Moby Dick (10 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Al sentarme allí en aquel cuarto entonces solo, con el fuego ardiendo lentamente, en esa fase suave en que, después que su primera intensidad ha calentado el aire, sólo refulge para que se le mire; con las sombras y fantasmas del atardecer congregándose en torno a los huecos de las ventanas y observándonos fijamente a nosotros, la silenciosa pareja solitaria, mientras la tormenta mugía fuera en solemnes crecidas, yo empecé a percibir extrañas sensaciones. Sentía en mí algo que se fundía. Mi corazón astillado y mi mano enloquecida ya no se volvían contra este mundo de lobos. Este salvaje suavizador lo había redimido. Allí estaba sentado, con su misma indiferencia proclamando una. naturaleza en que no acechaban hipocresías civilizadas ni blandos engaños. Sí que era salvaje: un auténtico espectáculo para verle, y sin embargo empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y las mismas cosas que habrían repelido a casi todos los demás, eran los imanes que así me atraían. «Probaré con un amigo pagano —pensé—, puesto que la amabilidad cristiana se ha demostrado sólo hueca cortesía.» Acerqué a él mi banco, e hice algunas señales e indicaciones amistosas, esforzándome lo posible para hablar con él mientras tanto. Al principio, notó muy poco esos intentos, pero al fin, al aludir yo a la hospitalidad de la última noche, se decidió a preguntarme si íbamos a volver a ser compañeros de cama. Le dije que sí, ante lo cual me pareció que ponía cara de contento, quizá sintiéndose un poco cumplimentado.

Luego volvimos juntos al libro, y yo intenté exponerle la utilidad de la letra impresa y el significado de las pocas imágenes que había en él. Así capté pronto su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre otras diversas vistas que se podían observar en esa famosa ciudad. Pronto propuse fumar en compañía; y él, sacando la bolsa y el hacha india, me ofreció silenciosamente una bocanada. Y entonces nos pusimos a intercambiar bocanadas de aquella extraña pipa suya, sin dejar de pasarla regularmente de uno a otro.

Si todavía quedaba algún hielo de indiferencia hacia mí en el pecho del pagano, con grata fumada pronto lo derretimos, y quedamos como compadres.

Pareció aceptarme de modo tan natural y espontáneo como yo a él, y cuando acabamos de fumar, apretó la frente contra la mía, me abrazó por la cintura, y dijo que desde entonces estábamos casados, queriendo decir, con esa frase de su país, que éramos amigos entrañables, y que moriría alegremente por mí si hiciera falta. En un compatriota, esa súbita llamarada de amistad hubiera resultado demasiado prematura, pero esas viejas reglas no se pueden aplicar a tan simple salvaje.

Después de cenar, y de charlar y fumar otra vez en compañía, nos fuimos juntos a nuestro cuarto. Me regaló su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco, y, escarbando debajo de él, extrajo unos treinta dólares en plata; luego, esparciéndolos por la mesa, y dividiéndolos en dos porciones iguales, empujó una parte hacia mí, y dijo que era mía. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar vertiéndola en los bolsillos de mis pantalones. Yo lo dejé estar. Luego empezó sus oraciones, sacó el ídolo y quitó la pantalla de papel. Por ciertos signos, creí que parecía empeñado en que yo me uniera a él pero sabiendo muy bien lo que iba a venir luego, deliberé un momento si, en caso de que me invitara, obedecería o no.

Yo era un buen cristiano, nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? «Pero ¿qué es adoración? —pensé—. ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra —incluidos todos los paganos— puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es adoración? ¿Hacer la voluntad de Dios? Eso es adoración. ¿Y cuál es la voluntad de Dios? Hacer con mi prójimo lo que yo quisiera que mi prójimo hiciera conmigo: ésa es la voluntad de Dios. Ahora, Queequeg es mi prójimo. Y ¿qué deseo yo que Queequeg haga conmigo? Pues unirse a mí en mi particular forma presbiteriana de adoración. En consecuencia, debo unirme a él en la suya: ergo, debo volverme idólatra.» De modo que encendí las virutas, ayudé a enderezar el inocente idolillo, le ofrecí galleta quemada con Queequeg, hice dos o tres zalemas ante él, le besé la nariz, y hecho esto, nos desnudamos y acostamos en paz con nuestras propias conciencias y con todo el mundo. Pero no nos dormimos sin un poco de conversación.

No sé cómo es eso, pero no hay sitio como una cama para las comunicaciones confidenciales entre amigos. Marido y mujer, según dicen, se abren allí mutuamente el fondo de las almas, y algunos matrimonios viejos muchas veces se tienden a charlar sobre los tiempos viejos hasta que casi amanece. Así, pues, en nuestra luna de miel de corazones, yacíamos yo y Queequeg —pareja a gusto y cariñosa.

XI
 
Camisón

Así habíamos estado tumbados en la cama, charlando y dormitando a breves intervalos, y Queequeg, de vez en cuando, echándome afectuosamente sus oscuras piernas tatuadas sobre las mías, y retirándolas luego, de tan absolutamente sociables, libres y cómodos como estábamos, cuando, por fin, a causa de nuestros conciliábulos, nos abandonó por completo el escaso sopor que quedaba en nosotros y tuvimos gana de levantarnos otra vez aunque el romper del día todavía estaba a cierto trecho por el futuro adelante.

Sí, nos pusimos muy despejados, tanto que nuestra posición reclinada empezó a hacerse fatigosa, y poco a poco nos encontramos sentados en la cama, con las mantas bien remetidas alrededor, apoyados contra la cabecera, con las cuatro rodillas encogidas y juntas, y las dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran unos calentadores. Nos encontrábamos muy cómodos y a gusto, sobre todo porque fuera hacía tanto frío, incluso, fuera de las mantas, dado que no había fuego en el cuarto. Mas por eso, digo, porque para disfrutar verdaderamente del calor corporal, debe haber alguna pequeña parte nuestra que esté fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo que es por mero contraste. Nada existe en sí mismo. Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero, y llevamos así mucho tiempo, entonces no podemos decir que estemos ya a gusto. Pero si, como Queequeg y yo en la cama, tenemos la punta de la nariz o la coronilla ligeramente aterida, en fin, entonces claro está que en la sensacion general uno se siente caliente del modo más delicioso e inconfundible. Por esta razón, un local para dormir nunca debería estar provisto de fuego, que es una de las incomodidades lujosas de los ricos. Pues la cima de esta suerte de delicia es no tener nada sino las mantas entre uno mismo, con su comodidad, y el frío del aire exterior. Entonces uno yace como la chispa caliente en el corazón de un cristal ártico.

Llevábamos algún tiempo sentados en esa postura acurrucada, cuando de repente pensé que iba a abrir los ojos; pues entre sábanas, sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama. Porque ningún hombre puede sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados; como si la tiniebla fuera efectivamente el elemento adecuado de nuestras esencias, aunque la luz sea más afín a nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos entonces, y salir de mi propia tiniebla, grata y adoptada, hacia la obligada y ruda sombra de las doce de la noche sin iluminación, experimenté una desagradable revulsión. No objeté a la sugerencia de Queequeg de que quizá sería mejor encender una luz, en vista de que estábamos tan completamente despiertos; y además, sentía un fuerte deseo de fumar unas cuantas bocanadas en su hacha india. Hay que decir que, aunque había sentido tan fuerte repugnancia a que él fumara en la cama la noche antes, sin embargo, ya se ve qué elásticos se vuelven nuestros rígidos prejuicios una vez que viene a plegarlos el amor, pues ahora nada me gustaba tanto como tener a Queequeg fumando a mi lado, incluso en la cama, porque entonces parecía tan lleno de sereno gozo doméstico. Ya no me sentía indebidamente preocupado por la póliza de seguros del posadero. Sólo vivía para la comodidad condensada y confidencial de compartir una pipa y una manta con un verdadero amigo. Con nuestros ásperos chaquetones echados alrededor de los hombros, nos pasamos entonces el hacha india de uno a otro, hasta que lentamente creció sobre nosotros un dosel azul de humo, iluminado por la llama de la lámpara recién encendida.

