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Authors: Herman Melville

Moby Dick (21 page)

BOOK: Moby Dick
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—¿Soy una bala de cañón, Stubb —dijo Ahab—, para que me quieras poner taco de ese modo? Pero vete por tu lado; se me había olvidado. Baja a tu sepulcro nocturno, donde tus semejantes duermen entre sudarios para acostumbrarse a ocupar uno definitivamente. ¡Baja, perro, a la perrera!

Sobresaltándose ante la imprevista exclamación final del anciano, tan súbitamente despectivo, Stubb se quedó sin habla un momento, y luego dijo excitado:

—No estoy acostumbrado a que me hablen de ese modo, capitán: no me gusta en absoluto.

¡Basta! —rechinó Ahab entre los dientes apretados, apartándose violentamente, como para evitar alguna tentación apasionada.

—No, capitán, todavía no —dijo Stubb, envalentonado—: no voy a dejar mansamente que me llamen perro.

—¡Entonces te llamaré diez veces burro, y mulo, y asno; y fuera de aquí, o limpiaré el mundo de ti!

Al decir esto, Ahab avanzó contra él con aspecto tan imponente y terrible, que Stubb se retiró involuntariamente.

—Nunca me han tratado así sin que yo diera a cambio un buen golpe —masculló Stubb, al encontrarse bajando por el portillo de la cabina—. Es muy raro. Alto, Stubb; no sé por qué, ahora, no sé muy bien si volver y golpearle, o... ¿qué es eso?, ¿arrodillarme y rezar por él? Sí, ésa fue la idea que me asaltó; pero sería la primera vez que rezara. Es raro, muy raro, y él también es raro; sí, tómeselo por la proa o por la popa, es el hombre más raro con que jamás ha navegado el viejo Stubb. ¡Cómo se me disparó con los ojos como polvorines!, ¿está loco? De todos modos, tiene algo en la cabeza, como es seguro que debe haber algo en una cubierta cuando cruje. No pasa tampoco en la cama más de tres horas de cada veinticuatro, y entonces no duerme. ¿No me contó ese Dough-Boy, el mayordomo, que por la mañana siempre encuentra las mantas del viejo todas arrugadas y revueltas, y las sábanas caídas a los pies, y la colcha casi atada en nudos, y la almohada terriblemente caliente, como si hubiera tenido encima un ladrillo cocido? ¡Viejo caliente! Supongo que tiene lo que la gente de tierra llama conciencia; es una especie de tic doloroso, como le llaman, peor que un dolor de muelas. Bueno, bueno; no sé lo que es, pero que el Señor me libre de tenerlo. Está lleno de enigmas; no entiendo para qué baja a la bodega todas las noches, como dice DoughBoy que sospecha: ¿para qué es eso, me gustaría saber? ¿Quién tiene citas con él en la bodega? ¿No es también raro? Pero no hay modo de saber; es el viejo juego. Vamos allá, a echar un sueñecito. Condenado de mí, vale la pena de que un hombre venga a este mundo, sólo para quedarse bien dormido. Y ahora que lo pienso, es casi lo primero que hacen los niños, y también eso es raro. Condenado de mí, pero todas las cosas son raras, si se van a pensar. Pero eso va contra mis principios. No pensar, es mi undécimo mandamiento; y duerme cuanto puedas, es el duodécimo. Así vamos ahí otra vez. Pero ¿cómo es eso?, ¿no me ha llamado perro? ¡Rayos!, ¡me ha llamado diez veces burro, y encima ha echado un montón de asnos! Igual me podría haber dado patadas, y lo habría hecho. Quizá me ha dado patadas, y yo no me he fijado; de tan asustado que estaba de su ceño, no sé cómo. Centelleaba como un hueso blanqueado. ¿Qué demonios me pasa? No me tengo derecho en las piernas. El ponerme a mal con ese viejo me ha dejado como vuelto del revés. Por Dios que debo haber soñado, sin embargo... ¿Cómo, cómo, cómo? Pero el único modo es dejarlo; vamos otra vez a la hamaca, y por la mañana ya veré cómo piensa a la luz del día ese condenado titiritero.

