Moby Dick (24 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Pero Ahab, mi capitán, todavía sigue moviéndose ante mí en toda su tenebrosidad hirsuta de hombre de Nantucket, y en este episodio que se refiere a emperadores y reyes no debo ocultar que sólo tengo que habérmelas con un pobre y viejo cazador de ballenas como él, y, por tanto, me están negados todos los ornamentos exteriores y decorados de la majestad. ¡Oh, Ahab!, ¡lo que en ti sea grandioso habrá de ser por fuerza arrancado a los cielos, y sacado de la profundidad en zambullida, y configurado en el aire sin cuerpo!

XXXIV
 
La mesa de la cabina

Es mediodía, y Dough-Boy, el mayordomo, sacando su pálida cara de hogaza por el portillo de la cabina, anuncia la comida a su dueño y señor, quien, sentado bajo el bote de pescantes de sotavento, acaba de hacer una observación del sol, y ahora está calculando silenciosamente la latitud en la lisa tableta, en forma de medallón, reservada para esta finalidad cotidiana en la parte superior de su pierna de marfil. Por su completa falta de atención al aviso, pensaríais que el maniático Ahab no ha oído a su sirviente. Pero de repente, agarrándose a los obenques de mesana, se lanza a cubierta y, diciendo con voz igual y sin animación: «La comida, señor Starbuck», desaparece en la cabina.

Cuando se ha extinguido el último eco del paso de su sultán, y Starbuck, el primer emir, tiene todos los motivos para suponer que está sentado, se levanta de su quietud, da unas cuantas vueltas por la cubierta y, tras una grave ojeada a la bitácora, dice, con cierto acento placentero: «La comida, señor Stubb», y baja por el portillo. El segundo emir se demora un rato por los aparejos, y luego, sacudiendo ligeramente la braza mayor, para ver si no le pasa nada a tan importante jarcia, asume igualmente la vieja carga, y con un rápido «La comida, señor Flask», sigue a sus predecesores.

Pero el tercer emir, viéndose ahora por completo a solas en el alcázar, parece sentirse aliviado de alguna singular sujeción, pues, lanzando a todas las direcciones toda clase de guiños entendidos, y quitándose de un golpe los zapatos, se arranca en una brusca, pero silenciosa racha de danza marinera encima mismo de la cabeza del Gran Turco, y luego, lanzando con un diestro golpe su gorra hasta la cofa de mesana, como a una estantería, baja haciendo el loco, al menos mientras queda visible desde cubierta, y cierra la marcha con música, al revés que en todas las demás procesiones. Pero antes de entrar por la puerta de la cabina de abajo, se detiene, embarca una cara totalmente nueva, y luego el independiente y risueño pequeño Flask entra a la presencia del rey Ahab en el papel de Abyectus, el esclavo.

De todas las cosas raras producidas por la intensa artificialidad de las costumbres marinas, no es la menor que muchos oficiales, mientras están al aire libre, en cubierta, se comporten a la menor provocación de modo atrevido y desafiante respecto a su jefe, pero que, en diez casos contra uno, esos oficiales bajen un momento después a su acostumbrada comida en la cabina del mismo capitán, e inmediatamente tomen un aire inofensivo, por no decir suplicante y humilde, hacia aquél, sentado a la cabecera de la mesa: es algo maravilloso, y a veces muy cómico: ¿Por qué tal diferencia? ¿Un problema? Quizá no. En haber sido Baltasar rey de Babilonia, y haberlo sido de modo no altivo, sino cortés, en esto sin duda debió de haber algún toque de grandeza humana. Pero aquel que con espíritu auténticamente real e inteligente preside su propia mesa particular de comensales invitados, ese hombre tiene por el momento un poder sin rival y el dominio de la influencia individual; la realeza de rango de ese hombre supera a Baltasar, pues Baltasar no era el más grande. Quien por una sola vez haya invitado a comer a sus amigos, ha probado a qué sabe ser césar. Es una brujería de zarismo social a que no se puede resistir. Ahora, si a esa consideración se sobreañade la supremacía oficial del capitán de un barco, por deducción se obtendrá la causa de esa peculiaridad de la vida marítima recién mencionada.

