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Authors: Agatha Christie

Misterio En El Caribe (20 page)

BOOK: Misterio En El Caribe
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—El hombre refirió que el coronel Hillingdon le había pedido una cosa que no conocía... El nombre de la misma había sido escrito en un papel, que consultara al formular su petición. Bueno, ya le he dicho que todo eso eran habladurías.

—Pero es que no me explico por qué el coronel Hillingdon...

Miss Marple frunció el ceño, perpleja.

—Imagino que fue utilizado como instrumento. Sea lo que sea, la verdad es que Gregory Dyson se casó muy poco tiempo después de la muerte de su primera mujer. Un mes más tarde, tal vez.

Aquello fue una vergüenza.

Las dos mujeres se miraron.

—Pero, ¿nadie llegó a concebir realmente sospechas? —preguntó miss Marple.

—No, no. Todo quedó en eso: en habladurías, en simples murmuraciones. ¡ Mujer! Siempre existía la posibilidad de que no hubiese absolutamente nada de extraño en aquello.

—El comandante Palgrave no pensaba así.

—¡Ah! ¿Se lo dijo a usted?

—La verdad es que le estuve escuchando sin prestarle mucha atención —confesó miss Marple—. Yo me preguntaba ahora si... ¡ejem...! Si llegó a contarle las mismas cosas a usted.

—Fue muy explícito conmigo cierto día...

—¿Sí?

—En realidad, me figuré en un principio que estaba refiriéndose a la señora Hillingdon. Siseó un poco, soltó una risita y me dijo: «Fíjate en esa mujer. En mi opinión es autora de un grave crimen, habiendo conseguido burlar a la Justicia.» Yo me quedé muy impresionada, desde luego. Respondí: «Seguro que está usted bromeando, comandante Palgrave.» Él me contestó entonces: «Sí, sí, querida señorita Prescott, dejémoslo en eso, en broma.» Los Dyson y los Hillingdon se habían sentado en una mesa cercana a la nuestra y temí que lo hubiesen oído todo. Palgrave tornó a reír, manifestando: «No me extrañaría nada que hallándome en cualquier reunión alguien pusiera en mis manos un cóctel debidamente
preparado
. Eso sería algo así como una cena con los Borgia.»

—¡Qué interesante! —exclamó miss Marple—. ¿No mencionó en ningún momento de su conversación cierta... cierta fotografía?

—No recuerdo... ¿Se refiere usted a algún recorte periodístico?

Miss Marple, a punto de hablar, cerró la boca. Una sombra se interpuso entre sus ojos y el sol... Evelyn Hillingdon acababa de detenerse junto a las dos mujeres.

—Buenos días —dijo la recién llegada.

—Me estaba preguntando adonde habría ido usted —declaró la señorita Prescott, levantando la vista.

—Fui a Jamestown, a comprar algunas cosas.

—¡Ah, ya!

La señorita Prescott miró a su alrededor, en un involuntario movimiento, y Evelyn Hillingdon se apresuró a decir:

—Edward no me acompañó. A los hombres les disgusta ir de tiendas.

—¿Dio con algo interesante?

—No iba buscando nada de particular. Lo que necesitaba podía encontrarlo en cualquier droguería.

Evelyn Hillingdon se despidió de miss Marple y de la señorita

Prescott con una sonrisa, continuando despacio su camino.

—Los Hillingdon son gente muy agradable —manifestó la hermana del canónigo—. Ella, sin embargo, no sé... Tiene un carácter un poco intrincado. Es una persona simpática, complaciente y todo lo que usted quiera, pero da la impresión de ser una de esas mujeres a las que una no acaba de conocer nunca.

Miss Marple, pensativa, hizo un gesto de asentimiento.

—No sabe una jamás qué es lo que piensa realmente —declaró luego la señorita Prescott.

—Quizá sea eso lo mejor —comentó miss Marple.

—¿Cómo?