XXX
 
La pipa

Cuando se marchó Stubb, Ahab se quedó algún tiempo inclinado sobre la amurada, y luego, como era su costumbre desde hacía algún tiempo, llamó a un marinero de guardia, y le mandó abajo, por su taburete de marfil y su pipa. Entonces, encendiendo la pipa en la lámpara de bitácora y plantando el taburete en el lado de barlovento de la cubierta, se sentó a fumar.

En los viejos tiempos de los vikingos, los tronos de los reyes daneses, tan amigos del mar, estaban construidos, según dice la tradición, de los colmillos de narval. ¿Cómo podía uno entonces mirar a Ahab, sentado en ese trípode de huesos, sin acordarse de la realeza que simbolizaba? Pues Ahab era un Khan de la cubierta, un rey del mar y un gran señor de los leviatanes.

Pasaron unos momentos, durante los cuales el denso vapor le salió de la boca en bocanadas rápidas y constantes, que le volvían a la cara con el viento. «¡Cómo! Ahora —soliloquizó por fin, retirando el tubo— el fumar ya no me calma. ¡Ah, mi pipa!, ¡mal me debe ir, si tu encanto se ha acabado! Aquí he estado sufriendo sin darme cuenta, no gozando; sí, y fumando ignorantemente todo el tiempo a barlovento; a barlovento, y con tan nerviosas chupadas como si, igual que la ballena agonizante, mis chorros finales fueran los más fuertes y llenos de dolor. ¿Qué tengo que ver con esta pipa? Esta cosa está hecha para dar serenidad, para enviar a lo alto suaves vapores blancos entre suaves cabellos canosos, y no entre revueltos mechones de gris acerado como los míos. No fumaré más…»

Lanzó al mar la pipa todavía encendida. El fuego chirrió entre las olas, y en el mismo instante, el barco pasó disparado junto a la burbuja hecha por la pipa al hundirse. Con el sombrero gacho, Ahab se paseó tambaleando por la cubierta.

XXXI
 
La Reina Mab

A la mañana siguiente, Stubb se acercó a Flask.

