Misterio En El Caribe (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Misterio En El Caribe
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—¿Qué me dice usted de la señora Walters?

—Lo que he declarado anteriormente es válido para Esther. Personalmente, la considero una buena muchacha. Es una secretaria de primera clase, inteligente, de buen carácter, se ha amoldado a mis maneras y no se afecta ni aun en el caso de que llegue a insultarla. Se conduce igual que una enfermera a la que hubiera tocado en suerte cuidar a un enfermo insoportable. Me irrita algo en ocasiones, pero no hay modo de evitar esto. No posee rasgos excesivamente sobresalientes. La veo como una mujer joven, de tipo bastante común. A mí me parece que hubiera sido difícil hallar otra persona más idónea para tratar conmigo. Esther ha pasado mucho a lo largo de su vida. Se casó con un hombre que no la merecía. Yo aseguraría que tal unión fue fruto de su inexperiencia con el sexo opuesto. Es frecuente esto entre las mujeres. Se enamoran del primero que les cuenta cuatro lástimas. Se hallan convencidas de que todo lo que el hombre necesita es la comprensión femenina. Una vez casados, él se decide a vivir su vida... Por suerte, su calamitoso marido falleció. Una noche bebió más de la cuenta en una reunión y en la calle fue atropellado por un autobús, sobre cuyas ruedas delanteras se había precipitado. Esther tenía una hija que mantener y volvió a trabajar como secretaria. Hace cinco años que está conmigo. Le dije con toda claridad desde el principio que no abrigara esperanza de lograr algún beneficio en el caso de que yo falleciese. Empecé pagándole un salario alto, muy alto, el cual he ido aumentando año tras año, a razón de una cuarta parte más por cada período de tiempo. Por muy honrada que sea la gente no hay que confiar jamás en
nadie...
He ahí por qué le dije a Esther nada más contratarla que no debía esperar nada de mi muerte. Así pues, cuantos más años viva yo más ganará. Si ahorra casi todo el sueldo (y eso creo que ha venido haciendo), cuando yo desaparezca de este mundo será una mujer acomodada. Me he hecho cargo de la educación de su hija, habiendo depositado una suma en un Banco para que le sea entregada a aquélla en cuanto alcance la mayoría de edad. Usted ya ve que Esther Walters es una mujer ventajosamente situada en la vida hoy en día. Mi muerte, permítame que se lo diga así, significaría para ella un grave quebranto financiero. Esther sabe todo esto... Esther es una joven extraordinariamente sensata.

—¿Hay algo entre ella y Jackson?

Mister Rafiel pareció experimentar ahora un pequeño sobresalto.

—¿Ha observado usted alguna cosa entre ellos que le haya llamado la atención? Bueno, creo que, sobre todo últimamente, Jackson ha estado rondándola. Es un joven de buen ver, desde luego, pero, en mi opinión, ha perdido el tiempo. Citemos, por no decir más, un hecho: la diferencia de clases. Dentro de la escala social, Esther queda por encima de él, aunque no a mucha distancia. Ya sabe usted lo que pasa: los individuos de la clase media baja son gente muy especial. La madre de Esther era maestra nacional y su padre empleado de Banca. No. No creo que ella llegue a hacerle mucho caso a Jackson. Me atrevería a decir que éste pretende asegurarse el porvenir. Me inclino a pensar, no obstante, que no va a lograr su propósito.

—¡Sssss! ¡Se acerca! —murmuró miss Marple.

En efecto, Esther Walters se aproximaba a los dos, procedente del hotel.

—Fíjese en que es una mujer muy bien parecida —dijo mister Rafiel—. Sin embargo, no brilla. No sé por qué, pero se la ve como apagada...