—¡Oh! En realidad quería aludir a una impresión puramente personal que he experimentado siempre ante esa mujer. No sé si estaré equivocada, pero estimo que sus pensamientos podrían resultar bastante desconcertantes. En ocasiones, al menos.

—Creo comprenderla perfectamente —murmuró la señorita Prescott, un tanto confusa, abordando seguidamente otro tema—. Parece ser que poseen una casa encantadora en Hampshire. Tienen un hijo, ¡no!, son dos, que en la actualidad se encuentran en Winchester... Bueno, uno de ellos, según tengo entendido.

—¿Conoce usted Hampshire bien?

—Ni bien ni mal. Su casa, me han dicho, cae cerca de Alton.

Miss Marple guardó silencio un instante antes de preguntar a la señorita Prescott:

—¿Y dónde viven los Dyson?

—En California. Es decir, allí tienen su casa. Les agrada mucho viajar a los dos.

—Una, realmente, ¡sabe tan pocas cosas sobre las personas que va tratando en el transcurso de sus viajes! —exclamó miss Marple—. Bueno... Quiero decir que... ¿Cómo explicaría esto? Se conoce siempre, exclusivamente, lo que otros desean contarnos. Por ejemplo: usted no sabe a ciencia cierta si los Dyson viven en California o no.

La señorita Prescott pareció sobresaltarse.

—Estoy segura de que así me lo dijo el señor Dyson.

—Sí, eso es. A ello deseaba referirme. Lo dicho rige también para los Hillingdon, quizá. Me explicaré... Al asegurar usted que viven en Hampshire no hace otra cosa que repetir todo lo que esa pareja le indicó, ¿es verdad o no?

La señorita Prescott hizo ahora un gesto que denotaba su alarma.

—¿Quiere darme a entender que no es cierto que vivan allí? —preguntó.

—No, no, en absoluto —se apresuró a contestar miss Marple—. Les utilizaba únicamente como ejemplo, para demostrarle de un modo práctico que una, hablando en términos generales, sólo sabe de la gente lo que ésta le cuenta. Sigamos con otro ejemplo. Yo le he dicho a usted que vivo en St. Mary Mead, sitio del que, indudablemente, no habrá oído hablar jamás. Pero este dato no lo ha averiguado usted, digámoslo así, por sus propios medios, directamente, ¿eh?

La señorita Prescott no quiso responder que a ella, realmente, le tenía sin cuidado saber si miss Marple vivía en St. Mary Mead o no. Le constaba que este lugar quedaba hacia el sur de Inglaterra, en plena campiña, y ahí terminaban sus conocimientos sobre el particular.

—Me parece haberla comprendido perfectamente —declaró—. Sé muy bien que cuando se va por el mundo todas las precauciones son pocas.

—No es eso exactamente lo que yo quise decir —contestó miss Marple.

En aquellos instantes cruzaron por la mente de aquélla unas ideas muy raras. Bueno, ¿sabía ella misma en realidad si el canónigo Prescott y su hermana eran de verdad lo que aparentaban ser? Eso afirmaban los dos. Carecía de pruebas con que refutar unos argumentos que esgrimían pasivamente. A ningún hombre le hubiera costado mucho trabajo procurarse un cuello blanco como el que llevaba el canónigo, junto con las ropas adecuadas, hablando siempre en el tono conveniente. Si a todo esto se agregaba un móvil.

Miss Marple conocía a fondo el carácter y los modales de los sacerdotes que vivían en su región. Ahora bien, los Prescott procedían del norte de su país. Durham, ¿no? Indudablemente, se trataba de los hermanos Prescott... Y, sin embargo, tornó al mismo pensamiento de antes. Se creía siempre lo que la gente deseaba que creyéramos.

Tal vez lo prudente fuera mantenerse en guardia contra eso. Quizá... Miss Marple movió la cabeza pensativamente.

