Authors: Herman Melville
Observemos lo que es menos diferente en esas cabezas: a saber, los órganos más importantes, los ojos y los oídos. En la parte posterior y más baja del lado de la cabeza, junto al ángulo de las mandíbulas de ambos cetáceos, si se observa atentamente, se acabará por ver un ojo sin pestañas, que uno diría que es el ojo de un potro joven, de tan desproporcionado como está respecto al tamaño de la cabeza.
Ahora, debido a esta peculiar posición lateral de los ojos de estos cetáceos, es evidente que jamás pueden ver un objeto que esté exactamente delante, así como tampoco uno que esté exactamente detrás. En resumen, la posición de los ojos de ambos cetáceos corresponde a la de los oídos del hombre; y podéis imaginar, por vosotros mismos, a través de los oídos. Encontraríais que sólo podíais dominar unos treinta grados de visión por delante de la perpendicular a la vista, y unos treinta más por detrás. Aunque vuestro peor enemigo avanzara derecho hacia vosotros, en pleno día, con el puñal en alto, no podríais verle, así como tampoco si se acercara deslizándose por detrás. En resumen, tendríais dos espaldas, por decirlo así, pero, al mismo tiempo, dos frentes (frentes laterales); pues ¿qué es lo que hace la frente de un hombre, qué, en efecto, sino sus ojos?
Además, mientras que en la mayor parte de los demás animales que ahora soy capaz de recordar, los ojos están asentados de modo que funden imperceptiblemente su capacidad visual, produciendo una sola imagen, y no dos, en el cerebro, en cambio, la posición peculiar de los ojos de estos cetáceos, separados como están de hecho por tantos pies cúbicos de cabeza maciza, que se yergue entre ellos como una gran montaña que separa dos lagos en valles, es cosa, desde luego, que debe separar por completo las impresiones que transmite cada órgano independiente. Los cetáceos, por consiguiente, deben ver una imagen clara en un lado, y otra imagen clara en el otro lado, mientras que por en medio todo debe ser para ellos profunda oscuridad y nada. En efecto, se puede decir que el hombre mira hacia el mundo desde una garita de centinela que tiene por ventana dos bastidores acoplados. Pero en el cetáceo, los dos bastidores están insertados separadamente, formando dos ventanas distintas, pero estropeando lamentablemente la visión. Esta peculiaridad de los ojos de los cetáceos es cosa que siempre debe tenerse en cuenta en la pesca, y que habrá de recordar el lector en algunas escenas posteriores.
Podría abordarse una cuestión curiosa y muy desconcertante respecto a este asunto visual en cuanto se relaciona con el leviatán. Pero debo contentarme con una sugerencia. Mientras los ojos del hombre están abiertos a la luz, el acto de ver es involuntario: esto es, él_ no puede evitar entonces ver maquinalmente cualquier objeto que tenga delante. No obstante, cualquiera aprende por experiencia que, aunque de una sola ojeada puede abarcar todo un barrido indiscriminado de cosas, le resulta imposible examinar de modo atento y completo dos cosas —por grandes o pequeñas que sean— en un mismo instante de tiempo, por más que estén juntas y tocándose. Y entonces, si vais y separáis esos dos objetos, rodeando a cada uno de un círculo de profunda tiniebla, al mirar uno de ellos de tal modo que apliquéis a él vuestra mente, el otro quedará completamente excluido de vuestra conciencia durante ese tiempo. ¿Qué pasa, entonces, con el cetáceo? Cierto es que ambos ojos, en sí mismo deben actuar simultáneamente, pero ¿acaso su cerebro es mucho más comprensivo, combinador y sutil que el del hombre, para que en un mismo momento pueda examinar atentamente dos perspectivas, una a uno de sus lados, y la otra en la dirección exactamente opuesta? Si puede, entonces es una cosa tan maravillosa para un cetáceo como si un hombre fuera capaz de recorrer simultáneamente las demostraciones de dos diversos problemas de Euclides. Y, examinándolo de modo estricto, no hay ninguna incongruencia en esta comparación.
Será un antojo caprichoso, pero siempre me ha parecido que las extraordinarias vacilaciones de movimiento mostradas por ciertos cetáceos al ser atacados por tres o cuatro lanchas, y la timidez y la propensión a extraños espantos, tan comunes en tales animales, todo ello, a mi juicio, procede de la inevitable perplejidad de volición en que deben situarles sus potencias separadas y diametralmente opuestas.
Pero el oído del cetáceo es por completo tan curioso como el ojo. Si no tenéis el menor trato con su raza, podríais seguir rastros en esas cabezas durante horas y horas sin descubrir jamás tal órgano. El oído no tiene pabellón externo en absoluto, y en el propio agujero apenas podríais meter una pluma de ave, de tan sorprendentemente menudo como es. Está asentado un poco detrás del ojo. Respecto a sus oídos, se ha de observar esta importante diferencia entre el cachalote y la ballena franca: mientras el oído de aquél tiene una abertura externa, el de ésta queda recubierto por completo y de modo parejo por una membrana, de modo que desde fuera es del todo inobservable.
