Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—¿Le parece eso probable a usted?
El otro consideró un momento la pregunta.
—Lo estimo posible.
De pronto se oyó un gran alboroto al otro lado de la puerta de la habitación en que se encontraban los dos hombres. Alguien chillaba, exigiendo acaloradamente que le dejasen pasar.
—Tengo algo que declarar. Tengo algo que declarar. ¡Llévenme en presencia de esos señores!
Un policía uniformado abrió la puerta.
—Se trata de uno de los cocineros del hotel, señor —explicó aquél, dirigiéndose a Weston—. Insiste en verle a usted. Dice que hay algo que es necesario que se sepa.
Entró un hombre muy moreno, tocado con un gorro blanco. Era uno de los subalternos que trabajaban en la cocina del establecimiento. No había nacido en St. Honoré, sino en Cuba.
—Tengo que decirle algo, señor... Ella cruzó la cocina, cuando yo me encontraba en ella. Llevaba un cuchillo en la mano. Un cuchillo, sí. Llevaba un cuchillo en la mano... Desde la cocina pasó al jardín. La vi...
—¡Cálmese, amigo, cálmese! —recomendó Daventry—. ¿De quién nos está hablando?
—Voy a decirles de quién les hablo... Les hablo de la esposa del jefe. De la señora Kendal. Les hablo de ella, sí. Llevaba un cuchillo en la mano y se perdió en la oscuridad. Esto ocurrió antes de la cena...
Y la señora Kendal no regresó.
—¿Podríamos hablar con usted unos minutos, señor Kendal?
—¡Por Dios, señores! ¡No faltaba más!
Tim había levantado la vista. Hallábase sentado tras su mesa de trabajo. Colocó a un lado varios papeles y señaló a sus visitantes unas sillas. Tenía la faz demacrada. Parecía estar extenuado.
—¿Qué tal van esas pesquisas? ¿Han dado algún paso adelante? —preguntó—. Cualquiera diría que alguien nos ha echado una maldición. Los huéspedes tienen prisa por irse; no hacen otra cosa que encargar pasajes aéreos. Y eso viene a sucedemos cuando todo marcha sobre ruedas, cuando el éxito parecía estar asegurado. ¡Oh! Ustedes no pueden imaginarse qué significa este negocio, este hotel, para mí y para Molly. Hemos invertido en él cuanto poseíamos.
—Se enfrenta usted con una dura prueba, efectivamente, señor Kendal —respondió el inspector Weston—. Lamentamos todos este alboroto, esta verdadera catástrofe.
—Si al menos pudieran ser aclarados los hechos
rápidamente..
. —manifestó Tim—. Esa condenada chica, Victoria Johnson... ¡Oh! Desde luego, no debiera hablar así de ella... Victoria era una buena muchacha. Pero... Tiene que existir detrás de todo esto una razón muy simple, un justificante que convenza a primera vista... Yo pienso en una intriga, en un enredo amoroso... Quizás el marido de Victoria...
—Jim Ellis no era su marido. Por otro lado, la pareja daba la impresión de entenderse perfectamente.
—Si pudiera aclararse todo rápidamente... —insistió Tim—. Perdonen. Ustedes han venido aquí a hablarme de algo, a preguntarme algo...
—Sí. Queríamos referirnos a lo de anoche. De acuerdo con las declaraciones del forense, Victoria fue asesinada entre las diez y media de la noche y las doce. Dadas las circunstancias que aquí predominan, las coartadas son difíciles de probar. La gente estuvo, como es lógico, yendo de un lado para otro continuamente, unas veces bailando y otras paseando por la terraza...
—Cierto. Ahora bien, ¿piensan ustedes acaso que Victoria fuese asesinada por uno de los huéspedes del hotel?
—Hemos de considerar tal posibilidad, señor Kendal. Quisiera hablarle de la declaración hecha por uno de sus cocineros.
—¿Qué? ¿Cuál?
—Este a quien deseo referirme es cubano, según creo.
—Con nosotros trabajan actualmente dos cubanos y un puertorriqueño.
—Enrico, que así se llama el hombre en cuestión, afirma que su esposa cruzó en determinado momento, anoche, la cocina, procedente del comedor, para dirigirse al jardín. Asegura que llevaba, en las manos, un cuchillo.
Tim se quedó inmóvil.
—¿Que Molly llevaba un cuchillo en las manos? Bien... ¿Y por qué no había de llevarlo? Quiero decir que... ¡Cómo! No pensarán ustedes... ¿Qué intenta sugerir?
—Le hablo del espacio inmediatamente anterior a la llegada de los huéspedes al comedor. Serían entonces las ocho y media, aproximadamente. Usted charlaba en esos momentos con el
maître
, Fernando.
—Sí, sí... Ya recuerdo.
—Su esposa entró procedente de la terraza, ¿eh?
—Sí —convino Tim—. Molly se encarga siempre de dar un último vistazo a las mesas. En ocasiones, los camareros colocan las cosas mal, olvidan piezas, etc. ¡ Ya está! Ya me figuro qué es lo que sucedió. Mi mujer debió de haber estado llevando a cabo su tarea de vigilancia y supervisión de costumbre. Es posible que encontrara en cualquiera de las mesas un cuchillo o una cuchara de más, esto es, el objeto que vio en sus manos el cocinero cubano.
