Authors: Herman Melville
Puede parecer poco justificado unir en ningún aspecto a los vigías de las cofas de tierra con los del mar, pero que no es así en realidad, queda evidenciado claramente por un punto de que se hace responsable Obed Macy, el único historiador de Nantucket. El digno Obed nos dice que, en los primeros tiempos de la pesca de la ballena, antes de que se lanzaran regularmente barcos en persecución de la presa, la gente de la isla erigía elevadas astas a lo largo de la costa, a las que los vigías ascendían por medio de abrazaderas con clavos, algo así como cuando las gallinas suben las escaleras a su gallinero. Hace pocos años ese mismo plan fue adoptado por los balleneros de la bahía de Nueva Zelanda, quienes, al señalar la presa, daban aviso a botes ya tripulados que estaban preparados junto a la playa. Pero esa costumbre ahora se ha quedado anticuada; volvamos entonces a la única cofa propiamente dicha, la de un barco ballenero en el mar.
Se tienen vigías en las tres cofas, de sol a sol, alternándose los marineros por turnos regulares (como en la caña), y' relevándose cada dos horas. En el tiempo sereno de los trópicos, la cofa es enormemente agradable; incluso deliciosa para un hombre soñador y meditativo. Ahí está uno, a cien pies por encima de las silenciosas cubiertas, avanzando a grandes pasos por lo profundo, como si los palos fueran gigantescos zancos, mientras que por debajo de uno, y como quien dice entre las piernas, nadan los más enormes monstruos del mar, igual que antaño los barcos navegaban entre las botas del famoso Coloso de la antigua Rodas. Ahí está uno, en la secuencia infinita del mar, sin nada movido, salvo las ondas. El barco en éxtasis avanza indolentemente; soplan los perezosos vientos alisios; todo le inclina a uno a la languidez. Casi siempre, en esta vida ballenera en el trópico, a uno le envuelve una sublime ausencia de acontecimientos: no se oyen noticias, no se leen periódicos, no hay números especiales con informes sobresaltadores sobre vulgaridades que le engañen a uno excitándole sin necesidad; no se oye hablar de aflicciones domésticas, fianzas de quiebra, caídas de valores; nunca preocupa la idea de qué habrá de comer, pues todas las comidas, para tres años y más, están confortablemente estibadas en barriles, y la minuta es inmutable.
En uno de esos balleneros del sur, en un largo viaje de tres o cuatro años, como a menudo ocurre, la suma de las diversas horas que uno pasa en la cofa equivaldría a varios meses enteros. Y es muy deplorable que el lugar a que uno dedica tan considerable porción del término total de su vida natural, esté tan tristemente carente de cualquier cosa aproximada a una cómoda habitabilidad, o capaz de engendrar una confortable localización de nuestro sentir, tal como corresponde a una cama, una hamaca, un coche fúnebre, una garita, un púlpito, una carroza, o cualquier otra de esas pequeñas y gratas invenciones en que los hombres se aíslan temporalmente. El lugar más habitual de posarse es la cabeza del mastelero de juanete, donde uno se pone sobre dos finas traviesas paralelas (casi exclusivas de los barcos balleneros) llamadas baos de juanete. Allí, zarandeado por el mar, el principiante se siente casi tan a gusto como si estuviera sobre los cuernos de un toro. Desde luego, en tiempo frío uno puede llevar consigo a lo alto su casa, en forma de un capote de guardia; pero, hablando en propiedad, el capote más espeso no es más casa que el cuerpo desvestido; pues del mismo modo que el alma está pegada por dentro a su tabernáculo carnal, y no se puede mover libremente por él, ni tampoco moverse saliendo de él, sin correr gran riesgo de perecer (como un peregrino ignorante que cruza los Alpes nevados en invierno), así un capote no es tanto una casa cuanto un mero envoltorio, o una piel adicional que nos enfunda. No se puede meter uno en el cuerpo una estantería ni un cajón, y tampoco se puede convertir el capote en un armario conveniente.
