Moby Dick (12 page)

Read Moby Dick Online

Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
10.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dos enormes marmitas de madera, pintadas de negro y colgadas por «orejas de burro», pendían de los canes de un viejo mastelero, plantado frente a una vieja puerta. Las antenas de los canes estaban serradas por el otro lado, de modo que el viejo mastelero parecía bastante una horca. Quizá yo estaba entonces excesivamente sensible a tales impresiones, pero no pude menos de quedarme mirando a la horca con una vaga aprensión. Una especie de tortícolis me entró cuando levanté la vista hacia las dos antenas que quedaban: así, eran dos, una para Queequeg y una para mí. «Es fatídico —pensé—. Un Coffin como posadero al desembarcar en mi primer puerto ballenero; lápidas mirándome en la capilla de los balleneros; ¡y aquí una horca, y un par de marmitas asombrosas, también! Estas últimas, ¿están lanzando oblicuas sugerencias sobre Tofet?»

Me apartó de esas reflexiones ver una mujer pecosa con pelo amarillo y vestido amarillo, plantada en la puerta de la posada, bajo una turbia lámpara roja balanceante, que parecía mucho un ojo golpeado, y manteniendo una vivaz regañina con un hombre de camisa de lana purpúrea.

—¡Anda allá —decía al hombre—, o si no, te doy un repaso! —Vamos, Queequeg —dije—, está muy bien. Ahí está la señora Hussey.

Y así resultó ser; el señor Hosea Hussey estaba fuera de casa, pero dejaba a la señora Hussey con plena competencia para ocuparse de sus asuntos. Al dar a conocer nuestros deseos de cena y cama, la señora Hussey, aplazando por el momento más regañina, nos introdujo a un cuartito, y sentándonos ante una mesa cubierta de los restos de una comida recientemente concluida, se volvió hacia nosotros y nos dijo:

—¿Almejas o bacalao?

—¿Cómo es el bacalao, señora? —dije, con mucha cortesía. —¿Almeja o bacalao? —repitió.

—¿Almeja de cena? ¿Almeja fría, es lo que quiere decir, señora Hussey? —dije—; pero en invierno es un recibimiento mas bien frío, ¿no, señora?

Pero como tenía mucha prisa de continuar su regañina al hombre de la camisa purpúrea, que la esperaba en la entrada, y no parecía oír más que la palabra «almeja», la señora Hussey se apresuró hacia una puerta abierta que daba a la cocina, y aullando «Almeja para dos», desapareció.

—Queequeg —dije—, ¿crees que podemos hacer una cena para los dos con una almeja?

Sin embargo, un cálido y sabroso vapor de la cocina vino a desmentir la perspectiva, aparentemente desoladora, que teníamos por delante. Pero cuando llegó la humeante caldereta, el misterio quedó placenteramente explicado. ¡Oh, dulces amigos, prestadme oídos! Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas mayores que avellanas, mezcladas con galleta de barco machacada y cerdo salado cortado en pequeños copos, todo ello enriquecido con manteca y abundantemente sazonado con pimienta y sal. Aguados nuestros apetitos por el helado viaje, y al ver Queequeg ante él su plato favorito de pescado, y siendo la caldereta notablemente excelente, la despachamos con gran rapidez: entonces, arrellanándome un momento y recordando el anuncio de la señora Hussey sobre almeja y bacalao, decidí probar un pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina y pronuncié la palabra «bacalao» con gran énfasis, volviendo a ocupar mi asiento. En pocos momentos volvió a salir el sabroso vapor, pero con diferente aroma, y oportunamente se puso ante nosotros una hermosa caldereta de bacalao.

Reanudamos nuestra ocupación, y mientras metíamos las cucharas en la cazuela, pensé para mí: «No sé si esto tendrá algún efecto sobre la cabeza: ¿por qué se habla de este guiso en relación con las cabezas estúpidas?».

—Pero mira, Queequeg, ¿no es una anguila viva lo que tienes en el plato? ¿Dónde está el arpón?

El más piscícola de los lugares de pesca era «Las Marmitas», que bien merecía su nombre, pues las marmitas siempre hervían calderetas. Calderetas para desayunar, calderetas para comer, calderetas para cenar, hasta que uno empezaba a mirar si le salían las espinas por la ropa. El terreno delante de la casa estaba pavimentado de conchas de almejas. La señora Hussey llevaba un pulido collar de vértebras de bacalao, y Hosea Hussey tenía encuadernados sus libros de contabilidad en vieja piel de tiburón extrafina. Incluso la leche tenía un olor a pescado que no pude explicarme hasta que una mañana, en que por casualidad me daba un paseo por la playa entre barcas de pescadores, vi a la vaca atigrada de Hosea pastando restos de pescados, y caminando por la arena, con cada pata en una cabeza decapitada de bacalao, con aspecto muy de ir en chancletas, os lo aseguro.