—Al entrar ella en el comedor, ¿le dijo algo?
—Sí. Cruzamos unas palabras.
—¿Las recuerda usted?
—Creo recordar haberle preguntado con quién había estado charlando en la terraza. Me había parecido oír una voz fuera, una voz, desde luego, que no era suya.
—¿Qué le contestó su mujer?
—Que había estado hablando con Gregory Dyson.
—En efecto. Eso es lo que él declaró.
Tim prosiguió, diciendo:
—Tengo entendido que se dedicó a hacerle la corte... Es hombre muy dado a eso. Me irrité al oír su respuesta y proferí una exclamación. Molly se echó a reír, apresurándose a tranquilizarme. Es muy juiciosa... Comprenda usted. Nuestra posición aquí es a veces bastante delicada. No se puede ofender a un huésped así como así. Una mujer tan atractiva como Molly tiene que acoger ciertos cumplidos con alguna que otra sonrisa y un encogimiento de hombros. Por otro lado, a Gregory Dyson le cuesta mucho trabajo dejar en paz a las señoras o señoritas de buen ver.
—¿Tuvieron algún altercado?
—No, no creo. Ella debió de tratarle con la cortés indiferencia de otras ocasiones.
—¿No puede usted decirnos categóricamente si ella era o no portadora de un cuchillo entonces?
—No recuerdo bien... Yo afirmaría que no. No, no, seguro que no.
—Pero usted acaba de afirmar...
—Un momento..., yo sólo he insinuado que por el hecho de haber estado en el comedor o en la cocina podía muy bien haber cogido un cuchillo, por una u otra razón. En realidad, y esto lo recuerdo perfectamente, Molly no llevaba nada en la mano al salir del comedor.
Nada en absoluto
. Con toda seguridad.
—Ya, ya...
Tim miró inquieto al inspector.
—¿A dónde quiere usted ir a parar? ¿Qué es lo que le contó ese necio de Enrico... de Manuel, quienquiera que sea su informador?
—Su cocinero nos dijo que al entrar en el lugar en que él se encontraba, su esposa, ésta parecía hallarse muy nerviosa y que llevaba un cuchillo en las manos.
—Hay gente que se empeña siempre en complicar las cosas que son normales, para darles un forzado carácter dramático.
—¿Volvió usted a hablar con su mujer durante la cena o con posterioridad a la misma?
—No. Me parece que no. La verdad es que yo anduve bastante ocupado.
El inspector indagó:
—¿Permaneció su esposa en el comedor mientras servían los camareros a sus huéspedes?
—Yo... ¡Oh!, sí. En tales ocasiones ambos solemos ir de una mesa a otra. Hemos de comprobar personalmente cómo marcha todo.
—¿Y no llegaron a cruzar ni una palabra?
—No, creo que no... Habitualmente, en estos instantes estamos muy ocupados. Cada uno ignora lo que está haciendo el otro y, por supuesto, no disponemos de tiempo para charlar.
—Es decir, usted no recuerda haber hablado con su esposa hasta tres horas después, al acabar de subir ella las escaleras de la terraza, tras el descubrimiento del cadáver de Victoria...
—Eso fue un golpe terrible para Molly.
—Me consta. ¿Cómo fue que su mujer se encontrase en aquellos momentos por el camino de la playa?
—Acostumbraba dar una vuelta por allí todas las noches, cuando se había servido la cena. Eso le servía de sedante tras las interminables horas de trabajo. Quería, simplemente, permanecer alejada de los huéspedes unos minutos, tener un respiro...
—En el momento de su regreso tengo entendido que usted estaba hablando con la señora Hillingdon.
—Sí. Casi todo el mundo se había ido a la cama ya.
—¿Cuál fue el tema de su conversación con la señora Hillingdon?
—Uno de tantos, que no ofrecía nada de particular. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué es lo que ella le ha dicho?
—Hasta ahora ella no nos ha dicho nada. No la hemos interrogado aún.
—Charlamos acerca de muchas cosas. Hablamos, por ejemplo, de Molly y de las dificultades que presentaba el gobierno del hotel...
—En esos momentos fue cuando apareció su esposa en la escalinata de la terraza y les refirió lo que había ocurrido, ¿verdad?
—Así es.
—¿Vieron sangre en sus manos?
—¡Inmediatamente! La señora Hillingdon se acercó a Molly e intentó sostenerla, evitar que cayera al suelo, sin comprender qué era lo que ocurría. ¡Ya lo creo que vimos sangre en sus manos! Pero, ¡un momento! ¿Qué diablos está usted sugiriendo? Porque usted me está sugiriendo algo, ¿verdad?
—Cálmese, Kendal —medió Daventry—. Sabemos que todo es sumamente penoso para usted, pero hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para aclarar los hechos. Últimamente, su esposa, al parecer, ha estado algo delicada... ¿Es cierto eso?
—¡Bah! Molly se encuentra perfectamente. La muerte del comandante Palgrave la trastornó un poco. Es natural. Mi mujer es muy sensible.