Miss Marple suspiró. Su suspiro podía haber salido del pecho de cualquier mujer de edad dedicada a considerar por unos minutos la serie de oportunidades perdidas a lo largo de su existencia. Miss Marple había oído muchas veces comentarios referentes a aquello, casi indefinible, de que carecía Esther. «No tiene
gancho
», se decía en tales casos. Y también: «Le falta
sex-appeal
», o «no
dice
nada a los hombres...» Tratábase, en resumen, de una mujer en posesión de unos bonitos cabellos y una figura equilibrada, dueña de unos ojos almendrados poco comunes y una agradable sonrisa... Y pese a todo le faltaba
aquel
algo misterioso que obliga a los hombres instintivamente a volver la cabeza en la calle cuando se cruzan con determinadas mujeres.

Ambos se observaban mientras se acercaba.

—Debiera casarse de nuevo —susurró miss Marple.

—Sí. Esther sería una esposa excelente.

Esther Walters, por fin, se unió a ellos. Mister Rafiel, con voz ligeramente afectada, dijo:

—¡Vaya! ¡Menos mal que ha aparecido usted! ¿Qué es lo que la ha retenido tanto tiempo por ahí?

—Esta mañana todos parecen haberse puesto de acuerdo: no cesan de cursar cables y más cables... La gente tiene prisa por irse de aquí.

—¿De veras? ¿Como consecuencia del asesinato de esa chica indígena?

—Eso creo. Tim Kendal anda muy preocupado.

—Es lógico. Todo esto va a ser un duro golpe para la joven pareja.

—Tengo entendido que al hacerse cargo de este hotel emprendieron una aventura de dudosos resultados, dadas sus fuerzas. Naturalmente, han estado trabajando en todo momento con inquietud. El asunto marchaba, sin embargo...

—Saben lo que se traen entre manos, efectivamente. Él es un hombre muy capaz y un infatigable trabajador. Ella es una chica muy agradable, sumamente atractiva —manifestó mister Rafiel—. Los dos han trabajado como negros... Bueno, aquí esta expresión suena de un modo muy raro, pues, por lo que llevo visto en la isla, los «morenos» no están dispuestos a matarse, ni mucho menos, a la hora de rendir el cotidiano esfuerzo. ¡Cuántas veces he sorprendido alguno abriendo un coco para procurarse el desayuno, acostándose luego a dormir para el resto del día! ¡Qué vida!

Tras unos segundos de silencio, mister Rafiel añadió:

—Miss Marple y yo hemos estado ocupándonos del asesinato de Victoria Johnson.

Esther Walters pareció en aquellos momentos levemente sobresaltada. La joven volvió la cabeza hacia miss Marple.

—Me había equivocado con ella —declaró mister Rafiel, con su característica franqueza—. Nunca me han gustado mucho las mujeres del tipo de miss Marple, que se pasan el día dale que dale a las agujas y a la lengua. Esta miss Marple es otra cosa. Tiene ojos y oídos y sabe muy bien usarlos.

Esther Walters dirigió una mirada de excusa a miss Marple, quien ni siquiera se dio por aludida.

—Eso, en boca de mister Rafiel, es más bien un cumplido —señaló Esther.

—Lo he comprendido en seguida —declaró miss Marple—. También me he dado cuenta de que mister Rafiel es un ser que disfruta de ciertos privilegios.

—¿Qué quiere dar a entender con eso? —quiso saber el anciano.

—Que puede mostrarse rudo cuando así le apetece, sin más —respondió miss Marple.

—¿He sido yo rudo? —inquirió mister Rafiel, sorprendido—. Si es así, le ruego me perdone. No he querido ofenderla.

—No me ha ofendido usted. Soy comprensiva.

—Bueno, Esther, ¿por qué no coge una silla y se sienta? Tal vez pueda ayudarnos.

Esther se fue hacia el «bungalow», regresando con un sillón de mimbre.

—Habíamos empezado hablando del viejo Palgrave, de su muerte y de sus interminables historias —manifestó el anciano.