Capítulo XIX
 
-
Una Nueva Aplicación De Un Zapato

El canónigo Prescott regresó de la orilla de la playa bastante fatigado. (Los juegos con los niños resultaban siempre extenuantes.) Habiéndoles parecido que allí empezaba a hacer mucho calor, él y su hermana volvieron al hotel.

La señora de Caspearo hizo un desdeñoso comentario cuando se hubieron ido:

—No me lo explico... ¿Cómo puede parecerles una playa calurosa? Eso es una insensatez. A todo esto, ¡hay que ver cómo va vestida ella! ¡Si se tapa hasta el cuello! Quizá sea preferible que proceda así. Tiene una piel horriblemente fea. ¡Piel de gallina, seguramente! Miss Marple suspiró profundamente. Ahora o nunca... Estimaba llegado el momento de sostener una conversación con la señora de Caspearo. Desgraciadamente, no se le ocurría nada. Al parecer no existía un terreno común dentro del cual las dos pudieran encontrarse.

—¿Tiene usted hijos, señora? —le preguntó.

—Tengo tres ángeles —respondió la otra, besándose las yemas de los dedos.

Miss Marple no supo, de momento, a qué carta quedarse. ¿Estaba la descendencia de la señora de Caspearo en el cielo o bien había querido aquélla referirse a la dulzura del carácter de sus hijos?

Uno de los caballeros que le hacían la guardia permanentemente formuló una observación en español y la señora de Caspearo volvió la cabeza hacia él con un gesto de desprecio, echándose a reír, cosa que hizo con fuerza y melódicamente.

—¿Ha e te dido usted lo que ha dicho? —pregu tó luego a miss

Marple.

—Pues, a decir verdad, no. Ni una palabra —contestó aquélla.

—Mejor. Es un hombre perverso.

A estas palabras siguió u breve diálogo e español, espetó más bien jocoso.

—Es una infamia, un atropello sin nombre —manifestó la señora de Caspearo, volviendo al inglés con repentina gravedad—, esto de que la Policía no nos permita abandonar la isla. He vociferado a placer, he rabiado y pataleado sin conseguir lo más mínimo. Todos me dicen lo mismo: no, no y no. ¿Quiere que le diga cómo va a terminar esto? Pues siendo asesinados... Sí. Aquí no quedará ni uno para contarlo.

Su guardián intentó tranquilizarla.

—Sí... Este lugar sólo puede traernos la mala suerte. Lo supe desde un principio. Ese viejo comandante, tan feo... Ejerció sobre todos un influjo maléfico. Era portador del mal de ojo. ¿No lo recuerda? Era bizco. ¡Eso trae siempre desgracias! Cada vez que me miraba, yo hacía la señal particular en estos casos para neutralizar su influencia, sacando los dedos índice y meñique y recogiendo el anular y el corazón, la «señal del cuerno». —La señora de Caspearo, sobre la marcha, llevó a cabo una demostración—. Pero, naturalmente, por el hecho de ser bizco el comandante yo no advertía con exactitud la dirección de sus miradas...

—Llevaba un ojo de cristal —dijo miss Marple, interesada en dar una explicación—. Perdió el suyo como consecuencia de un accidente, siendo el pobre Palgrave muy joven todavía, según me informaron. De este defecto no era él el culpable.

—Yo le digo que el comandante trajo aquí la desgracia... Sí. Llevaba consigo ese poder pernicioso del mal de ojo.

La señora de Caspearo alargó una mano, en la que se encogieron rápidamente los dedos anular y corazón, estirándose el índice y el meñique. Se trataba de la tan conocida señal italiana, que rechaza, según dicen, eficazmente, la mala suerte...

—Bien —añadió la supersticiosa mujer animadamente—. El ya ha muerto. Ya no podré verle más. No me agrada mirar aquello que es feo.

Miss Marple pensó que a nadie hubiera podido ocurrírsele un epitafio tan cruel para la tumba del comandante Palgrave.