—Tendremos que hacerle unas cuantas preguntas tan pronto se recupere —manifestó Weston.
—Sí, porque ahora no puede ser. El doctor le administró un sedante, recomendando que no la molestara nadie. No toleraré que la intimiden con su presencia, retrasando de ese modo su vuelta a la normalidad.
—No hemos pensado ni un momento en intimidarla, señor Kendal —respondió Weston—. Nos limitamos a hacer lo posible por poner las cosas en claro. No la importunaremos de momento, pero en cuanto el médico nos lo permita tendremos que charlar un rato con ella.
Weston se expresó en un tono cortés... e inflexible.
Tim se le quedó mirando. Luego abrió la boca. Pero no dijo nada.
Evelyn Hillingdon, tan serena como siempre, tomó asiento en la silla que se le había indicado. Luego consideró las preguntas que se le habían formulado, tomándose tiempo para reflexionar. Sus oscuros ojos, denotadores de una inteligencia nada común, se posaron por fin en Weston.
—Sí —contestó—. Me encontraba hablando con el señor Kendal en la terraza cuando apareció su mujer, quien nos notificó lo del crimen.
—¿No se hallaba su esposo presente?
—No. Se había acostado ya.
—Su conversación con el señor Kendal, ¿fue motivada por algo especial?
Evelyn enarcó las cejas... Su gesto era una clara negativa. Manifestó fríamente:
—¡Qué pregunta tan rara la suya, inspector! No. Nuestra conversación no fue motivada por nada especial.
—¿Se ocuparon de la salud de la señora Kendal? Evelyn reflexionó de nuevo unos segundos.
—En realidad no me acuerdo —repuso fríamente.
—¿De veras que no se acuerda?
—¿Cómo me voy a acordar? Es curiosa su insistencia en este punto... ¡Habla una de tantas y tantas cosas al cabo del día en distintas ocasiones!
—Tengo entendido que la señora Kendal no ha disfrutado de muy buena salud últimamente.
—No sé... Parecía estar bien. Algo cansada, quizá. Desde luego, dirigir un establecimiento como éste supone una serie grande de preocupaciones. Añada usted a eso que ella carece de experiencia. Naturalmente, en ocasiones se ve desbordada por los problemas pequeños y grandes que surgen a cada paso. Es fácil así sentirse a menudo confusa, aturdida...
—¿Confusa, aturdida? —repitió Weston—. ¿Considera usted estas palabras suficientemente expresivas para describir su estado?
—¿Le extraña que haya empleado esos dos vocablos? Pues yo creo que son tan buenos y exactos como los que se utilizan en la jerga moderna para hablar de éstas y otras cosas... Solemos decir «una infección de virus» para referirnos a un ataque de bilis, llamamos «neurosis de ansiedad» a las preocupaciones menores de la vida cotidiana...
La sonrisa de Evelyn hizo que Weston se sintiera un poco en ridículo. El inspector pensó que se las había con una mujer inteligente. Fijó la mirada en Daventry, cuya faz permanecía inalterable, preguntándose qué ideas pasarían por su cabeza en aquellos momentos.
—Gracias, señora Hillingdon —respondió Weston.
—No quisiéramos molestarla, señora Kendal. Ahora bien, necesitamos contar también con su declaración. Deseamos saber cómo encontró usted el cadáver de esa chica indígena, Victoria. El doctor Graham nos ha dicho que ya puede hablar, puesto que se encuentra muy recuperada.
—Sí; sí —replicó Molly—. Me siento muy bien... —La joven sonrió nerviosamente—. Fue la impresión... Algo terrible, verdaderamente.
—Nos hacemos cargo de ello, señora Kendal... Según se nos ha dicho, salió usted a dar un paseo después de la cena...
—Sí... Yo... Es una cosa que hago frecuentemente. La joven miró a otro lado. Daventry observó que no cesaba de retorcerse las manos.
—¿Qué hora sería entonces, señora? —le preguntó Weston.
—No lo sé.
—¿Seguía tocando la orquesta aún en aquellos precisos momentos?
—Sí... Bueno, creo que sí... La verdad es que no lo recuerdo.
—¿Qué dirección siguió usted al iniciar su paseo?
—¡Oh! Me limité a avanzar por el camino de la playa.
—¿Hacia la izquierda o hacia la derecha?
—¡Oh! Primero en un sentido y luego en otro... Yo... No me di cuenta...
—¿Por qué no se dio usted cuenta, señora Kendal?
—Supongo que estaba... Sí, eso: supongo que estaba pensando en mis cosas.
—¿Pensaba en algo en particular?
—No... no... No se trataba de nada especial... Pensaba en las cosas que tenía que hacer, que ver, en el hotel. —Otra vez Molly empezó a retorcerse nerviosamente las manos—. Y luego... advertí algo blanco... en un macizo de hibiscos... «¿Qué será eso?», me pregunté. Me detuve y... —La muchacha tragó saliva, angustiada—. Era ella... Victoria... Estaba como acurrucada... Intenté levantarle la cabeza y entonces... me llené las manos de sangre.