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Authors: Herman Melville

Moby Dick (19 page)

BOOK: Moby Dick
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Pero la única cosa a considerar aquí es ésta: ¿qué clase de aceite se usa en las coronaciones? Ciertamente que no puede ser aceite de oliva, ni aceite de ricino, ni aceite de oso, ni aceite de pescado, ni aceite de hígado de bacalao. ¿Cuál es posible que sea entonces, sino el aceite de ballena en su estado natural y sin purificar, el más grato de todos los aceites?

¡Pensad en eso, oh, leales británicos! ¡Nosotros, los balleneros, proporcionamos a vuestros reyes y reinas la materia de la coronación!

XXVI
 
Caballeros y escuderos

El primer oficial del Pequod era Starbuck, natural de Nantucket, y cuáquero por descendencia. Era un hombre largo y serio, y, aunque nacido en una costa gélida, parecía muy apropiado para soportar latitudes cálidas, por ser tan dura su carne como la galleta bizcocha. Transportado a las Indias, su sangre viva no se estropearía como la cerveza embotellada. Debía haber nacido en alguna época de sequía y hambre general, o en uno de esos días de ayuno por los que es tan famoso su Estado. Sólo había visto treinta áridos veranos: esos veranos habían desecado toda su superficie física. Pero eso, su flacura, por así decir, no parecía ya señal de ansiedades y cuidados agostadores, ni tampoco indicación de ningún desgaste corporal. Era simplemente la condensación de aquel hombre. No tenía en absoluto mal aspecto; al contrario. Su pura y tensa piel se le ajustaba de modo excelente, y apretadamente envuelto en ella, y embalsamado en fuerza íntima y en salud, como un egipcio revivido, este Starbuck parecía preparado a soportar largas épocas venideras, y a soportarlas siempre como ahora; pues, con nieve polar o sol tórrido, como un cronómetro patentado, su vitalidad interior estaba garantizada para salir adelante en todos los climas. Mirándole a los ojos, a uno le parecía ver en ellos las imágenes demoradas de aquellos múltiples peligros que había afrontado con calma en toda su vida: hombre firme y sólido, cuya vida, en su mayor parte, había sido una elocuente pantomima de acción, y no un manso capítulo de palabras. Sin embargo, con toda su curtida fortaleza y sobriedad, había en él ciertas cualidades que algunas veces afectaban, y aun en ciertas ocasiones parecían casi contrapesar a todo el resto. Insólitamente concienzudo para ser un marinero, y dotado de honda reverencia natural, la soledad salvaje y acuática de su vida le inclinaba fuertemente, por tanto, a la superstición, pero a esa suerte de superstición que en ciertos caracteres parece proceder más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Lo suyo eran portentos exteriores y presentimientos interiores. Y si a veces esas cosas doblaban el hierro soldado de su alma, los lejanos recuerdos domésticos de su joven mujer y su hijo, en el Cabo, tendían mucho más a desviarle de la rudeza originaria de su naturaleza, y abrirle aún más a esas influencias latentes que, en algunos hombres de corazón honrado, refrenan el empuje de la temeridad diabólica tan a menudo evidenciada por otros en las vicisitudes más peligrosas de la pesca de la ballena.

—No quiero en mi bote a ninguno —decía Starbuck— que no tenga miedo de la ballena.

Con eso parecía querer decir no solamente que el valor más útil y digno de confianza es el que surge de la estimación realista del peligro encontrado, sino que un hombre totalmente sin miedo es un compañero mucho más peligroso que un cobarde.

—Sí, sí —decía Stubb, el segundo oficial—: este Starbuck es un hombre tan cuidadoso como pueda encontrarse en cualquier lado en la pesca de la ballena.

Pero no tardaremos en ver lo que significa exactamente esa palabra «cuidadoso» cuando la usa un hombre como Stubb o casi cualquier otro cazador de ballenas.

Starbuck no iba en una cruzada en busca de peligros; en él, el valor no era un sentimiento, sino una cosa simplemente útil para él, y siempre a mano para todas las ocasiones prácticas de la vida. Además pensaba, quizá, que en este asunto de la pesca de la ballena el valor era una de las grandes provisiones necesarias para el barco, como la carne y la galleta, que no se podían derrochar locamente. Por lo tanto, no tenía ganas de arriar las lanchas en busca de ballenas después de la puesta del sol, ni se empeñaba en cazar un pez que se obstinase en luchar contra él. Pues Starbuck pensaba: «Aquí estoy en este crítico océano para ganarme la vida matando ballenas, y no para que ellas me maten ganándose la suya»; y Starbuck sabía muy bien que centenares de hombres habían muerto así. ¿Cuál había sido el destino de su propio padre? ¿Dónde, en qué profundidades insondables, podría encontrar los miembros despedazados de su hermano?