—¡Oh! —exclamó Esther—. Tengo que reconocer que siempre que pude huí del comandante, temiendo que me «colocara» uno de sus «discos».

—Miss Marple demostró tener más paciencia —señaló mister Rafiel—. Díganos, Esther: ¿le contó a usted alguna vez el comandante cierta historia relacionada con un crimen?

—Pues, sí —repuso Esther—. En varias ocasiones...

—¿Cómo era, exactamente? A ver, haga memoria.

—Veamos... —Esther hizo una pausa, reflexionando—. Lo malo es —dijo en tono de excusa— que nunca escuché las palabras de aquel hombre con mucha atención... Tenía yo presente en tales momentos el cuento del león de Rodesia, que Palgrave había repetido hasta cansar a todos. Yo, como otras personas, fingía estar escuchándole cortésmente, pero la verdad era que, mientras él hablaba, me dedicaba a pensar en mis cosas.

—Díganos entonces, simplemente, lo que usted recuerde.

—Me parece que el relato se refería a un caso recogido por la Prensa. El comandante Palgrave decía que tenía en su haber una experiencia por pocas personas vivida: haberse visto frente a un auténtico asesinato.

—¿«Haberse visto»? ¿Se expresó él así realmente? —preguntó mister Rafiel.

Esther fijó en éste una confusa mirada.

—Creo que sí —dijo vacilando—. Puede también que él declarara: «Estoy en condiciones de mostrarle a usted un asesino.»

—Son dos cosas muy distintas. ¿Cuál estima válida?

—No estoy segura... Creo que me dijo que pensaba enseñarme una fotografía de alguien.

—Eso ya está mejor.

—Luego me echó un larguísimo discurso sobre Lucrecia Borgia.

—Sáltese lo referente a ella. Sabemos todo lo que hay que saber acerca de Lucrecia.

—Palgrave se puso a hablar de los envenenados y de que Lucrecia era muy bella, contando con unos hermosos cabellos rojizos. Añadió a esto una afirmación: «Es probable que diseminadas por el mundo, haya muchas más envenenadoras de las que nosotros nos figuramos.»

—Mucho me temo que eso sea cierto —manifestó miss Marple.

—Y calificó el veneno de «arma femenina».

—Por lo que veo, el hombre solía apartarse del tema central de sus relatos, entregándose a la divagación —declaró mister Rafiel.

—Eso era un hábito en él. Había que interrumpirle con algún monosílabo o frase breve: «Sí, sí», «¿De veras, comandante?» y «¡No me diga...!».

—¿Qué hay de esa fotografía que dijo que pensaba enseñarle?

—No recuerdo... Debió referirse a una que viera en un periódico...

—¿No le mostró ninguna instantánea?

—¿Una instantánea? No —Esther movió la cabeza—. De eso sí que estoy segura. Dijo que ella era una mujer muy guapa y que mirándola a la cara nadie la hubiera juzgado capaz de cometer un crimen.

—¿Ella?

—Ya ve usted —apuntó miss Marple—. Ahora todo se hace más confuso todavía.

—¿Le habló de una mujer? —preguntó mister Rafiel.

—¡Oh, sí!

—¿Era el personaje de la fotografía una mujer?

—Sí.

—¡No puede ser!

—Pues lo era —insistió Esther—. Palgrave me dijo: «Ella se encuentra en esta isla. Ya le diré quién es. Luego le referiré la historia completa.»

Mister Rafiel lanzó una exclamación. A la hora de decir lo que pensaba del comandante Palgrave no midió las palabras.

—Es muy probable que no fuera verdad nada de lo que ese chiflado contara.

—Una comienza a dudar —murmuró miss Marple.