¿No es curioso que un ser tan enorme como un cetáceo vea el mundo por un ojo tan pequeño y oiga el trueno por un oído que es más pequeño que el de una liebre? Pero si sus ojos fueran tan anchos como las lentes del gran telescopio de Herschel, y sus oídos fueran tan capaces como los atrios de las catedrales ¿tendría por ello más capacidad de visión o sería más agudo de oído? De ningún modo. Entonces ¿por qué tratáis de «ensanchar» vuestra mente? ¡Sutilizadla!
Ahora, con todas las palancas y máquinas de vapor que tengamos a mano, volquemos la cabeza del cachalote, de modo que quede del revés: luego, subiendo con una escalerilla a la cima, echemos una ojeada por la boca abajo; si no fuera porque el cuerpo ya está separado por completo de ella, podríamos descender con una linterna a esa gran Caverna del Mamut de Kentucky que es su estómago. Pero agarrémonos aquí a este diente, y miremos a nuestro alrededor dónde estamos. ¡Qué boca más auténticamente hermosa y pura! Desde el suelo al techo, está forrada, o mejor dicho empapelada, con una reluciente membrana blanca, brillante como el raso nupcial.
Pero salgamos ya, y miremos esta portentosa mandíbula inferior, que parece la larga tapa derecha de una inmensa tabaquera, con la charnela en un extremo, en vez de en un lado. Si la abrís de par en par, de modo que quede por encima de vosotros, y ponéis al aire sus filas de dientes, parece un terrible rastrillo de fortaleza; y así, ¡ay!, resulta ser para muchos pobres diablos de la pesca, sobre los cuales caen estos espigones atravesándolos con su fuerza. Pero mucho más terrible es observar, a varias brazas de profundidad en el mar, algún arisco cachalote que se cierne allí suspenso, con su prodigiosa mandíbula, de unos quince pies de largo, colgando derecha en ángulo recto con el cuerpo, semejante en todo al botalón de foque de un barco. Ese cachalote no está muerto; sólo está desanimado, quizá de mal humor, hipocondríaco, y tan decaído que los goznes de su mandíbula se le han aflojado, dejándole en esa lamentable situación, como un reproche para toda su tribu, que, sin duda, le maldice deseándole el tétanos.
En la mayor parte de los casos, esa mandíbula inferior –sacada fácilmente de sus goznes por algún artista experto— se separa y se iza a cubierta con el fin de extraer sus dientes de marfil, haciendo provisión de esos duros huesos blancos con que los pescadores hacen toda clase de objetos curiosos, incluyendo bastones, mangos de paraguas y mangos de fusta.
Izándola, larga y fatigosamente, la mandíbula es elevada a bordo, como si fuese un ancla, y, llegado el momento adecuado —unos pocos días después de los otros trabajos—, Queequeg, Daggoo y Tashtego, todos ellos excelentes dentistas, se ponen a arrancar dientes. Con una aguda azada de descuartizar, Queequeg hace trabajo de bisturí en las encías; luego afianzan la mandíbula a unos cáncamos, y, enganchando un aparejo desde arriba, arrancan esos dientes igual que los bueyes de Michigan arrancan tocones de viejos robles en bosques silvestres. Suele haber cuarenta y dos dientes en total; en los cachalotes viejos, muy desgastados, pero nada enfermos, ni empastados conforme a nuestra moda artificial. Después, se sierra la mandíbula en rebanadas, que se guardan en montones como viguetas para construir casas.
Cruzando la cubierta, vamos ahora a observar bien despacio la cabeza de la ballena franca.
Así como, en su forma general, la noble cabeza del cachalote podría compararse a un carro de guerra romano (sobre todo en la frente, donde tiene tan ancha redondez), del mismo modo, vista en conjunto, la cabeza de la ballena franca ostenta una semejanza bastante poco elegante con un gigantesco zapato de puntera en forma de galeota. Hace doscientos años un antiguo viajero holandés comparó su forma a la de una horma de zapatero. Y en esa misma horma o zapato podría alojarse cómodamente la vieja del cuento infantil, con su progenie en enjambre, todos juntos.
Pero al acercaros más a esta gran cabeza, empieza a asumir diferentes aspectos, conforme a vuestro punto de vista. Si os ponéis en la cima y miráis esos agujeros para los chorros, en forma de
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, tomaríais toda la cabeza por un enorme contrabajo, y esas rendijas serían las aberturas en la caja de resonancia. Luego, en cambio, si fijáis la mirada en esa extraña incrustación, crestada como un peine, en lo alto de la masa de la ballena franca —en esa cosa verde, llena de lapas, que los de Groenlandia llaman «la corona», y los pescadores de los mares del Sur «el gorro»—, al poner los ojos solamente en esto, tomaríais la cabeza por el tronco de algún enorme roble, con un nido de pájaros en la horquilla. En cualquier caso si observáis los cangrejos vivos que anidan allí, en ese gorro, es casi seguro que se os ocurrirá semejante idea, a no ser, desde luego, que vuestra fantasía haya sido captada por el término técnico «corona» que también se le concede, en cuyo caso sentiréis gran interés al pensar cómo este poderoso monstruo es, efectivamente, un rey marino con diadema, con una corona verde montada para él de este modo maravilloso. Pero si este cetáceo es rey es un sujeto de aspecto muy arisco para honrar una diadema. ¡Mirad ese labio inferior colgante! ¡Qué enorme mal humor y enfurruñamiento hay ahí! Un mal humor y enfurruñamiento, según medidas de carpintero, de unos veinte pies de largo y cinco pies de profundo; un mal humor y enfurruñamiento que os dará unos quinientos galones de aceite, o más.
