Authors: Herman Melville
Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura. De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna idea brillante, pero ¡ay!, engañosa: «Es el mar Negro en noche de galerna», «Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos», «Es un matorral maldito», «Es una escena invernal hiperbórea», «Es la irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo». Pero todas esas fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio gran Leviatán?
Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos.
La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón —ahora tan parecido a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco. El hierro primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba.
Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor), se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba tan furiosamente. A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una guarida de aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena. Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro maldito
Jonás (nombre por el que, efectivamente, le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus dineros, delirios y muerte.
Abominables son los vasos en que escancia su ponzoña. Aunque por fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos vidrios verdes, como ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un fondo tramposo. Líneas geográficas de paralelos, groseramente grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores de caminos. Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la medida total, como pasando el cabo de Hornos, que se puede ingurgitar por un chelín.
Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número de marineros jóvenes reunidos alrededor de una mesa, examinando, a una luz mortecina, diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que deseaba que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que su casa estaba llena: ni una cama sin ocupar.
—Pero espere —añadió, dándose un golpe en la frente—; ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas.
Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente.
—Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?, ¿quiere cenar? La cena estará en seguida.
Me senté en un viejo banco de madera, todo tallado como un banco de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y despachando diligentemente el trabajo en el espacio entre las piernas. Estaba probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me pareció que no adelantaba gran cosa.
Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos convocados a comer en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no había fuego en absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que dos lúgubres candelas de sebo, cada cual envuelta en un papel. Nos apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos a los labios talas de té abrasador, con nuestros dedos medio helados. Pero la comida fue del género más sustancioso; no sólo carne con patatas, sino albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un tipo joven de gabán verde se dirigió a estas albóndigas del modo más amenazador.
—Muchacho —dijo el patrón—, como que me tengo que morir, que vas a tener pesadillas.
—Patrón —susurré yo—, no es éste el arponero, ¿no?
—Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—, el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos.
—Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese arponero? ¿Está aquí?
—Estará antes de mucho —fue la respuesta.
No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo.
Terminada la cena, el grupo volvió a la sala del bar, donde, no sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto de la velada como observador.
Pero después se oyó fuera un ruido de motín. Levantándose sobresaltado, el patrón exclamó:
—Es la tripulación del Grampus. Lo he visto anunciado a lo largo de esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno. ¡Hurra, muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji!
Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas de mar; se abrid la puerta de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de marineros. Envueltos en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas con pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida de carámbanos, parecían una erupción de osos del Labrador. Acababan de desembarcar, y ésta era la primera casa en que entraban. No es extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la ballena, el bar, donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba, pronto les escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un fuerte resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra y melaza que parecía pez, y .juró que era una cura soberana para todos los resfriados y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su antigüedad, ni si se habían contraído a la altura de la costa del Labrador, o al socaire de urja isla de hielo.
La bebida pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.
Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría. Su voz anunciaba en seguida que era un sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el mar. Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron de menos, y como al parecer no se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron a gritar:
¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? —y salieron de la casa como flechas en su seguimiento.
Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los marineros.
A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.
Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo más delicado. Empecé a sentir picores por todas partes. Además, se iba haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía?
—¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir con él. Probaré este banco.
—Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta... —tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto.
Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible. El patrón estuvo a punto de dislocarse la muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras reflexiones.
Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo largo del único espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia mí tal corriente de aire frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la desvencijada puerta, salía al encuentro de la de la ventana, y ambas juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche.
«El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché.
Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?
Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».
Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.