—Tú te enamoraste apasionadamente de Lucky. ¿Qué? ¿Ya no hay nada de eso? ¿Es esto lo que querías decirme?
—Sí. Naturalmente, supongo que no volverás a ser la de antes...
—¡Oh! Por favor, dejemos esa cuestión a un lado. Yo quisiera descubrir cuál es la causa de tu trastorno, Edward.
—No estoy trastornado... —sostuvo él débilmente.
—Sí que lo estás. Y, ¿por qué?
—¿No es evidente la causa? —inquirió Edward traicionándose.
—No lo es —repuso Evelyn—. Reflejemos la situación en términos concretos. Tuviste un «asunto» con una mujer. Es algo que sucede a menudo. Y ahora todo ha terminado. ¿O no ha terminado? Tal vez no, por parte de ella. ¿Me equivoco? ¿Se ha enterado Greg? Me he hecho en diversas ocasiones esta pregunta.
—Lo ignoro —respondió Edward —. Él no ha dicho nunca nada. Yo le veo tan cordial como siempre.
—¡Qué torpes pueden llegar a ser los hombres! —exclamó Evelyn, pensativa—. Veamos... Quizá Greg haya centrado ahora su interés en una mujer determinada. Sí. Esto también puede ocurrir.
—Ha intentado conquistarte, ¿verdad? —preguntó Edward—. Respóndeme... Yo sé lo que él ha...
—¡Oh, sí! Pero eso no tiene nada de particular —dijo Evelyn, despreocupadamente—. Es lo que hace siempre que frecuenta el trato de una mujer, sea quien sea. Greg está hecho así. No pone corazón en sus intentonas. Se conduce de una manera puramente instintiva.
—¿Te interesa él, Evelyn? Preferiría saber la verdad.
—¿Hablas de Greg? Le he tomado afecto... Me divierte. Es un buen amigo.
—¿No hay más? Quisiera creerte.
—No acierto a explicarme qué puede importarte ese detalle a ti —manifestó Evelyn secamente.
—Supongo que me tengo más que merecida tu respuesta.
Evelyn se acercó a la ventana de la habitación, echó un vistazo al exterior y tornó a su sitio.
—Deseo muy de veras, Edward, que me digas qué es concretamente lo que motiva tu inquietud actual.
—Ya te lo he dicho.
—Es extraño...
—Tú no comprendes, desde luego, hasta qué punto una aventura como ésta parece una auténtica locura cuando ha quedado atrás.
—Puedo forzar, en cambio, la imaginación. Hay una cosa que me preocupa: Lucky te retendrá, probablemente, con mano de hierro. No la veo en el papel de amante desdeñada. Será una tigresa con sus garras correspondientes. Tienes que decirme la verdad, Edward. No hay otro camino si deseas que yo permanezca a tu lado.
Edward bajó la voz para declarar:
—Si no me aparto de ella pronto... la mataré.
—¿Hablas de matar a Lucky? ¿Por qué habías de hacer eso?
—Por lo que me obligó a llevar a cabo...
—¿Qué fue?
—La ayudé a cometer un crimen.
Las últimas palabras quedaron como flotando en el aire de la habitación... Hubo un silencio. Evelyn no perdía de vista a su marido.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Sí. Yo no sabía lo que hacía... Me encargaba que le llevara ciertos productos de la droguería, acerca de cuyo destino no tenía la más leve idea... Logró hacerme copiar una receta que ella guardaba.
—¿Cuándo sucedió esto?
—Hace cuatro años. Estando nosotros en Martinica. Cuando... cuando la esposa de Greg...
—¿Te refieres a la primera esposa de Greg? ¿A Gail? ¿Sugieres que Lucky la envenenó?
—Sí. Yo la ayudé. Al comprender...
Evelyn interrumpió a su marido.