Sobre su mesa taraceada de marfil, Ahab presidía como un león marino, mudo y melenudo, en la blanca playa de coral, rodeado por sus cachorros, bélicos pero deferentes. Cada oficial aguardaba a ser servido en su propio turno. Estaban ante Ahab como niñitos; y sin embargo Ahab no parecía abrigar la menor arrogancia social. Con una sola mente, todos clavaban sus ojos atentos en el cuchillo del viejo, mientras trinchaba el plato principal ante él. Por nada del mundo supongo que habrían profanado ese momento con la más leve observación, aunque fuera sobre un tema tan neutral como el tiempo. ¡No! Y cuando, extendiendo el cuchillo y el tenedor entre los cuales se encerraba la tajada de carne, Ahab hacía señal a Starbuck de que le acercara el plato, el primer oficial recibía su alimento como si recibiera limosna, y lo cortaba tiernamente, un poco sobresaltado si por casualidad el cuchillo rechinaba contra el plato, y lo masticaba sin ruido, y se lo tragaba no sin circunspección. Pues, como el banquete de la Coronación en Francfort, donde el Emperador germánico come gravemente con los siete Electores Imperiales, así esas comidas en la cabina eran comidas solemnes, no se sabe cómo, tomadas en temeroso silencio; y, sin embargo, el viejo Ahab no prohibía la conversación en la mesa, sino que solamente permanecía mudo él mismo. ¡Qué alivio era para el atragantado Stubb que una rata hiciera un repentino estrépito en la bodega de abajo! Y el pobre pequeño Flask era el menor y el niñito de esa fatigada reunión familiar. A él le tocaban los huesos de canilla del salobre buey; a él le tocaban las patas de los pollos, pues para Flask, haberse atrevido a servirse, le habría parecido algo equivalente a hurto de primer grado. Sin duda, si se hubiera servido él mismo en la mesa, jamás se habría atrevido a ir con la frente alta por este honrado mundo; y no obstante, por raro que sea decirlo, Ahab nunca se lo prohibía. Y si Flask se hubiera servido, lo probable es que Ahab ni siquiera se habría dado cuenta. Menos que nada se atrevía Flask a servirse manteca. Si era porque pensaba que los propietarios del barco se lo negaban a causa de que le haría tener pecas en su tez clara y soleada, o si juzgaba que, en un viaje tan largo en tales aguas sin mercados, la manteca debía de estar muy cara, y por tanto no era para un subalterno como él, por cualquier cosa que fuera, Flask, ¡ay!, era hombre sin manteca.

Otra cosa. Flask era el último en bajar a comer, y Flask era el primero en subir. ¡Consideradlo! Pues de este modo la comida de Flash quedaba apretada de mala manera en cuanto al tiempo. Starbuck y Stubb le llevaban ventaja en la salida, y además tenían el privilegio de entretenerse después. Si sucede además que Stubb, que apenas está a una clavija por encima de Flask, tiene por casualidad poco apetito y pronto muestra síntomas de que va a terminar su comida, entonces Flask tiene que moverse, y ese día no sacará más de tres bocados, pues va contra la sagrada costumbre que Stubb salga antes que Flask a cubierta. Por consiguiente, Flask reconoció una vez en privado que, desde que había ascendido a la dignidad de oficial, no había sabido, ya a partir de ese momento, lo que era no estar más o menos hambriento. Pues lo que comía, más que aliviarle el hambre, se la mantenía inmortal en él. «La paz y la satisfacción —pensaba Flask— han abandonado para siempre mi estómago. Soy oficial, pero ¡cómo me gustaría poder echar mano a un trozo de buey al viejo estilo en el castillo de proa, como solía hacer cuando era marinero! Ahí están ahora los frutos del ascenso; ahí está la vanidad de la gloria; ahí está la locura de la vida.» Además, si ocurría que algún simple marinero del Pequod tenía algún agravio contra Flask en su dignidad de oficial, a ese marinero le bastaba, para obtener amplia venganza, ir a popa a la hora de comer y atisbar a Flask por la lumbrera de la cabina, sentado como un tonto en silencio ante el horrible Ahab.

Ahora, Ahab y sus tres oficiales formaban lo que podría llamarse la primera mesa en la cabina del Pequod. Después de su marcha, que tenía lugar en orden inverso al de su llegada, el pálido mayordomo limpiaba el mantel de lona, o más bien lo volvía a poner en cualquier orden apresurado. Y entonces se invitaba al festín a los tres arponeros, siendo sus legatarios residuales. Éstos convertían en una especie de temporal cuarto de servidumbre la alta y poderosa cabina.