Lejos de allí se veía a Gregory Dyson que acababa de salir del agua. Lucky había invertido la posición sobre la arena. Evelyn Hillingdon la contemplaba y la expresión de su rostro, por una razón desconocida, provocó en miss Marple un estremecimiento.

«Seguro que bajo este sol abrasador es imposible mantenerse fría», pensó.

Levantóse, regresando seguidamente, con lentos pasos, a su «bungalow».

Vio a mister Rafiel y a Esther Walters que descendían por la playa. El viejo le guiñó un ojo. Miss Marple no correspondió a su gesto, obsequiándole con una mirada que no era de agrado precisamente. Miss Marple entró en su casita, tendiéndose inmediatamente en el lecho. Sentíase vieja, cansada y atormentada por una gran preocupación.

Estaba absolutamente segura de que no había tiempo que perder... Se iba haciendo tarde ya. El sol no tardaría en ponerse... El sol... Al mirar hacia éste era indispensable hacerlo a través de unos lentes ahumados... ¿Dónde paraba aquel trozo de cristal ahumado que alguien le regalara?

En fin de cuentas ya no tendría necesidad de él. No. En absoluto. Porque una sombra había atenuado el resplandor de los rayos del astro diurno, eliminándolo. Una sombra. La de Evelyn Hillingdon... No. No era la de Evelyn... La Sombra... ¿Cómo era la frase de su cita?
La Sombra del Valle de la Muerte
. Ella temía que... ¿Cómo se llamaba la señal? La «señal del cuerno»... Ella tenía que hacer la «señal del cuerno» para anular el influjo maléfico, el «mal de ojo» que el comandante Palgrave ejercía sobre todas las personas que estaban o habían estado anteriormente a su alrededor.

Entreabrió los párpados... Había estado durmiendo. Pero había notado una sombra. La de alguien que permaneciera unos momentos asomado a su ventana.

La sombra se había alejado... Y entonces miss Marple pudo distinguirla perfectamente. Y descubrir, saber de quién se trataba. Era Jackson.

«¡Qué impertinencia, espiarme con ese descaro!», pensó. A continuación añadió, como en un «entre paréntesis» mental: «Exactamente igual que Jonas Parry.»

Esta comparación no implicaba ningún elogio para Jackson. ¿Y por qué había estado espiándola Jackson? ¿Habría querido comprobar, quizá, si se encontraba a la sazón dormida? Se levantó, entrando en el cuarto de baño, acercándose cautelosamente a la ventana del mismo.

Arthur Jackson hallábase de pie junto a la puerta del «bungalow» vecino, el de mister Rafiel. Miss Marple le vio mirar receloso a su alrededor antes de penetrar rápidamente en la pequeña construcción. «Muy interesante», pensó aquélla. ¿Por qué tenía aquel hombre que adoptar una actitud furtiva? Nada en el mundo podía parecer más natural que su entrada en el «bungalow» del anciano millonario, donde Jackson contaba con una habitación en la parte posterior del edificio. ¡Si se pasaba el día entrando y saliendo de éste por un motivo u otro! ¿A qué mirar a su alrededor, temeroso, indudablemente, de que le viese alguien? «Esto sólo tiene una respuesta», se dijo miss Marple. «El» quería asegurarse de que nadie le estaba viendo en ese momento especial, porque se proponía hacer algo también de orden completamente particular en el interior del «bungalow».

Desde luego, todo el mundo, a aquella hora, se encontraba en la playa, exceptuando los que se habían marchado de excursión. Jackson no tardaría más de veinte minutos en volver a ella, con objeto de ayudar a mister Rafiel a darse su cotidiano baño. Si quería hacer algo allí dentro sin que nadie le observara, había escogido un buen momento. Ya se había cerciorado de que miss Marple estaba durmiendo en su lecho tranquilamente, comprobando a continuación que por los alrededores no había nadie a mano que se fijase en sus movimientos. De acuerdo... Miss Marple, tras repasar mentalmente los hechos, llegó a la conclusión de que ella debía imitar hasta cierto punto la actitud de Jackson.

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