Moby Dick (7 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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—¡A engullir, ea! —gritó entonces el patrón, abriendo del todo una puerta, y entramos a desayunar.

Dicen que los hombres que han visto el mundo adquieren así gran facilidad de maneras, y tienen gran dominio de sí mismos en compañía. No siempre, sin embargo: Ledyard, el gran viajero de New England, y Mungo Park, el escocés, mostraban menor seguridad que nadie en el salón. Pero quizá el cruzar meramente Siberia en un trineo arrastrado por perros, como hizo Ledyard, o el darse un largo paseo solitario con el estómago vacío, por el corazón negro de África, que es la suma de las realizaciones del pobre Mungo, ese tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de alcanzar un alto refinamiento social. No obstante, en la mayor parte de los casos, este tipo de cosas es lo que se suele observar en todo lugar.

Las indicadas reflexiones están ocasionadas por el hecho de que después que todos nos sentamos a la mesa, y cuando me preparaba a escuchar algunos buenos relatos sobre la pesca de la ballena, con no poca sorpresa mía, todos mantuvieron un profundo silencio. Y no sólo eso, sino que tenían un aire cohibido. Sí, allí había un equipo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor timidez, habían abordado grandes ballenas en alta mar —absolutamente desconocidas para ellos— y habían entablado duelo con ellas hasta matarlas sin parpadear; y, sin embargo, ahí estaban sentados en la sociedad de una mesa de desayuno —todos del mismo oficio, todos de gustos afines— y volvían los ojos unos a otros tan ovejunamente como si nunca hubieran salido de la vista de algún redil entre las Montañas Verdes. ¡Curioso espectáculo, esos tímidos osos, esos vergonzosos guerreros de las ballenas!

Pero en cuanto a Queequeg...; en fin, Queequeg se sentaba entre ellos, y a la cabecera de la mesa, además, por casualidad, tan fresco como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su buena educación. Su mayor admirador no podría haber justificado cordialmente que se trajera consigo el arpón al desayuno y lo usara sin ceremonia, alcanzando con él por encima de la mesa, con inminente riesgo para varias cabezas, y acercándose los filetes de vaca. Pero eso es lo que hacía con gran frialdad, y todos saben que, en la estimativa de la mayor parte de la gente, hacer algo con frialdad es hacerlo con elegancia.

No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo rehuía el café y los panecillos calientes, y aplicaba su atención fija a los filetes, bien crudos. Basta decir que, cuando se terminó el desayuno, se retiró como los demás a la sala común, encendió la pipa-hacha, y allí estaba sentado, dirigiendo y fumando en paz, con su inseparable sombrero puesto, cuando yo zarpé a dar una vuelta.

VI
 
La calle

Si al principio me había asombrado a captar un atisbo de un individuo tan exótico como Queequeg circulando entre la refinada sociedad de una ciudad civilizada, ese asombro se disipó en seguida al dar mi primer paseo a la luz del día por las calles de New Bedford.

En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas. Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos;
y en
Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera a. toda Water Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marineros, pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado.

Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos, pannangianos
y brighgianos, y
además de los disparatados ejemplares de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven otros espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos que han talado bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas cosas, se creería que acaban de nacer.

¡Mirad ahí, ese muchacho que presume en la esquina! Lleva un sombrero de castor y una levita de cola de golondrina, ceñida con un r cinturón de marinero y un machete como vaina. Ahí viene otro con un sueste y un capote de alepín.

Ningún elegante de ciudad se puede comparar con uno de campo, quiero decir, con un elegante auténticamente paleto; un compadre que, en los días de la canícula, siega sus dos hectáreas con guantes de cabritilla por miedo a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un elegante de campo como éste se le mete en la cabeza conseguir reputación de distinguido, y se alista en las grandes pesquerías de ballenas, habríais de ver qué cosas más cómicas hace al llegar al puerto. Al encargar su indumentaria marina, pide botones de campana en los chalecos, y trabillas en sus pantalones de lona. ¡Ah, pobre retoñito, qué amargamente estallarán esas trabillas en la s primera galerna ululante, cuando seas empujado, con trabillas, bo— 'k tones y todo, por la garganta de la tempestad abajo!