Extraño contraste con la sujeción apenas tolerable y las invisibles tiranías innombrables de la mesa del capitán formaban la licenciosidad y la tranquilidad absolutamente despreocupadas de aquellos compañeros inferiores, los arponeros, en democracia casi frenética. Mientras que sus señores, los oficiales, parecían temerosos del ruido de los goznes de sus propias mandíbulas, los arponeros masticaban su alimento con tal complacencia que se oía el estrépito. Comían como señores; se llenaban la barriga como barcos de la India que se cargan todo el día de especias. Queequeg y Tashtego tenían tan prodigiosos apetitos, que para llenar los huecos dejados por la comida anterior, a menudo el pálido Dough-Boy se resignaba a traer un gran cuarto de buey en salazón, al parecer desgajado del animal entero. Y si no andaba vivo en ello, si no iba con un ágil salto y brinco, entonces Tashtego tenía un modo nada caballeroso de acelerarle disparándole un tenedor a la espalda, como un arpón. Y una vez Daggoo, invadido por un humor repentino, le ayudó la memoria a Dough-Boy agarrándole en peso y metiéndole la cabeza en un gran trinchero vacío de madera, mientras Tashtego, cuchillo en mano, empezaba a trazar el círculo preliminar para arrancarle la cabellera. Este mayordomo de cara de pan era por naturaleza un tipo pequeño, muy nervioso y estremecido, progenie de un panadero en quiebra y una enfermera de hospital. Y con el espectáculo continuo del negro y terrorífico Ahab, y con los periódicos ataques tumultuosos de aquellos tres salvajes, la vida entera de Dough-Boy era un continuo castañeteo de dientes. Normalmente, en cuanto veía a los arponeros provistos de todas las cosas que pedían, se escapaba de sus garras, a la pequeña despensa adyacente, y les atisbaba temerosamente por los postigos de la puerta, hasta que todo había pasado.

Era un espectáculo ver a Queequeg sentado frente a Tashtego, que enfrentaba sus dientes afilados a los del indio: de medio lado, Daggoo, sentado en el suelo —pues en un banco el catafalco de plumas de su cabeza habría llegado a tocar los bajos entremiches—, hacía temblar la estructura de la baja cabina a cada movimiento de sus colosales miembros, como cuando un elefante africano va de pasajero en un barco. Pero, a pesar de todo eso, el gran negro era admirablemente abstemio, por no decir melindroso. Parecía apenas posible que con unos bocados tan pequeños relativamente pudiera mantener la vitalidad difundida por una persona tan amplia, varonil y soberbia. Pero indudablemente este noble salvaje comía de firme y bebía a fondo el abundante elemento del aire, y a través de sus aletas ensanchadas inhalaba la sublime vida de los mundos. Ni de carne ni de pan se hacen y se nutren los gigantes. Pero Queequeg hacía al comer tan mortal y bárbaro chasquido de labios —un sonido realmente feo—, que el tembloroso Dough-Boy casi se miraba a ver si encontraba señales de dientes en sus propios brazos flacos. Y cuando oía a Tashtego gritarle que se asomara para que le recogiera los huesos, el mentecato mayordomo casi destrozaba toda la vajilla que pendía a su alrededor en la despensa, con sus súbitos ataques de perlesía. Y la piedra de afilar que los arponeros llevaban en el bolsillo, para sus lanzas y otras armas, y con las cuales en la comida afilaban ostentosamente los cuchillos, no tendían en absoluto a tranquilizar con sus rechinamientos al pobre Dough-Boy. ¡Cómo podía él olvidar que en sus tiempos en la isla, Queequeg, por su parte, seguramente había sido culpable de ciertas indiscreciones asesinas y banqueteadoras! ¡Ay, Dough-Boy, mal le va al camarero blanco que sirve a caníbales! No debería llevar una servilleta al brazo, sino un escudo. Pero en definitiva, para su gran felicidad, los tres guerreros de agua salada se levantaban y se marchaban: ante los crédulos y mitificadores oídos de Dough-Boy, todos sus huesos marciales tintineaban a cada paso, como alfanjes moros en sus vainas.

Pero aunque esos bárbaros comían en la cabina y nominalmente vivían en ella, sin embargo, no siendo nada sedentarios en sus costumbres, escasamente estaban allí sino a las horas de comer, y justo antes de dormir, cuando pasaban por ella hacia sus alojamientos propios.