—Queramos o no, hemos de llegar a esa conclusión —dijo mister Rafiel—. El muy estúpido iniciaba sus peroratas con relatos de caza. Contaba minuciosamente cómo preparaba el cebo para las fieras; sus andanzas tras los tigres y los elefantes; los apuros en que se había visto, acosado por los leones... Una o dos de estas cosas serían verdad; varias habrían sido alumbradas por su calenturienta imaginación; una última parte, por fin, serían episodios vividos por otras personas. Después, invariablemente, abordaba el tema del crimen, rematándolo con una historia a propósito. Y, lo que es más, lo que contaba se lo atribuía, erigiéndose en protagonista. Apostaría lo que fuese a que sus historias procedían de los periódicos o de los seriales de la televisión.

Mister Rafiel señaló con un dedo acusador a su secretaria.

—Usted admite que escuchó más de una vez sin prestar atención casi a lo que ese hombre decía. Existe la posibilidad de que alterara el sentido de sus declaraciones, ¿no?

—Puedo asegurarle que Palgrave se refirió a una mujer —respondió Esther, obstinadamente—. Y puedo asegurárselo porque, naturalmente, me pregunté en seguida a quién se estaría refiriendo.

—¿Pensó usted en alguien en aquellos momentos? —inquirió miss Marple.

Esther se ruborizó, dando muestras de algún nerviosismo.

—¡Oh! En realidad, no... Quiero decir que no me gustaría...

Miss Marple no insistió. Se figuró inmediatamente que la presencia de mister Rafiel era un factor desfavorable a la hora de averiguar con precisión cuáles habían sido las suposiciones de Esther Walters en el transcurso de la conversación que mantuviera con el comandante. Aquéllas habrían aflorado fácilmente en un
tête-a-tête
entre las dos. Existía, por otro lado, la posibilidad de que la joven estuviese mintiendo. Desde luego, miss Marple no hizo la menor sugerencia en tal aspecto. Consideró eso un riesgo remoto, que se inclinaba a desestimar. No. No creía que la secretaria de mister Rafiel estuviera vertiendo una sarta de embustes en sus oídos. Y, en el caso contrario, ¿qué ventajas podía conseguir con sus mentiras?

—Veamos... —medió mister Rafiel, dirigiéndose a miss Marple—. Usted ha dicho que le refirió una historia relativa a un criminal y que le comunicó que poseía una fotografía suya, que se proponía enseñarle, ¿no es cierto?

—Eso es lo que imaginé, sí.

—¿Que usted se imaginó eso? ¡Pero si al principio me dio a entender que estaba absolutamente segura de ello! Miss Marple replicó, sin amilanarse:

—No resulta nunca fácil repetir una conversación. Sí. Se hace sumamente difícil repetir con precisión todo cuanto los demás han dicho. Una se siente siempre inclinada a referir lo que cree que ellos han querido decir. A menudo se les atribuyen palabras que no han pronunciado. El comandante Palgrave me contó esa historia de que le he hablado, sí. Me comunicó que el hombre que, a su vez, se la había referido, el doctor, le había enseñado una fotografía del asesino. Pero si he de ser sincera tengo que admitir que lo que él realmente me dijo fue: «¿Le gustaría ver la foto de un criminal?» Naturalmente, supuse que se trataba de la misma instantánea de que había estado hablando, la de aquel particular delincuente. Ahora bien, hay que reconocer que es posible —aunque exista una posibilidad contra cien—que en virtud de una asociación de ideas saltase de la instantánea de la que había estado hablando a otra, tomada recientemente, en la que aparecía alguien de aquí, a quien miraba, convencido, como un asesino.

—¡Mujeres, en fin de cuentas! —exclamó mister Rafiel con desesperación—. ¡Todas son iguales! No sabrán hablar jamás con precisión. Nunca están seguras de si una cosa fue de esta manera o de esta otra. Ahora... —añadió irritadísimo—, ¿dónde estamos? ¿Adonde hemos ido a parar? —con un fuerte resoplido, preguntó—. ¿Pensaremos en Evelyn Hillingdon, o en Lucky, la esposa de Greg...? ¡Esto es un verdadero lío!

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