Con recuerdos como éstos en él, y además, dado a cierta superstición, como se ha dicho, el valor de este Starbuck, si a pesar de todo podía mostrarse, debía ser extremado. Pero en un hombre así constituido, y con experiencias y recuerdos tan terribles como él tenía, no entraba en lo natural que esas cosas dejaran de engendrar ocultamente en él un elemento que, en circunstancias adecuadas, irrumpiera saliendo de su encierro y quemara todo su valor. Y por valiente que fuera, era principalmente de esa clase de valentía, visible en ciertos hombres intrépidos, que, aunque suelen mantenerse firmes en el combate con los mares, o los vientos, o las ballenas, o cual quiera de los acostumbrados horrores irracionales de este mundo, no pueden, sin embargo, resistir esos terrores, más espantosos por ser más espirituales, que a veces le amenazan a uno en el ceño fruncido de un hombre colérico y poderoso.

Pero si la narración siguiente hubiera de revelar en algún caso el desplome completo de la fortaleza del pobre Starbuck, apenas habría tenido yo ánimo para escribirla, pues es cosa lamentable, e incluso desagradable, mostrar el hundimiento del valor de un alma. Los hombres pueden parecer detestables en cuanto sociedades anónimas y naciones; podrá haber seres serviles, locos y asesinos; pero el hombre, en su ideal, es tan noble y resplandeciente, tan grandiosa y refulgente criatura, que todos sus semejantes deberían correr a echar sus vestiduras más preciosas sobre cualquier mancha ignominiosa que haya en él. Esa virilidad inmaculada que sentimos dentro de nosotros, tan en lo hondo que permanece intacta aun cuando parezca perdido todo el carácter exterior, sangra con la más penetrante angustia ante el espectáculo desnudo de un hombre hundido en su valor. Ni aun la propia piedad, ante una visión tan vergonzosa, puede ahogar del todo sus reproches hacia las estrellas que lo consienten. Pero la augusta dignidad de que trato no es la dignidad de los reyes y los mantos, sino esa dignidad sobreabundante que no se reviste de ningún ropaje. La veréis resplandecer en el brazo que blande una pica o que clava un clavo; es esa dignidad democrática que, en todas las manos, irradia sin fin desde Dios, desde Él mismo, el gran Dios absoluto, el centro y circunferencia de toda democracia; ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!

Entonces, si en lo sucesivo atribuyo cualidades elevadas, aunque oscuras, a los más bajos marineros, renegados y proscritos; si en torno de ellos urdo gracias trágicas; sí aun el más lúgubre, y acaso el más rebajado de ellos, a veces se eleva hasta las montañas sublimes; si pongo un poco de luz etérea en el brazo de ese trabajador; si extiendo un arco iris sobre su desastroso ocaso; entonces, contra todos los críticos mortales, ¡sosténme en eso, oh Tú, justo Espíritu de la Igualdad, que has extendido un único manto real de humanidad sobre toda mi especie! ¡Sosténme, oh Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro prisionero, Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú, que elegiste a Andrew Jackson de entre los guijarros, que lo lanzaste sobre un caballo de guerra, y que le hiciste tronar más alto que en un trono! ¡Tú, que en todos tus poderosos recorridos por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de los sencillos; sosténme en esto, oh Dios!

XXVII
 
Caballeros y escuderos

El segundo oficial era Stubbs. Era natural de Cabo Cod, y por ello, según el uso local, se le llamaba un «cabocodense». Despreocupado, ni cobarde ni valiente, tomando los peligros según venían, con aire indiferente, y, mientras se ocupaba en las crisis más apremiantes de la persecución, despachando el trabajo, tranquilo y concentrado como un carpintero ambulante contratado para el año. Bienhumorado, tranquilo y descuidado, presidía su barco ballenero como si el encuentro más peligroso no fuera más que una cena, y la tripulación, sus comensales invitados. Era tan meticuloso en cuanto a los arreglos de comodidad de su parte de embarcación como un viejo cochero de diligencia en cuanto a lo confortable de su pescante.

Al acercarse a la ballena, en el mismísimo apretón mortal de la pelea, manejaba su inexorable arpón con frialdad y al desgaire, como un hojalatero que silba mientras martilla. Canturreaba sus viejas melodías de rigodón mientras estaba flanco a flanco del más furioso monstruo. La larga costumbre, para este Stubbs, había convertido las fauces de la muerte en una butaca. No hay modo de saber qué pensaba de la muerte misma. Podría preguntarse si alguna vez pensaba en ella, en absoluto, pero si alguna vez inclinaba su mente hacia ese lado, después de una grata comida, no hay duda de que, como buen marinero, la consideraba como una especie de llamada de guardia para salir a cubierta y ocuparse allí en algo que ya vería qué era cuando obedeciera la orden, pero no antes.