—Un sueño tan raro, «Puntal», no lo había tenido nunca. Ya conoces la pata de marfil del viejo: bueno, soñé que me daba una patada con ella y que, al tratar de devolvérsela, ¡por mi vida, muchachito, que se me desprendió la pierna del golpe! ¡Y luego, de repente, Ahab parecía una pirámide y yo, como un loco furioso, seguía dándole patadas! Pero lo más curioso, Flask (ya sabes qué curiosos son todos los sueños), es que a través de toda la cólera en que estaba, no sé cómo, parecía pensar para mí que, después de todo, no era mucha ofensa esa patada de Ahab. «En fin —pensaba yo—, ¿por qué es la riña? No es una pierna de verdad, sino solamente falsa.» Y hay mucha diferencia entre un golpe vivo y un golpe muerto. Eso es lo que hace, Flask, que el golpe de una mano sea cincuenta veces más doloroso de soportar que el golpe de un bastón. Y yo, fíjate, pensaba para mí todo el tiempo, mientras golpeaba mis estúpidos dedos de los pies contra esa maldita pirámide: aun tan condenadamente contradictorio como era todo, mientras tanto, como digo, yo pensaba para mí: «¿Ahora, qué es su pierna, sino un bastón, un bastón de hueso de ballena? Sí —pensaba yo—, ha sido sólo una tunda en broma; en realidad, sólo me ha abalienado, no me ha dado un golpe vil. Además —pensaba yo—, míralo un momento; bueno: el extremo, la parte del pie, qué clase de extremo más pequeño tiene; mientras que si me diera una patada un campesino de pies anchos, eso sí que sería una endemoniada ofensa ancha. Pero esta ofensa está afilada hasta no acabar más que en una punta». Pero ahora viene la mayor broma del sueño, Flask. Mientras yo seguía dando contra la pirámide, una especie de viejo tritón, con pelos de tejón y con una joroba en la espalda, me agarra por los hombros y me hace dar la vuelta. «¿Qué andas haciendo?», me dice. ¡Demonios, hombre! ¡Cómo me asusté! ¡Qué jeta! Pero, no sé cómo, un momento después había dominado el susto. «¿Qué ando haciendo? —digo por fin— ; ¿Y a ti qué te importa? Me gustaría saberlo, señor Chepa. ¿Quieres una patada?» Por lo más santo, Flask, apenas había dicho esto cuando él me volvió la popa, se agachó, y levantándose un matojo de algas que llevaba como un harapo, ¿qué crees que vi?; bueno, pues, rayos y truenos, hombre, tenía la popa llena de pasadores, con las puntas para fuera. Digo yo, pensándolo mejor: «Me parece que no te voy a dar una patada, compadre». «Sensato Stubb —dice—, sensato Stubb»; y lo siguió mascullando todo el tiempo, igual que si se comiera sus propias encías, como una bruja de chimenea. Viendo que no iba a acabar de repetir su «sensato Stubb, sensato Stubb», pensé que igual podría volver a emprenderla con la pirámide. Pero apenas había levantado el pie para ello cuando él rugió: «¡Deja esas patadas!». «Eh —digo yo—, ¿qué ocurre ahora, compadre?» «Ven acá —dice—, vamos a discutir la ofensa. El capitán Ahab te ha dado una patada, ¿no?» «Sí que me ha dado —digo—, y fue aquí mismo...» «Muy bien —dice—: usó la pierna de marfil, ¿no?» «Sí, eso es», digo yo. «Bueno, entonces —dice—, sensato Stubb, ¿de qué tienes que quejarte? ¿No te dio la patada con la mejor voluntad? No fue una vulgar pata de palo, de pino de tea, con la que te dio el puntapié, ¿verdad? No, te dio la patada un gran hombre, y con una hermosa pierna de marfil, Stubb. Es un honor; yo lo considero un honor. Escucha, sensato Stubb. En la antigua Inglaterra, los mayores señores consideraban que era una gran gloria ser abofeteados por una reina y ser nombrados caballeros de sus ligas, pero tú por tu parte, Stubb, presumes de que te ha dado una patada el viejo Ahab, haciéndote hombre sensato. Recuerda lo que digo: déjate dar patadas por él; considera como un honor sus patadas, y por ningún motivo se las devuelvas, porque no puedes servirte a tu gusto, sensato Stubb. ¿No ves esa pirámide?» Y con esto, de repente, pareció, no sé cómo, salir nadando por el aire. ¡Yo di un ronquido, me revolví, y allí estaba en la hamaca! Ahora, ¿qué te parece ese sueño, Flask?

—No sé, pero me parece una especie de tontería.

—Quizá, quizá. Pero me ha hecho hombre sensato, Flask. ¿Viste a Ahab ahí plantado, mirando de medio lado por la popa? Bueno, lo mejor que puedes hacer, Flask, es dejar solo a ese viejo; no hablar jamás con él, diga lo que quiera. ¡Eh! ¿Qué es lo que grita? ¡Atención!

—¡A ver, el vigía! ¡Mirad bien, todos! ¡Hay ballenas por ahí! Si veis una blanca, ¡a partirse el pecho gritando!

—¿Qué piensas ahora de él, Flask? ¿No hay un toque de algo raro en esto, eh? Una ballena blanca; ¿te has fijado, hombre? Mira; hay algo especial en el aire. Puedes estar seguro de eso, Flask. Ahab tiene en la cabeza algo sangriento. Pero, a callar: viene por aquí.

XXXII
 
Cetología

Ya estamos atrevidamente lanzados sobre la profundidad, pero pronto nos perderemos en sus inmensidades sin orillas ni puertos. Antes de que esto ocurra; antes que el casco lleno de algas del Pequod se balancee flanco a flanco de los cascos llenos de lapas del leviatán; desde el arranque, no estará de más atender a una cuestión casi indispensable para una completa comprensión apreciativa de las variadas revelaciones y alusiones más especialmente leviatánicas que han de sucederse.

Lo que ahora querría poner ante vosotros es una exhibición sistematizada de la ballena en sus amplios géneros. Pero no es tarea fácil. Lo que aqui se intenta es nada menos que la clasificación de los constitutivos de un caos.

Escuchad lo que han establecido las mejores y más recientes autoridades.

«No hay rama de la zoología tan enredada como la que se titula cetología», dice el capitán Scoresby, 1820.