Una gran lástima, pues, que esta desgraciada ballena tenga «labio de conejo». La hendidura tiene cerca de un pie de anchura. Probablemente su madre, durante cierta época interesante, navegaba por la costa del Perú abajo, cuando los terremotos hicieron que la playa se desgajara. Sobre este labio, como sobre un umbral resbaladizo, nos deslizamos ahora dentro de la boca. Palabra que si estuviera en Mackinaw, tomaría esto por el interior de una cabaña india. ¡Dios mío!, ¿es éste el camino por donde entró Jonás? El techo tiene unos doce pies de alto, y se recoge en un ángulo bastante agudo, como si hubiera un auténtico mástil de sostén, mientras que estos lados acostillados, arqueados, peludos, nos ofrecen esas sorprendentes lonjas de «ballena», casi verticales y en forma de cimitarra, digamos, unas trescientas por cada lado, que, colgando de la parte superior del hueso de cabeza o «corona», forman las persianas venecianas que en otro lado se han mencionado de paso. Los bordes de esos huesos están orlados de fibras pelosas, a través de las cuales la ballena franca filtra el agua, y en cuyos enredos retiene los pececillos, al avanzar con la boca abierta por los mares de brít a la hora de comer. En las persianas de hueso centrales, según están puestas en su orden t natural hay ciertas marcas curiosas, curvas, huecos y bordes, por los que algunos balleneros calculan la edad del animal, igual que se calcula la edad de un roble por sus anillos circulares. Aunque la certidumbre de este criterio está lejos de demostrarse, tiene sin embargo el cariz de una probabilidad analógica. En todo caso, si nos inclinamos a él, hemos de conceder mucha más edad a la ballena franca que la que parece razonable a primera vista.
En tiempos antiguos, parece que dominaron las más curiosas fantasías respecto a esas persianas. Un viajero en Purchas las llama los prodigiosos «bigotes» dentro de la boca de la ballena;' otro, «cerdas»; un tercer caballero antiguo en Halduyt usa el siguiente lenguaje elegante: «Hay unas doscientas cincuenta aletas que crecen a cada lado de su quijada superior, que se arquea sobre la lengua a ambos lados de la boca».
Como todo el mundo sabe, esas mismas «cerdas», «aletas», «bigotes», «persianas», o como os guste, proporcionan a las damas sus «ballenas» de corsé y otros artilugios envaradores. Pero en este punto, hace tiempo que la demanda está en descenso. En tiempo de la reina Ana fue cuando la varilla de ballena estuvo en auge, coincidiendo con la moda del miriñaque. Y así como esas damas de antaño andaban por ahí alegremente, aunque entre las fauces de la ballena, como podría decirse, del mismo modo, en un chaparrón, hoy, día volamos bajo esas mismas mandíbulas en busca de refugio con la misma despreocupación, ya que el paraguas es un pabellón extendido sobre ese mismo hueso.
Pero ahora, por un momento, olvidémoslo todo sobre las persianas y bigotes, y, colocándonos en la boca de la ballena franca, miremos otra vez alrededor. Al ver estas columnatas de huesos tan metódicamente ordenadas en torno, ¿no pensaríais que estáis dentro del gran órgano de Haarlem, contemplando sus mil tubos? Como alfombra ante el órgano tenemos la más suave alfombra turca: la lengua, que está pegada, por decirlo así, al suelo de la boca. Es muy gorda y tierna, y propensa a romperse en trozos al izarla a cubierta. Esta determinada lengua que tenemos ahora delante, yo diría, con una ojeada de paso, que es de seis barriles, esto es, que dará alrededor de esa cantidad de aceite.
Al llegar a este punto ya debéis haber visto claramente la verdad de que partí: que el cachalote y la ballena franca tienen cabezas casi completamente diferentes. Para resumir, entonces: en la cabeza de la ballena franca no hay un gran manantial de esperma, no hay dientes de marfil en absoluto, ni un largo y flexible hueso maxilar como quijada inferior, igual que en el cachalote. Y en el cachalote no hay esas persianas de hueso, ni tan grueso labio inferior, y apenas nada de lengua. Además, la ballena franca tiene dos agujeros exteriores para chorros, y el cachalote uno sólo.
Lanzad ahora vuestra última mirada a esas venerables cabezas encapuchadas, mientras todavía están juntas, pues una se hundirá pronto, olvidada, en el mar, y la otra no tardará mucho en seguirla.