En referencia a todo esto, ha de lamentarse vivamente que las cofas de un ballenero del mar del Sur no estén provistas de esos envidiables pabelloncitos o púlpitos, llamados «cofa de vigía de tope» o «nido de cuervo», en que los vigías de los balleneros de Groenlandia quedan protegidos del inclemente tiempo de los mares helados. En la hogareña narración del capitán Sleet titulada Un Viaje entre los Icebergs, en busca de la ballena de Groenlandia, e incidentalmente para el redescubrimiento de las Perdidas Colonias Islandesas de la Vieja Groenlandia, en ese admirable volumen, digo, todos los vigías de las cofas están dotados de una explicación deliciosamente detallada del entonces recién inventado «nido de cuervo» del Glacier, que era el nombre de la excelente nave del capitán Sleet. Él lo llamó «nido de cuervo de Sleet» en honor a sí mismo, por ser él su inventor original y patentador, y estar libre de toda ridícula delicadeza falsa, considerando que si llamamos a nuestros propios hijos con nuestros propios nombres (puesto que los padres somos sus inventores originales y patentadores), igualmente deberíamos denominar con nuestro nombre cualquier otro artefacto que engendremos. En forma, el «nido de cuervo de Sleet» es algo así como un gran barril o tubo, pero abierto por arriba, donde está provisto de una pantalla móvil lateral para poner a barlovento de la cabeza en una dura galerna. Estando sujeto al extremo del palo, se sube a él por una pequeña escotilla en trampa puesta en el fondo. En la parte trasera, o sea, la más próxima a popa del barco, hay un cómodo asiento, con un cajón debajo para paraguas, bufandas y capotes. Delante hay una bolsa de cuero, donde se guarda el altavoz, la pipa, el telescopio y demás utensilios náuticos. Cuando el capitán Sleet en persona se situaba en la cofa, en aquel nido de cuervo suyo, nos dice que siempre llevaba consigo un rifle (sujeto también a la bolsa) junto con un frasco de pólvora y munición, con el fin de disparar a los narvales errantes, los vagabundos unicornios marinos que infestaban aquellas aguas; pues no se les puede disparar con buenos resultados desde la cubierta, debido a la resistencia del agua, pero dispararles desde arriba es cosa muy diferente. Ahora es evidentemente resultado del amor que el capitán Sleet describa, como lo hace, todas las comodidades detalladas de su nido de cuervo, pero aunque se extienda tanto en algunas de ellas, y aunque nos obsequie con una explicación muy científica de sus experimentos en el nido de cuervo, con una pequeña brújula que guardaba allí con el fin de contrarrestar los errores de lo que llamaba la «atracción local» de todos los imanes de bitácora (error atribuible a la vecindad horizontal del hierro en las tablas del barco, y, en el caso del Glacier, quizá, a que hubiera entre la tripulación tantos herreros en bancarrota), digo que aunque el capitán es aquí muy discreto y científico, con todo, a pesar de sus doctas «desviaciones de bitácora», «observaciones azimutales de la brújula» y «errores de aproximación», sabe de sobra el capitán Sleet que no estaba tan sumergido en esas profundas meditaciones magnéticas como para dejar de ser atraído de vez en cuando hacia la bien provista cantimplora tan lindamente encajada en un lado de su nido de cuervo, a fácil alcance de la mano. Por más que, en conjunto, admire grandemente, e incluso quiera, al valiente, honrado y docto capitán, no obstante, le tomo muy a mal que no haga caso en absoluto a la cantimplora sabiendo qué fiel amiga y consoladora debía haber sido mientras él estudiaba matemáticas, con dedos enmitonados y cabeza encapuchada, en lo alto de aquel nido a tres o cuatro varas del Polo.
Pero si nosotros, los pescadores de ballenas del sur, no estamos tan cómodamente alojados en lo alto como el capitán Sleet y sus hombres de Groenlandia, esa desventaja queda grandemente contrapesada por la serenidad, en gran contraste, de los seductores mares en que solemos flotar los pescadores del sur. Yo, por mi parte, solía subir con gran sosiego y ocio por las jarcias, descansando en lo alto para charlar con Queequeg, o con cualquier otro franco de servicio a quien encontrara allí; luego, ascendiendo un poco más allá, y echando perezosamente una pierna sobre la verga de gavia, lanzaba una ojeada preliminar a las dehesas acuáticas, y así por fin me elevaba a mi destino definitivo.
Quiero descargar aquí mi conciencia y admitir con franqueza que hacía muy mal la guardia. Con el problema del universo dando vueltas en mí, ¡cómo podía yo —quedando tan completamente solo en una altura que tantos pensamientos engendraba—, cómo podía yo observar sino de modo muy ligero mis obligaciones de cumplir las órdenes permanentes de todos los barcos balleneros: «Abre el ojo a barlovento y grita a cada vez».
Y en este punto, dejadme amonestaros de modo conmovedor, ¡oh armadores de Nantucket! ¡Cuidado con alistar en vuestras vigilantes pesquerías a ningún muchacho de frente descarnada y mirada profunda, dado a tan inoportuna meditatividad, y que se ofrece para embarcarse llevando en la cabeza el «Fedón» en vez del Bowditch! Cuidado con semejante persona, digo: vuestras ballenas han de ser vistas para poder ser muertas; y este joven platónico de ojos hundidos os remolcará diez vueltas alrededor del globo sin enriqueceros en una sola pinta de grasa. Y no son del todo superfluas estas admoniciones. Pues hoy día la pesca de la ballena proporciona un asilo para muchos jóvenes románticos, melancólicos y distraídos, disgustados del acerbo cuidado de la tierra, y buscando sentimiento en el alquitrán y el aceite de la ballena. No pocas veces Childe Harold se encarama en la cofa de algún barco ballenero decepcionado y sin suerte, y exclama en melancólico fraseo:
¡Sigue moviéndote, hondo, sombrío mar azul!
Vanamente diez mil balleneros te cruzan.