Concluida la cena, recibimos una lámpara e instrucciones de la señora Hussey sobre el camino más corto a la cama, pero, cuando Queequeg iba a precederme por las escaleras, la señora extendió el brazo y le pidió el arpón: no permitía arpones en sus habitaciones.

—¿Por qué no? —dije—: todo auténtico ballenero duerme con su arpón, y ¿por qué no?

—Porque es peligroso —dijo ella—. Desde que el joven Stiggs, al volver de aquel desgraciado viaje, cuando llevaba cuatro años y medio, sólo con tres barriles de aceite, apareció muerto en el primer piso, con el arpón en el costado, desde entonces, no permito a los huéspedes que se lleven de noche a su cuarto armas tan peligrosas. Así que, señor Queequeg —(porque había aprendido su nombre)—, le voy a quitar este hierro, y se lo voy a guardar hasta mañana. Pero ¿y la caldereta, muchachos? ¿Almejas o bacalao para desayunar mañana?

—Las dos cosas —dije—, y tomaremos un par de arenques ahumados para variar.

XVI
 
El barco

En la cama preparamos nuestros planes para el día siguiente.

Pero, para mi sorpresa y no escasa preocupación, Queequeg me dio a entender entonces que había consultado diligentemente a Yojo —nombre de su diosecillo negro— y Yojo le había dicho dos o tres veces seguidas, insistiendo en ello por todos los medios, que, en vez de ir juntos entre la flota ballenera surta en el puerto y elegir de acuerdo nuestra embarcación, en vez de eso, digo, Yojo había indicado con empeño que la elección del barco debería recaer entera mente en mí, dado que Yojo se proponía sernos propicio, y, para hacerlo así, ya había puesto sus miras en una nave que yo, Ismael, si me dejaban solo, infaliblemente elegiría, igual en todo como si hubiera salido por casualidad; y que debía embarcarme inmediatamente en esa nave, sin ocuparme por el momento de Queequeg.

He olvidado señalar que, en muchas cosas, Queequeg ponía gran confianza en la excelencia del juicio de Yojo y en su sorprendente previsión sobre las cosas, y que apreciaba a Yojo con estima considerable, como un tipo de dios bastante bueno, que quizá tenía intenciones suficientemente propicias en conjunto, pero que no conseguía en todos los casos sus designios benévolos.

Ahora, en cuanto al plan de Queequeg, o mejor dicho de Yojo, respecto a la elección de nuestro barco, ese plan no me gustaba en absoluto. Yo había confiado no poco en la sagacidad de Queequeg para indicar el ballenero más adecuado para transportarnos con seguridad a nosotros y nuestros destinos. Pero como todas mis protestas no produjeron efecto en Queequeg, me vi obligado a asentir, y en consecuencia, me dispuse a ocuparme de este asunto con un vigor y una energía decidida y un tanto precipitada, que rápidamente arreglaría ese insignificante asuntillo. Al día siguiente por la mañana, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en nuestra pequeña alcoba (pues parecía que ese día era para Queequeg y Yojo una especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, humillación y oración; de qué modo, jamás lo pude averiguar, pues, aunque me puse a ello varias veces, nunca pude dominar su liturgia y sus Treinta y Nueve Artículos); dejando, pues, a Queequeg en ayuno con su pipa-hacha, y a Yojo al calor de su fuego sacrificial de virutas, salí a dar una vuelta entre los barcos. Tras de mucho y prolongado rondar y muchas preguntas al azar, supe que había tres barcos que salían para viajes de tres años: La Diablesa, El Bocadito y el Pequod. No sé el origen de lo de Diablesa; de Bocadito, es evidente; Pequod sin duda se recordará que era el nombre de una célebre tribu de indios de Massachusetts, ahora tan extinguidos como los antiguos medas. Observé y aceché en torno al Diablesa; desde éste pasé de un salto al Bocadito; y finalmente, entrando a bordo del Pequod, miré un momento alrededor y decidí que éste era el barco que nos hacía falta.