En este único aspecto Ahab no parecía ser excepción entre la mayoría de los capitanes balleneros de América, que, en corporación, se inclinan más bien a la opinión de que la cabina del barco les pertenece por derecho, y que sólo por cortesía se permite estar allí a cualquier otro. De modo que, en auténtica verdad, de los oficiales y arponeros del Pequod se podía decir con más propiedad que vivían fuera de la cabina que en ella. Pues cuando entraban era igual que como entra en casa una puerta de la calle, metiéndose dentro por un momento, sólo para ser rechazada un instante después, y, de modo permanente, residiendo al aire libre. Y no perdían gran cosa con ello; en la cabina no había compañerismo; socialmente, Ahab era inaccesible. Aunque nominalmente incluido en el censo de la cristiandad, seguía siendo extraño a ella. Vivía en el mundo como, el último de los osos pardos vivía en el colonizado Missouri. Y lo mismo que, al pasar la primavera y el verano, aquel viejo Logan de los —bosques, sepultándose en el hueco de un árbol, invernaba allí chupándose las zarpas, así, en su vejez inclemente y aullante, el alma de Ahab, encerrada en el tronco ahuecado de su cuerpo, se alimentaba de las tristes zarpas de su melancolía.

XXXV
 
La cofa

Con el tiempo más agradable fue cuando, en debida rotación con los demás marineros, me tocó mi primer turno en la cofa.

En la mayoría de los balleneros americanos se pone gente en las cofas casi a la vez que el barco sale del puerto, aunque le queden quizá quince mil millas o más que navegar antes de llegar a las aguas propiamente de pesca. Y si tras de un viaje de tres, cuatro o cinco años se acerca al puerto llevando algo vacío —digamos, incluso, una ampolla vacía—, entonces las cofas siguen con gente hasta el final, sin abandonar por completo la esperanza de una ballena más hasta que sus espigas de mastelerillo de sosobre avanzan navegando entre los chapiteles del puerto.

Ahora, como el asunto de situarse en lo alto de cofas, en tierra o en mar, es muy antiguo e interesante, extendámonos aquí en cierta medida. Entiendo que los más antiguos habitantes de cofas fueron los antiguos egipcios, porque, en todas mis investigaciones, no encuentro ninguno anterior. Pues aunque sus progenitores, los constructores de Babel, sin duda intentaron con su torre elevar la más alta cofa de toda Asia, y también de África, sin embargo, dado que (antes de que se le pusiera la última galleta de tope) ese gran mástil suyo de piedra se puede decir que salió por la borda, en la terrible galerna de la ira de Dios, no podemos por tanto dar prioridad a esos constructores de Babel sobre los egipcios. Y que los egipcios fueron una nación de gente subida a cofas es una aserción basada en la creencia general de los arqueólogos de que las primeras pirámides se fundaron con propósitos astronómicos, teoría singularmente apoyada por la peculiar estructura escalonada de los cuatro lados de esas edificaciones, por la cual, con elevaciones prodigiosamente largas de sus piernas, esos antiguos astrónomos solían ascender a la cima y gritar sus descubrimientos de nuevas estrellas, del mismo modo que los vigías de un barco actual gritan señalando una vela o una ballena recién salida a la vista. En cuanto al Santo Estilita, el famoso ermitaño cristiano de tiempos antiguos, que se construyó una elevada columna de piedra en el desierto y pasó en su cima toda la parte final de su vida, izando la comida del suelo con un aparejo, en él tenemos un notable ejemplo de un intrépido vigía de cofa, que no fue expulsado de su sitio por nieblas ni heladas, granizo o nevisca, sino que, haciendo frente a todo con valentía hasta el final, murió literalmente en su puesto. De los modernos residentes en cofas no tenemos más que un grupo inanimado: hombres de mera piedra, hierro y bronce que, aunque muy capaces de afrontar una recia galerna, son por completo incompetentes en el asunto de gritar al descubrir alguna visión extraña. Ahí está Napoleón, quien, en lo alto de la columna de Vendôme, se yergue con los brazos cruzados, a unos ciento cincuenta pies en el aire, despreocupado, ahora, de quién gobierna las cubiertas de abajo, sea Luis Felipe, Louis Blanc o Luis el Diablo. FI gran Washington, también, se eleva a gran altura en su descollante cofa de Baltimore, y, como una de las columnas de Hércules, su columna marca el punto de grandeza humana más allá del cual irán pocos mortales. El almirante Nelson, igualmente, en un cabrestante de metal de cañón, se eleva en su cofa de Trafalgar Square, y aun cuando está muy oscurecido por el humo de Londres, se nota que allí hay un héroe escondido, pues por el humo se sabe dónde está el fuego. Pero ni el gran Washington, ni Napoleón, ni Nelson contestarán a una sola llamada desde abajo, por más locamente que se les invoque para que sean propicios con sus consejos a las consternadas cubiertas que ellos contemplan; si bien se puede suponer que sus espíritus penetran a través de la densa niebla del futuro, distinguiendo qué bajos y qué escollos han de eludirse.

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