«No es mi intencion, aunque estuviera a mi alcance, entrar en la investigación del auténtico método de dividir los cetáceos en grupos y familias... Entre los historiadores de este animal (el cachalote) existe completa confusión», dice el cirujano Beale, 1839.

«Incapacidad para proseguir nuestra investigación en las aguas insondables.» «Un velo impenetrable cubre nuestro conocimiento de los cetáceos.» «Un campo sembrado de espinas.» «Todas estas indicaciones incompletas sólo sirven para torturarnos a los naturalistas. »

Así hablan de la ballena el gran Cuvier, John Hunter y Lesson, esas lumbreras de la zoología y la anatomía. No obstante, aunque hay poco conocimiento real, hay abundancia de libros; y así ocurre en pequeña escala con la cetología o ciencia de las ballenas. Muchos son los hombres, pequeños o glandes, viejos o nuevos de tierra o de mar, que han escrito sobre la ballena, por extenso o en breve. Recorred unos pocos: los autores de la Biblia, Aristóteles, Plinio, Aldrovandi, sir Thomas Browne, Gesner, Ray, Linneo, Rondeletius, Willoughby Green., Artedi, Sibbald, Brisson, Marten, Lacépède, Bonneterre, Desmarest, el Barón Cuvier, Frederick Cuvier, John Hunter, Owen, Scoresby, Beale, Bennett, J. Ross Browne, el autor de Miriam Coffin, Olmstead y el reverendo T Cheever.

Pero las citas antes mencionadas habrán mostrado con qué propósito definitivo de generalización han escrito todos ellos.

De los nombres que hay en esta lista de autores balleneros, sólo los que suceden a Owen han visto alguna vez ballenas vivas, y, salvo uno, ninguno fue un auténtico arponero ni ballenero profesional. Me refiero al capitán Scoresby. En el tema especial de la ballena de Groenlandia, o ballena propiamente dicha, él es la mejor autoridad existente. Pero Scoresby no sabía nada ni dijo nada del gran cachalote, al lado del cual la ballena de Groenlandia casi no es digna de mención. Y aquí ha de decirse que la ballena de Groenlandia es una usurpadora en el trono de los mares. Ni siquiera es la mayor de las ballenas. Pero, debido a la larga prioridad de sus pretensiones y a la profunda ignorancia que, hasta hace unos setenta años, rodeaba al fabuloso o totalmente desconocido cachalote, ignorancia que sigue reinando hasta hoy en todas partes salvo en unos pocos retiros científicos y puertos balleneros, esa usurpación ha sido completa. La observación de casi todas las alusiones leviatánicas en los grandes poetas de tiempos pasados os convencerá de que la ballena de Groenlandia, sin un solo rival, era entonces la reina de los mares. Pero ha llegado la hora de una nueva proclamación. Aquí es Charing Cross; ¡escuchad todos, hombres de bien; la ballena de Groenlandia queda depuesta; ahora reina el gran cachalote!

Hay sólo dos libros existentes que pretendan de un modo o de otro presentaros al cachalote, y que, al mismo tiempo, tengan el más remoto éxito en su intento. Esos libros son los de Beale y Bennett, ambos, en su tiempo, médicos en los balleneros ingleses del mar del Sur, y ambos hombres exactos y de fiar. La materia original referente al cachalote que se encuentra en sus volúmenes es por fuerza pequeña, pero hasta donde alcanza, es de excelente calidad, aunque en su mayor parte limitada a la descripción científica. Sin embargo, hasta ahora el cachalote, científico o poético, no vive completo en ninguna literatura. Muy por encima de todas las demás ballenas que se cazan, su vida está por escribir.

Ahora bien, las diversas especies de ballenas necesitaban alguna integral clasificación popular, aunque sólo sea un fácil bosquejo por el momento, que después se rellene en todos sus departamentos con los sucesivos esfuerzos de otros estudiosos. En vista de que no hay nadie mejor que se adelante a tomar en sus manos este asunto, ofrezco por tanto mis propios humildes esfuerzos. No prometo nada completo, porque cualquier cosa humana que se suponga completa, debe ser infaliblemente deficiente por esa misma razón. No pretenderé una menuda descripción anatómica de las diversas especies, ni —al menos en este lugar— muchas descripciones.

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