Muy a menudo los capitanes de semejantes barcos riñen a esos distraídos jóvenes filósofos, acusándoles de no tomarse suficiente «interés» por el viaje; medio sugiriendo que están tan desesperadamente perdidos para toda ambición honrosa, que en lo secreto de sus almas preferirían no ver ballenas en vez de verlas. Pero todo en vano: esos jóvenes platónicos tienen la idea de que su visión es imperfecta: son miopes: ¿de qué sirve, entonces, esforzar el nervio óptico? Se han dejado en casa los gemelos de teatro.
—Vamos, tú, mono —decía un arponero a uno de esos muchachos—: llevamos ya sus buenos años de travesía, y todavía no has señalado una ballena. Mientras tú estás ahí arriba, las balirnas son tan escasas como los dientes de gallina.
Quizá era así o quizá podían haber estado en mana as en el remoto horizonte; pero este distraído joven está adormecido en tal desatención drogada de ensueño vacío e inconsciente, por la cadencia mezclada de las olas y los pensamientos, que finalmente pierde su identidad; toma el místico océano a sus pies por la imagen visible de esa profunda alma azul y sin fondo que penetra la humanidad y la naturaleza; y cualquier cosa extraña, medio vista, elusiva, y hermosa, que se le escapa, cualquier aleta que asoma, confusamente percibida, de alguna forma indiscernible, le parece la encarnación de esos elusivos pensamientos que sólo pueblan el alma volando continuamente a través de ella. En este encantado estado de ánimo, tu espíritu refluye al lugar de donde vino, se difunde a través del tiempo y el espacio, como las dispersas cenizas panteístas de Cranmer, formando al menos una parte de todas las orillas en torno al globo.
No hay vida en ti, ahora, salvo esa vida mecida que te comunica un barco que se balancea suavemente, y que él toma prestado del mar, y el mar, de las inescrutables mareas de Dios. Pero mientras está en ti este sueño, este ensueño, mueve una pulgada el pie o la mano, dejan de resbalar un poco, y tu identidad regresa horrorizada. Te ciernes sobre vórtices cartesianos. Y quizá a mediodía, en el más claro tiempo, con un grito medio estrangulado, caerás por ese aire transparente al mar estival, para no volver a subir jamás. ¡Tened mucho cuidado, oh panteístas!
En escena, AHAB; después, todos
Pasado no mucho tiempo desde el asunto de la pipa, una mañana poco después del desayuno, Ahab, como de costumbre, subió a cubierta por el tambucho de la cabina. La mayor parte de los capitanes de marina suelen pasear por allí a esa hora, igual que los hidalgos rurales, después de desayunar, dan unas vueltas por el jardín.
Pronto se oyó su firme paso de marfil, yendo y viniendo en sus acostumbradas rondas, por tablas tan familiares para su pisada que estaban todas ellas marcadas, como piedras geológicas, por la señal peculiar de sus andares. Y también, si se miraba atentamente aquella surcada y marcada frente, se veían, igualmente huellas extrañas, las huellas de su único pensamiento, sin dormir y siempre caminando.
Pero en la ocasión de que hablamos, esas marcas parecían más profundas, del mismo modo que su nervioso paso dejaba aquella mañana una huella más profunda. Y tan lleno de su pensamiento estaba Ahab, que a cada monótona vuelta que daba, una vez en el palo mayor y otra vez en la bitácora, casi se podía ver aquel pensamiento dando la vuelta en él según andaba, y tan completamente poseyéndole, desde luego, que parecía todo él la forma interior de su movimiento externo.
—¿Te has fijado en él, Flask? —susurró Sub : el pollo que lleva dentro golpea el cascarón. Pronto va a salir.
Iban pasando las horas: Ahab se encerró entonces en la cabina, y pronto, volvió a pasear por la cubierta, con el mismo intenso fanatismo de designio en su aspecto.
Se acercaba al caer del día. De repente, él se detuvo junto a las amuradas, e insertando su pierna de hueso en el agujero taladrado allí, y agarrando con una mano un obenque, ordenó a Starbuck que mandase a todos a popa.
—¡Capitán! —dijo el oficial, asombrado ante una orden que a bordo de un barco se da muy raramente o nunca, salvo en algún caso de excepción.
—Manda a todos a popa —repitió Ahab—: ¡vigías, aquí, abajo!
Cuando estuvo reunida la entera tripulación del barco, mirándole con caras curiosas y no libres de temor, pues su aspecto recordaba el horizonte a barlovento cuando se forma una tempestad, Ahab, después de lanzar una rápida ojeada por las amuradas, y luego disparar los ojos entre la tripulación, arrancó de su punto de apoyo, y, como si no hubiera junto a él ni un alma, continuó sus pesadas vueltas por la cubierta. Con la cabeza inclinada y el sombrero medio gacho siguió caminando, sin tener en cuenta el susurro de asombro entre la gente, hasta que Stubb cuchicheó prudentemente a Flask que Ahab les debía haber llamado allí con el propósito de que presenciaran una hazaña pedestre. Pero eso no duró mucho. Deteniéndose con vehemencia, gritó: