Authors: Herman Melville
»Como uno que después de una noche de borrachera se apresura a la cama, pero con la conciencia aún remordiéndole, del mismo modo que los saltos de los caballos de carreras romanos no hacían sino clavarles cada vez más los salientes de acero; como uno que en esa miserable situación da vueltas y vueltas en aturdida angustia, rogando a Dios que le aniquile, hasta que se le pasa el acceso, y por fin, en medio del torbellino de dolor que siente, le envuelve un profundo estupor; como al hombre que muere desangrado, pues la conciencia es la herida y no hay nada que la restañe; así, tras dolorosos retorcimientos en la litera, el prodigioso peso de miseria de Jonás le arrastra a ahogarse en sueño.
»Y ahora llega el momento de la marea; el barco suelta amarras; y desde el abandonado muelle, el barco para Tarsis, sin gritos de despedida, carenado todo él, se desliza hacia el mar. Ese barco, amigos míos, fue el primer barco contrabandista que se registra: el contrabando era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener la carga maldita. Se acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse. Pero entonces, cuando el contramaestre llama a toda la tripulación a descargar; cuando cajas, fardos y tinajas salen con estrépito por la borda; cuando el viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan de pies que corren por encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese enfurecido tumulto, Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole. Sí, compañeros, Jonás había bajado a lo hondo del barco, a una litera en su cabina, como digo, y estaba completamente dormido. Pero se le acerca el dueño, espantado, y aúlla en sus muertos oídos: "¿Qué haces durmiendo? ¡Despierta!". Saliendo sobresaltado de su letargo con ese fatídico grito, Jonás se pone de pie tambaleándose, y saliendo con tropezones a la cubierta, se agarra a un obenque para ver al mar. Pero en ese momento salta sobre él como una pantera una ola que salva la amurada. Olas tras olas entran así en el barco, y al no encontrar rápido desagüe, rugen de proa a popa, hasta que todos los marineros están a punto de ahogarse todavía a flote. Y Siempre, mientras la blanca luna asoma su cara espantada por los abruptos barrancos de la negrura de arriba, Jonás, horrorizado, ve el bauprés alzándose a señalar a lo alto, pero luego volviendo a bajar hacia la atormentada profundidad.
»Terrores y terrores corren gritando por su alma. En todas sus actitudes pavorosas, el fugitivo de Dios queda ahora demasiado en evidencia. Los marineros le señalan; sus sospechas sobre él se hacen cada vez más ciertas, y por fin, para dar plena prueba de la verdad remitiendo todo el asunto a los altos Cielos, se ponen a echar a suertes, para ver de quién es la culpa de que tengan encima la gran tempestad. Le toca a Jonás; descubierto esto, le abruman furiosamente con sus preguntas. "¿Cuál es tu ocupación? ¿De dónde vienes? ¿De qué país? ¿De qué gente?" Pero observad ahora, compañeros, la conducta del pobre Jonás. Los afanosos marineros únicamente le preguntan quién es y de dónde viene, pero no sólo reciben respuesta a esas preguntas, sino asimismo otra respuesta a una pregunta que no han hecho ellos; esa respuesta no pedida se la saca a Jonás por fuerza la dura mano de Dios que está encima de él.
»"Soy hebreo —exclama, y luego—: Temo al Señor, Dios del Cielo que ha hecho el mar y la tierra firme." ¿Temerle, Jonás? Sí, ¡bien podías entonces temer al señor Dios! Derechamente, pasa entonces a hacer una confesión completa, con lo cual los marineros quedan cada vez más horrorizados, aunque todavía tienen compasión. Pues cuando Jonás —no suplicando todavía la misericordia de Dios, porque conocía de sobra la oscuridad de sus desiertos—, cuando el miserable Jonás le grita que se le lleven y le tiren al agua; pues sabe que la gran tempestad estaba encima de ellos por culpa suya, ellos, compasivamente, se apartan de él y tratan de salvar el barco por otros medios. Pero todo en vano; la furiosa galerna aúlla más fuerte; y entonces, con una mano elevada en invocación a Dios, echan la otra mano a Jonás, no sin reluctancia, para apoderarse de él.
»Y ahora ved a Jonás izado como un ancla y dejado caer en el mar; entonces, al momento, una calma de aceite cubre la superficie desde el este, y el mar queda tranquilo, mientras Jonás se lleva consigo la tempestad, dejando atrás aguas plácidas. Desciende al corazón arremolinado de una agitación tan incontenible que apenas se da cuenta del momento en que cae bullendo en las mandíbulas bostezantes que le aguardan; y la ballena dispara todos sus dientes marfileños, como otros tantos cerrojos, sobre su prisión. Entonces Jonás rezó al Señor desde el vientre del pez. Pero observad su oración y aprended una importante lección. Pues, pecador como es, Jonás no llora y gime por la liberación directa. Siente que ese terrible castigo es justo. Deja a Dios toda su liberación, contentándose con esto, con que a pesar de todos sus dolores y penas, todavía seguirá mirando hacia Su Sagrado Templo. Y aquí, compañeros, está el arrepentimiento sincero y verdadero; sin clamar por el perdón, sino agradeciendo el castigo. Y cuánto agradó al Señor esta conducta de Jonás, se muestra en su liberación final, del mar y de la ballena. Compañeros, no pongo a Jonás ante vosotros para que le copiéis en su pecado, sino que le pongo ante vosotros como modelo de arrepentimiento. No pequéis, pero, si lo hacéis cuidad de arrepentiros de ello como Jonás.»
Mientras él decía estas palabras, afuera, el aullido de la tempestad rugiente en quiebros parecía añadir nueva fuerza al predicador, que, al describir la tormenta marina de Jonás, se hubiera dicho agitado él mismo por una tormenta. Su hondo pecho se hinchaba como con mar de fondo; sus brazos agitados parecían los elementos en guerra actuando; y los truenos que salían rodando a la altura de su atezada frente, y la luz que se disparaba de sus ojos, hacían que todos sus sencillos oyentes le miraran con un vivo espanto que les era desconocido.
Apareció entonces una calma en su aspecto, al volverse en silencio una vez más sobre las hojas del Libro; y por fin, irguiéndose inmóvil, con los ojos cerrados, pareció por el momento que comulgaba con Dios y consigo mismo.
Pero de nuevo se inclinó hacia el pueblo, y agachando profundamente la cabeza, con el aspecto de la humildad más profunda, pero más viril, dijo así:
—Compañeros, Dios no ha puesto sobre vosotros más que una mano: a mí me aprieta con las dos. Os he leído, con las pobres luces que puedo tener, qué lección enseña Jonás a todos los pecadores; y por tanto, a vosotros, y aún más a mí, pues soy mayor pecador que vosotros. Y ahora ¡con qué alegría bajaría de esta cofa y me sentaría en las escotillas donde os sentáis, y escucharía como escucháis, mientras alguno de vosotros me leyera esa otra más terrible lección que Jonás me enseña a mí, como piloto del Dios vivo. Cómo, siendo un piloto-profeta ungido, un proclamador de verdades, y mandado por el Señor a que hiciera sonar esas ingratas verdades en los oídos de la corrompida Nínive, Jonás, aterrado ante la hostilidad que iba a provocar, huyó de su misión, ¡y trató de escapar a su deber y a su Dios tomando una nave en Joppe! Pero Dios está en todas partes; jamás alcanzó Tarsis. Como hemos visto, Dios vino sobre é en la ballena, y se le tragó bajándole a abismos vivos de condenación, y con veloces quiebros le llevó «al centro de los mares», donde las profundidades arremolinadas le absorbieron hasta diez mil braza; de hondo, y «las algas estaban enredadas en torno a su cabeza», y todo el mundo acuático de la aflicción rodó sobre él. Pero aun entonces, más allá del alcance de ninguna sonda —«desde el vientre del infierno»—, cuando la ballena se posó en los últimos huesos del océano, aun entonces, Dios oyó al profeta sumergido y arrepentido cuando clamó. Entonces Dios habló al pez; y desde el estremecido frío y la negrura del mar, la ballena subió coleando hacia el sol caliente y grato, y hacia todos los deleites del aire y la tierra; y «vomitó a Jonás en tierra firme»; y entonces la palabra del Señor vino por segunda vez, y Jonás, herido y magullado —con los oídos, como dos caracolas, todavía murmurándole el tumulto del océano—, hizo lo que le mandaba el Todopoderoso. ¿Y qué era ello, compañeros? ¡Predicar la Verdad frente a la Falsedad! ¡Eso era!
»Ésta, compañeros, es la otra lección; y ¡ay de aquel piloto del Dios vivo que la desprecie! ¡Ay de aquel a quien el mundo con sus encantos le aparte del deber evangélico! ¡Ay de aquel que trate de echar aceite en las aguas cuando Dios las ha hecho hervir en una galerna! ¡Ay de aquel que trate más de agradar que de horrorizar! ¡Ay de aquel que, en este mundo, no pretenda deshonor! ¡Ay de aquel que no sea sincero cuando ser falso sea la salvación! ¡Sí, ay de aquel que, como dijo el gran Piloto Pablo, mientras predica a los demás es él mismo un réprobo!
Se desplomó y se hundió en sí mismo por un momento; luego, volviendo a alzar la cara hacia ellos, mostró en sus ojos un gozo profundo, y exclamó con entusiasmo celeste:
— Pero ¡oh, compañeros!, a estribor de toda aflicción, hay un gozo seguro; y la cofa de ese gozo es más alta de lo que es de profundo el fondo de la aflicción. La altura de la perilla, ¿no es mayor que la profundidad de la sobrequilla? El gozo —un gozo muy alto, muy alto y muy entrañable— es para aquel que, frente a los orgullosos dioses y comodoros de esta tierra, siempre mantiene su propia persona inexorable. El gozo es para aquel cuyos recios brazos todavía le sostienen cuando el navío de este vil y traidor mundo se ha hundido bajo sus pies. El gozo es para aquel que no da cuartel en la verdad, y mata, quema y destruye todo pecado, aunque tenga que sacarlo de debajo de las togas de senadores y jueces. El gozo, gozo hasta el tope del mástil, es para aquel que no reconoce ley ni señor sino al Señor su Dios, y que sólo es patriota del Cielo. El gozo es para aquel a quien todas las olas de los mares de la multitud estrepitosa jamás pueden arrancar de su segura Quilla de las Edades. Y tendrá eterno gozo y delicia aquel que cuando repose pueda decir con su, último aliento: «¡Oh, Padre! a quien reconozco sobre todo, por tu vara; mortal o inmortal, aquí muero. Me he esforzado por ser tuyo, más que por ser de este mundo, o por ser mío. Pero eso no es nada, te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre para que viva toda la edad de Dios?».
No dijo más, sino que, lanzando lentamente una bendición, se cubrió la cara con las manos, y permaneció así arrodillado, hasta que todos se hubieron marchado y él quedó solo en aquel sitio.
Volviendo de la capilla a la Posada del Chorro, encontré allí a Queequeg completamente solo, pues había dejado la capilla un rato antes de la bendición. Estaba sentado en un banco junto al fuego, con los pies en el hogar de la estufa, y con una mano se había acercado mucho a la cara su idolillo negro, mirándole fijamente la cara, y afilándole la nariz suavemente con una navaja de muelles, mientras canturreaba al mismo tiempo a su manera pagana.
Pero al ser entonces interrumpido, dejó la imagen, y muy pronto, acercándose a la mesa, tomó un gran libro que había allí, y colocándolo en el regazo, empezó a contar las páginas con deliberada regularidad; a cada cincuenta páginas —me pareció— se detenía un momento, mirando con aire vacío a su alrededor y lanzando un silbido de asombro, largamente sostenido y gorjeante. Luego volvía a empezar con las cincuenta siguientes, pareciendo empezar por el número uno cada vez, como si no supiera contar más de cincuenta, y como si el encontrar juntas tal número de cincuentenas le produjese su asombro por la muchedumbre de páginas.
Yo me senté a mirarle con mucho interés. Aun siendo salvaje, y tan horriblemente deformado en la cara —al menos para mi gusto—, su rostro, sin embargo, tenía algo que no era en absoluto desagradable. No se puede ocultar el alma. A través de todos sus fantasmagóricos tatuajes, yo creía ver las huellas de un corazón sencillo y honrado; y en sus grandes ojos profundos, ferozmente negros y valientes, parecía haber muestras de un espíritu que se atrevería contra mil diablos. Y además de todo eso, había en ese pagano cierto aire altanero que no malograba siquiera su torpeza. Tenía aspecto de hombre que nunca se ha rebajado y nunca ha tenido un acreedor. No me atreveré a decidir si también era por el hecho de que, por tener afeitada la cabeza, la frente resaltaba con relieve más libre y claro y parecía más amplia que de otro modo: lo cierto es que su cabeza era excelente desde el punto de vista frenológico. Quizá parecerá ridículo, pero me recordaba la cabeza del general Washington, tal como se ve en esos bustos populares suyos. Tenía el mismo largo declive, retirándose en grados regulares desde encima de las cejas, que eran asimismo muy prominentes, como dos amplios promontorios con espesa vegetación por encima. Queequeg era George Washington desarrollado a lo caníbal.
Mientras yo le examinaba con tal atención, medio fingiendo mientras tanto que miraba la tormenta por la ventana, él jamás hizo caso de mi presencia, y jamás se molestó en lanzarme una sola mirada, sino que pareció totalmente ocupado en contar las páginas del maravilloso libro.
Considerando de qué modo tan sociable habíamos dormido juntos la noche anterior, y, sobre todo, considerando el afectuoso brazo que yo había encontrado echado sobre mí al despertar por la mañana, me pareció muy extraña esa indiferencia. Pero los salvajes son seres extraños: a veces uno no sabe exactamente cómo tomarlos. Al principio, imponen respeto: su tranquilo dominio, concentrado y sencillo, parece una sabiduría socrática. Yo había notado también que Queequeg no se trataba en absoluto, o muy poco, con los otros marineros de la posada. No hacía ningún intento: parecía no tener deseos de ampliar el círculo de sus conocimientos. Todo esto me chocó como muy singular, pero, pensándolo mejor, había algo casi sublime en ello. Allí estaba un hombre, a unas veinte mil millas de su patria, esto es, por la ruta del cabo de Hornos —que era el único modo de poder llegar allí—, lanzado entre gente tan extraña para él como si estuviera en el planeta Júpiter; y sin embargo parecía enteramente a su gusto, conservando la mayor serenidad, contento con su propia compañía, y siempre a la altura de sí mismo. Seguramente esto era un toque de buena filosofía, aunque sin duda él jamás había oído que existiera semejante cosa. Pero quizá para ser verdaderos filósofos, los mortales no habríamos de ser conscientes de vivir y esforzarnos de esta manera. Tan pronto como oigo que este o aquel hombre se presenta como filósofo, concluyo que, como a la vieja dispéptica, se le debe haber «roto alguna tripa».