—En el momento en que comprendiste la situación, tal como se hallaba planeada, Lucky se apresuraría a recordarte que habías sido
tú
quien escribiera la receta, tú quien comprara las drogas... Te haría ver que en ese asunto andabais juntos y que no podíais separaros. ¿Me equivoco?
—No. Lucky me aseguró que había obrado de aquel modo por compasión, ya que Gail sufría, habiéndole rogado que arbitrara algún modo para acelerar su fin.
—¡La mató por piedad! ¿Y tú lo creíste?
Edward Hillingdon meditó su respuesta:
—No... En realidad, no. Acepté su explicación porque
necesitaba creerla
. Lucky me dominaba entonces.
—Y más tarde, cuando contrajo matrimonio con Greg, ¿seguiste creyéndola?
—Me obstiné en eso...
—¿Y qué es lo que Greg sabe de todo esto?
—Nada en absoluto.
—Vamos, Edward. No querrás que sea tan crédula como tú, ¿verdad?
Edward Hillingdon pareció perder los estribos al llegar aquí.
—Evelyn... Deseo con toda mi alma apartarme de ella. Esa mujer me recuerda a cada paso lo que yo me presté a hacer. Sabe que ya no tiene influencia sobre mí y se vale de las amenazas para manejarme a su antojo. ¿Qué influencia va a tener si he llegado a odiarla? No obstante, aprovecha cuantas ocasiones se le presentan para que no olvide que estoy ligado a ella, por la criminal empresa en que colaboramos...
Evelyn echó a andar de un lado a otro de la habitación. Después se detuvo, enfrentándose con su esposo.
—Lo que a ti te pasa, Edward, lo malo de tu carácter, es que eres ridículamente sensible e increíblemente apto para acoger las más disparatadas sugerencias. Esa endiablada mujer te ha llevado donde ha querido utilizando astutamente tu sentido personal de la culpabilidad. Voy a explicarte esto en claros y contundentes términos bíblicos... El delito que pesa sobre ti es el adulterio y no el asesinato. Te sentías culpable al iniciarse tu relación con Lucky y ésta se valió de ti como quiso al idear su criminal plan, logrando que compartieras moralmente su culpa. No hay duda de eso, prácticamente.
Edward echó a andar hacia su esposa...
—Evelyn...
Ésta retrocedió, escrutando su faz.
—Edward... ¿Es verdad todo lo que me has dicho? ¿Lo es? ¿O bien se trata de una invención tuya?
—¡Evelyn! ¿Por qué había de mentirte? ¿Qué podía lograr con ello?
—No lo sé —respondió ella—. Hablo así porque ahora me cuesta mucho trabajo creer a... quienquiera que sea, porque... ¡Oh, no sé! Supongo que ya no sé distinguir la verdad cuando ésta se ofrece a mis oídos o a mis ojos.
—Dejemos esta isla... Regresemos a Inglaterra.
—Sí. Eso es lo que haremos. Pero no ahora.
—¿Por qué no ahora?
—De momento debemos seguir llevando la misma vida. Procura que
Lucky no sepa lo más mínimo acerca de esta conversación.
La velada llegaba a su fin. Los miembros de la estrepitosa orquesta cedían ya en sus esfuerzos. Tim permanecía de pie, junto a una de las salidas que daban a la terraza. Apagó unas cuantas lamparitas correspondientes a varias mesas abandonadas ya por sus ocupantes.
De pronto percibió unas palabras pronunciadas por alguien a su espalda:
—¿Podría hablar con usted un momento, Tim?
Éste se volvió.
—Hola, Evelyn... ¿En qué puedo servirla?
Ella miró a su alrededor.
—Sentémonos un instante en esta mesa...
Condujo al joven hasta aquélla, situada en el otro extremo de la terraza. No vieron a nadie en torno a ellos.
—Dispense que le hable en estos términos, Tim. No quiero asustarle, pero debo confesar que Molly me preocupa mucho.
La expresión del rostro del joven cambió en seguida.
—¿Qué le sucede a Molly?