Por mi parte, podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas; lugares de pie cuadrados; montañosos juncos japoneses; galeotas como cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme bajo mi palabra que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él y con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos —cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna—, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos de la catedral de Canterbury donde se desangró Beckett. Pero a todas esas sus viejas antigüedades, se añadían nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la loca ocupación que había seguido desde hacía más de medio siglo. El viejo capitán Peleg, durante muchos años segundo de a bordo, antes de mandar otro barco suyo, y ahora marino jubilado, y uno de los principales propietarios del Pequod; ese viejo Peleg, durante el tiempo en que fue segundo, había construido sobre su grotesco ser original, y esculpido en él, con rareza de material y de invención sólo comparable a la del escudo esculpido o la cabecera de Thorkill-Hake. El barco estaba engalanado como cualquier bárbaro emperador etiópico con el cuello cargado de colgajos de marfil pulido. Era un ser hecho de trofeos; un barco caníbal, embellecido con los vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas abiertas y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua, con largos dientes aguzados de cachalote insertos allí como toletes en que sujetar sus viejos tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones no corrían a través de vulgares trozos de madera de tierra, sino que cruzaban hábilmente por vainas de marfil de mar. Desdeñando tener una rueda como de barrera de camino para su reverendo timón, ostentaba allí una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida en la larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario. El timonel que gobernara con esa caña en la tempestad, se sentiría como el tártaro que refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble embarcación, pero muy melancólica! Todas las cosas nobles están tocadas de eso mismo.

Entonces, al mirar a mi alrededor en el alcázar de popa, buscando alguien con autoridad a quien proponerme como candidato para el viaje, al principio no vi a nadie, pero no pude pasar por alto una extraña especie de tienda, o más bien cabaña, erigida un poco detrás del palo mayor. Parecía sólo una construcción temporal usada en el puerto. Era de forma cónica, de unos diez pies de alto, construida con las largas y anchas tiras de blando hueso negro sacado de la parte media y más alta de las mandíbulas de la ballena de Groenlandia, plantadas con los extremos más anchos en cubierta, con un círculo de esas tiras atadas juntas, inclinadas mutuamente una contra otra, y la cima unida en una punta con penacho, donde las sueltas fibras peludas oscilaban de un lado a otro como el copete en la cabeza de un viejo sachem de los Potawatomi. Una abertura triangular miraba hacia la proa del barco, de modo que quien estuviera dentro dominaba una vista completa hacia delante.

Y medio escondido en esta extraña construcción, encontré por fin a uno que por su aspecto parecía tener autoridad; y que, siendo mediodía, y estando suspendido el trabajo del barco, ahora disfrutaba su descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una silla de roble a la antigua usanza, enroscada toda ella en curiosas tallas, y cuyo asiento estaba formado por un recio entrelazado de la misma materia elástica de que estaba construida la cabaña.

Quizá no había nada igualmente curioso en el aspecto del viejo que vi: era robusto y tostado, como la mayoría de la gente de mar, y reciamente envuelto en un azul capote de piloto, cortado al estilo cuáquero; solamente tenía una red sutil y casi microscópica de los más menudos, pliegues entrelazados en torno a sus ojos, que debía proceder de sus continuas travesías a través de muchas duras galernas, siempre mirando a barlovento; por tales motivos llegan a apretarse los músculos en torno a los ojos. Tales arrugas de los ojos son de gran efecto para mirar ceñudo.

—¿Es el capitán del Pequod? —dije, avanzando hacia la puerta de la tienda.

—Suponiendo que sea el capitán del Pequod, ¿qué le quiere? —preguntó.

—Pensaba embarcarme.

—Ah, ¿conque pensaba? Ya veo que no es de Nantucket: ¿ha estado alguna vez en un bote desfondado?

—No, señor, nunca.

—¿Y no sabe nada en absoluto de la pesca de la ballena, supongo?

—Nada, señor, pero no tengo duda de que pronto aprenderé. He hecho varios viajes en la marina mercante, y creo que...

—El diablo se lleve a la marina mercante. No me hable esa jerga. ¿Ve esta pierna? Se la arranco de la popa si me vuelve a hablar de la marina mercante. ¡Marina mercante, sí, sí! Supongo que ahora se sentirá muy orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero ¡colas de ballena!, hombre; ¿por qué se empeña en ir a pescar ballenas, eh? Parece un poco sospechoso, ¿no? No habrá sido pirata, ¿eh? No ha robado a su último capitán, ¿eh? ¿No piensa asesinar a los oficiales una vez en el mar?

Protesté mi inocencia en esas cosas. Vi que bajo la máscara de esas insinuaciones medio en broma, aquel viejo navegante, como aislado natural de Nantucket y dado a lo cuáquero, estaba lleno de prejuicios insulares, y más bien desconfiado de todos los forasteros, a no ser que salieran de Cabo Cod o del Vineyard.

—Pero ¿por qué se mete a pescar ballenas? Quiero saberlo antes de embarcarle.

—Bueno, señor, quiero ver qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo.

—¿Conque quiere ver qué es la pesca de la ballena? ¿Ha echado el ojo alguna vez al capitán Ahab?

—¿Quién es el capitán Ahab?

Other books

The Iron Chain by DeFelice, Jim
Fire on the Island by J. K. Hogan
The Progeny by Tosca Lee
Talk Me Down by Victoria Dahl
TheSatellite by Storm Savage
Lassiter 08 - Lassiter by Levine, Paul