Pero no creáis que esta famosa ciudad tiene sólo arponeros, caníbales y paletos para enseñar a los visitantes. Nada de eso. Con todo, New Bedford es un sitio extraño. Si no hubiera sido por nosotros los balleneros, ese trecho de tierra quizá habría seguido hasta hoy en condiciones tan salvajes como la costa de Labrador. Aun tal como está, hay partes del campo de sus alrededores que son capaces de asustarle a uno con su aspecto desolado. La propia ciudad es quizá el sitio más caro para vivir en toda New England. Ciertamente, es tierra de aceite, aunque no como Canaán; tierra, pues, de trigo y vino. Por sus calles no mana la leche, ni en primavera las pavimentan con huevos frescos. Pero, a pesar de todo, en ninguna parte de América se encontrarán más casas de aspecto patricio, y parques y jardines más opulentos que en New Bedford. ¿De dónde proceden? ¿Cómo se han plantado en esta macilenta escoria de comarca?

Id a mirar los emblemáticos arpones de hierro que rodean aquella altiva mansión, y vuestra pregunta quedará respondida. Sí, todas esas valientes casas y floridos jardines proceden de los océanos Atlántico, Pacífico e índico. Todas y cada una, fueron arponeadas y arrastradas hasta aquí desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexander realizar una hazaña como ésta?

Dicen que en New Bedford los padres dan ballenas a sus hijas como dote, y colocan a sus sobrinas con unas pocas tortugas por cabeza. Hay que ir a New Bedford para ver una boda brillante, pues dicen que tienen depósitos de aceite en todas las casas, y a lo largo de ', todas las noches queman sin cesar velas de esperma de ballena.

En verano, es dulce de ver la ciudad, llena de hermosos arces, en largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, elevándose en el aire, los bellos y abundantes castaños de Indias, como candelabros, ofrecen al transeúnte sus puntiagudos conos verticales de floración congregada. Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha superpuesto claras terraza de flores sobre los estériles residuos de roca arrojados a un lado en el día final de la Creación.

Y las mujeres de New England florecen como sus propias rosas. Pero las rosas sólo florecen en verano, mientras que la fina encarnadura de sus mejillas es perenne, como la luz del sol en los séptimos cielos. Hallar comparación en otro sitio a esa floración suya, os será imposible, si no es en Salem, donde me dicen que las muchachas exhalan tal almizcle que sus novios marineros las huelen a millas de la costa, como si se acercaran a las aromáticas Molucas y no a las arenas puritanas.

VII
 
La capilla

En la misma New Bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano índico o al Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar.

Al regresar de mi primer paseo mañanero, volví a salir para ese especial destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y claro, a niebla y aguanieve con viento. Envolviéndome en mi áspero chaquetón, del tejido llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad. Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros y de mujeres y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo roto a veces por los aullidos de la tempestad. Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada dolor silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía; y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar:

CONSAGRADA

A LA MEMORIA

DE

JOHN TALBOT

Que a la edad de dieciocho años,

Se perdió en el mar,

Cerca de la Isla de la Desolación,

A la altura de Patagonia,

El 1 de noviembre de 1836

SU HERMANA

Dedica a su memoria

ESTA LÁPIDA

EN MEMORIA

DE

ROBERT LONG, WILLIS ELLERY,

NATHAN COLEMAN, WALTER CANNY,

SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,

Que formaban la tripulación de una de las lanchas

DEL BARCO ELIZA

Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista

En las pesquerías del Pacífico,

El 31 de diciembre de 1839

Ponen esta lápida

Sus compañeros supervivientes.

EN MEMORIA

del difunto

CAPITÁN EZEKIEL HARDY,

Que, en la proa de su lancha,

Fue muerto por un cachalote

En la costa del Japón,

El 3 de agosto de 1833,

DEDICA ESTA LAPIDA

a su recuerdo

SU VIUDA

Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas.

¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del Elephanta que aquí.

¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen en inefable bienaventuranza? ¿Por qué los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados.

Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.

Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma.

VIII
 
El púlpito

No llevaba mucho tiempo sentado cuando entró un hombre de una peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta golpeada por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y respetuoso como le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel noble anciano era el capellán. Sí, era el famoso Padre Mapple, llamado así por los balleneros, entre los cuales era muy popular. Había sido marinero y arponero en su juventud, pero desde hacía ya muchos años dedicaba su vida al ministerio religioso. En la época de que ahora escribo, el Padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; esa clase de vejez que parece fundirse en una segunda juventud florida, pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos suaves fulgores de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad hubiera conocido su historia podía observar por primera vez al Padre Mapple sin el mayor interés, porque había en él ciertas peculiaridades injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona alquitranada chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron extraídos uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón adyacente: entonces, revestido de modo decente, se acercó silenciosamente al púlpito.

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