—No creo que se encuentre muy bien. La veo alterada, bajo los efectos de una profunda depresión nerviosa.
—Últimamente no es ella la única persona que se halla en tales condiciones. Todos andamos desquiciados por una razón u otra.
—A mí me parece que debiera consultar con un médico su caso.
—Sí, y yo pienso igual, pero ella se niega a ir a ver a nadie.
—¿Por qué?
—¿Eh?
—Le he preguntado por qué se niega a consultar con un médico su esposa.
Tim dio una respuesta bastante imprecisa a estas palabras.
—Eso suele pasarle a mucha gente. No sé exactamente por qué motivo. Tales pacientes, pésimos enfermos, miran al doctor con aversión y temor.
—A usted Molly le ha estado preocupando estos días ¿verdad, Tim?
—En efecto. Y aún continúo lo mismo.
—¿No podría usted hacer venir aquí a un familiar suyo para que cuidara de ella?
—No. Eso agravaría la situación.
—¿Qué pasa con la familia de su mujer?
—Nada que sea nuevo. Molly es muy severa, tiene otro carácter, y no se ha llevado nunca bien con los suyos, especialmente con su madre. Componen una familia... rara, más bien, en ciertos aspectos. Molly decidió finalmente, hace tiempo, romper con todos. Fue una medida acertada, sin lugar a dudas.
Evelyn apuntó, vacilante:
—De vez en cuando, Molly sufre ataques de amnesia, a juzgar por lo que ella me contó. La gente le da miedo. Padece frecuentemente en cierto modo de manía persecutoria.
—¡No diga usted eso! —exclamó Tim, enfadado—. ¡Manía persecutoria! Son muchos los que hablan así refiriéndose a otros. No ocurre más que esto: Molly está nerviosa... Nunca había vivido en estas tierras, las fabulosas Indias Occidentales. Ve muchos rostros oscuros a su alrededor. Ya sabe usted que se han inventado innumerables historias sobre la gente de estas islas y la tierra en que viven.
—Pero ese sobresalto continuo en que ahora vive Molly...
—La gente se asusta de las cosas más extrañas y dispares. Hay quien sería capaz de vivir en una habitación llena de gatos. Y hay quien se desmaya cuando le cae encima una insignificante sanguijuela.
—Me desagrada hacerle esta propuesta, pero... ¿no cree conveniente llevar a Molly a un psiquiatra?
—¡No! —respondió Tim, violento—. No consentiré que ese tipo de farsantes la conviertan en un conejillo de Indias. Esa gente agrava la situación de sus enfermos. Si su madre hubiese abandonado a los psiquiatras a tiempo...
—Así pues, ¿sufrió la madre de su mujer trastornos mentales? ¿Ha habido en su familia casos de... desequilibrio?
Evelyn había escogido con todo cuidado esta última palabra.
—No quiero hablar de ello. Separé a Molly de toda su gente y siempre se ha encontrado bien. Últimamente se ha dejado llevar demasiado de sus nervios... Pero, bueno, esas cosas, además, no son hereditarias. Esto lo sabe todo el mundo hoy en día. Molly es una mujer perfectamente normal. Es que... ¡Oh! Yo creo que fue la muerte de Palgrave el origen de sus actuales trastornos.
—Ya comprendo —contestó Evelyn pensativamente—. Pero, ¿qué preocupaciones podía acarrear a nadie el fallecimiento del comandante?
—Tiene usted razón, Evelyn. Sin embargo, no hay que negar que las muertes repentinas siempre resultan impresionantes.
Tim Kendal era la viva imagen del desaliento. Evelyn se conmovió. Dejó caer una mano sobre su brazo.
—Me consta que no necesita usted a nadie que le sirva de guía... No obstante, si precisa de mi ayuda, para lo que sea (por ejemplo podría acompañar a Molly a Nueva York), me tiene a su disposición. En esa ciudad o en Miami podría ser atendida por médicos de reconocida solvencia.