Si fue que ese dosel ondulante arrastró al salvaje hasta escenas muy remotas, no lo sé, pero ahora habló de su isla natal; y, ávido de oír su historia, le rogué que siguiera adelante y me la contara. Él lo hizo así de buena gana. Aunque por entonces yo comprendía mal no pocas de sus palabras, sin embargo, posteriores revelaciones, cuando me hice más familiar con su rota fraseología, me permiten ahora presentar la historia entera tal como puede echarse de ver en el simple esqueleto que aquí doy.

XII
 
Biográfico

Queequeg era nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur. No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca.

Cuando era un salvaje recién salido del cascarón, corriendo locamente por sus bosques natales, con un andrajo de hierba, y seguido por los machos cabríos mordisqueantes como si fuera un retoño verde, ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se abrigaba un fuerte deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o dos de muestra. Su padre era un alto jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y por parte de madre se gloriaba de tías que eran esposas de invencibles guerreros. Había en sus venas excelente sangre, materia real, aunque me temo que tristemente viciada por la propensidad al canibalismo que había tenido en su juventud sin educador.

Un barco de Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg buscó un pasaje para países cristianos. Pero el barco, teniendo completas sus necesidades de marineros, despreció su pretensión, y no sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero Queequeg hizo un voto. Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano estrecho, por donde sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un lado había un arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta de espesuras de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa, todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó en la popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba deslizándose se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una patada hacia atrás volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y echándose todo lo largo que era en cubierta, se agarró a un perno con argolla y juró no soltarlo aunque lo hicieran pedazos.

En vano el capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un machete sobre sus muñecas desnudas: Queequeg era hijo de rey, y Queequeg no se arredró. Impresionado por su desesperada temeridad y su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán se ablandó por fin, y le dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje admirable, este Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del capitán. Le pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero, como el zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del extranjero. Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia, si con ella conseguía felizmente la capacidad de iluminar a sus incultos paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera hacer a los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que eran. Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta los cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente más que todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag Harbour, y ver lo que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y ver cómo gastaban también sus ganancias en aquel sitio, el pobre Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo es malo en cualquier meridiano: moriré pagano».

Y así, viejo idólatra de corazón, vivía sin embargo entre esos cristianos, vestía sus ropas, y trataba de hablar su jerga. De ahí sus maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo lejos de su patria.

Por señas le pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya que ahora podía considerar fallecido a su padre, que estaba muy viejo y débil en sus últimas noticias. Contestó que no, todavía no; y añadió que temía que la Cristiandad, o mejor dicho los cristianos, le hubieran incapacitado para ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo, volvería: en cuanto se sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se proponía andar navegando y desahogándose por los cuatro océanos. Le habían hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le hacía las veces de cetro.

Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato, respecto a sus futuros movimientos. Contestó que hacerse otra vez a la mar, en su antigua profesión. A esto le dije que mi propio designio era la pesca de la ballena, y le informé de mi intención de embarcarme en Nantucket, como el puerto más prometedor en que podía embarcarse un ballenero amigo de aventuras. En seguida decidió acompañarme a esa isla, subir al mismo barco, entrar en la misma guardia, en el mismo bote, en el mismo rancho conmigo: en una palabra, compartir toda mi suerte, y con mis manos en la suya, sondear atrevidamente en la Olla de la Suerte de ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues, además del afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante.

Terminada su historia con la última bocanada moribunda de su pipa, Queequeg me abrazó, apretó su frente contra la mía, y apagando la luz de un soplo, rodamos uno sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos quedamos dormidos.

XIII
 
Carretilla

A la mañana siguiente, lunes, después de deshacerme de la cabeza embalsamada dándosela a un barbero como maniquí para pelucas, arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si bien usando el dinero de mi compañero. El sonriente posadero, así como los huéspedes, parecían sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que había surgido entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas de Peter Coffin sobre él me habían alarmado tanto previamente sobre la misma persona que ahora era mi compañero.

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