Lo que quizá, con otras cosas, hacía de Stubbs un hombre tan tranquilo y sin miedo, tan alegre al llevar adelante la carga de la vida por un mundo lleno de serios vendedores ambulantes, curvados todos ellos hacia el suelo con sus fardos; lo que ayudaba a producir aquel buen humor suyo, casi impío, debía de ser su pipa. Pues, igual que su nariz, su pequeña pipa, corta y negra, era uno de los rasgos habituales de su cara. Casi habría sido más fácil esperar que saliera de su litera sin nariz antes que sin pipa. Tenía allí, dispuestas y cargadas, toda una fila de pipas, metidas en una espetera, al fácil alcance de la mano; y siempre que se acostaba, las fumaba todas seguidas, encendiendo una con otra hasta el fin de la serie, y luego volviéndolas a cargar para que estuvieran de nuevo dispuestas. Pues cuando se vestía, Stubbs se ponía la pipa en la boca antes de meter las piernas en los pantalones.

Digo que este modo continuo de fumar debía de ser, por lo menos, una causa de su disposición peculiar, pues todos saben que este aire terrenal, en tierra o a flote, está terriblemente infectado de las miserias sin nombre de los innumerables mortales que han muerto respirándolo; y del mismo modo que, en épocas de cólera, algunos andan con un pañuelo alcanforado en la boca, igualmente el tabaco de Stubbs podría actuar como una especie de agente desinfectante contra todas las tribulaciones mortales.

El tercer oficial era Flask, natural de Tisbury, en Martha's Vineyard. Un joven rechoncho, robusto y rubicundo, muy belicoso en cuanto a las ballenas, que parecía pensar, no sé por qué, que los grandes leviatanes le habían afrentado de modo personal y hereditario; y por consiguiente, para él era punto de honor destruirlos siempre que los encontrara. Tan absolutamente perdido estaba para todo sentido de reverencia hacia las muchas maravillas de su majestuosa mole y sus místicas maneras, y tan insensible a nada parecido a la conciencia de ningún peligro posible en su encuentro, que, en su pobre opinión, la prodigiosa ballena era sólo una especie de ratón o, por lo menos, de rata de agua vista con aumento, que requería sólo un pequeño rodeo y alguna ligera aplicación de tiempo y molestia para matarla y cocerla. Esta falta de temor, inconsciente e ignorante, le hacía un poco jocoso en cuestión de ballenas: perseguía a estos peces por divertirse, y un viaje de tres años doblando el cabo de Hornos era sólo una broma divertida que duraba todo ese tiempo. Así como los clavos del carpintero se dividen en forjados y cortados, la humanidad se puede dividir de modo semejante. El pequeño Flask era de los forjados, hecho para apretar bien y durar mucho. Le llamaban «Puntal» a bordo del Pequod, porque en su forma se le podía comparar muy bien a esa pieza de proa, corta y cuadrada, conocida por tal nombre en los balleneros árticos y que, por medio de numerosas tablas laterales que irradian insertas en ella, sirve para reforzar el barco contra los hielos que golpean en aquellos agitados mares.

Así pues, estos tres oficiales, Starbuck, Stubbs y Flask, eran hombres de peso. Eran ellos quienes, por disposición general, mandaban tres de las lanchas del Pequod. En el gran orden de batalla en que probablemente desplegaría sus fuerzas el capitán Ahab para atacar a las ballenas, esos tres jefes de bote eran como capitanes de compañías.

O, estando armados con sus largas y agudas picas balleneras, eran como un selecto trío de lanceros, igual que los arponeros eran los lanzadores de jabalinas.

Y dado que en esa famosa pesca cada oficial o jefe de bote, como los antiguos caballeros godos, siempre va acompañado de su piloto o arponero, que en determinadas ocasiones le provee de una nueva lanza cuando la primera se ha torcido de mala manera, o se ha doblado en el asalto, y, además, dado que generalmente se establece entre ambos una estrecha intimidad amistosa, no está de más que en este punto anotemos quiénes eran los arponeros del Pequod, y a qué jefe de bote correspondía cada cual.

El primero de todos era Queequeg, a quien había elegido de escudero Starbuck, el primer oficial. Queequeg ya es conocido.

Después venía Tashtego, un indio puro de Gay-Head, el promontorio más occidental de Martha's Vineyard, donde todavía queda un pequeño resto de una aldea de pieles rojas que desde hace mucho ha suministrado a la vecina isla de Nantucket sus más atrevidos arponeros. En la pesca de la ballena, se les suele conocer por el nombre genérico de Gay-Headers. El pelo largo, lacio y negro de Tashtego, sus altos pómulos huesudos, y sus ojos negros y redondos —para un indio, orientales en su tamaño, pero antárticos en su expresión chispeante—, todo ello le proclamaba de sobra como heredero de la sangre sin adulterar de aquellos orgullosos y bélicos cazadores que, en busca del gran alce de New England, habían explorado, arco en mano, los bosques aborígenes de la costa. Pero sin olfatear ya el rastro de los animales salvajes del bosque, Tashtego cazaba ahora en la estela de las grandes ballenas del mar; y el certero arpón del hijo sustituía adecuadamente a la infalible flecha de los progenitores. Al mirar la atezada robustez de sus ágiles miembros de serpiente, casi se habría dado crédito a las supersticiones de algunos de los primitivos puritanos, medio creyendo que este salvaje indio sería hijo del Príncipe de las Potestades del Aire. Tashtego era el escudero de Stubb, el segundo oficial.

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