Moby Dick (54 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Pero dejando que esta sugestión influya como pueda en los frenólogos, simplemente querría asumir por un momento la teoría espinal en referencia a la joroba del cachalote. Esta augusta joroba, si no me equivoco, se eleva sobre una de las vértebras mayores, y por tanto es, en cierto modo, su molde convexo exterior. Por su situación relativa, entonces, yo llamaría a esta alta joroba el órgano de la firmeza y la indomabilidad en el cachalote. Y que el gran monstruo es indomable, todavía tendréis razones para saberlo.

LXXXI
 
El Pequod encuentra al Virgen

Llegó el día predestinado y, como era debido, encontramos al barco Jungfrau, capitán Derick De Deer, de Bremen.

Antaño los principales pescadores de ballenas del mundo, ahora los holandeses y los alemanes están entre los menos importantes, pero, acá y allá, a intervalos muy amplios de latitud y longitud, todavía se encuentra de vez en cuando su bandera en el Pacífico.

Por alguna razón, el Jungfrau parecía muy deseoso de presentar sus respetos. Todavía a cierta distancia del Pequod, orzó, y arriando un bote, su capitán fue impulsado hacia nosotros, situándose impacientemente a proa, en vez de ir a popa.

—¿Qué lleva ahí en la mano? —gritó Starbuck, señalando algo que el alemán llevaba balanceando—. ¡Imposible! ¡Una alcuza!

—No es eso —dijo Stubb—: no, no, es una cafetera, señor Starbuck; viene acá a hacernos el café, ese alemán; ¿no ve la gran lata que tiene al lado? Es agua hirviendo. ¡Ah, está muy bien, ese alemán!

—¡Quite allá! —exclamó Flask—, es una alcuza y una lata de aceite. Se le ha acabado el aceite y viene a pedir.

Por curioso que parezca que un barco aceitero pida prestado aceite en zona de pesca, y por mucho que contradiga al revés al viejo proverbio de llevar carbón a Newcastle, a veces ocurre realmente semejante cosa; y en el caso presente, el capitán Derick De Deer llevaba sin duda una alcuza, como había dicho Flask.

Cuando subió a cubierta, Ahab se le acercó repentinamente, sin fijarse en absoluto en lo que llevaba en la mano, pero el alemán, en su jerga rota, pronto evidenció su completa ignorancia sobre la ballena blanca dirigiendo inmediatamente la conversación hacia su alcuza y su lata de aceite, con algunas observaciones sobre que, por la noche, tenía que meterse en su hamaca en profunda oscuridad, porque se había acabado su última gota de aceite de Bremen, y todavía no habían capturado un solo pez volador para suplir la deficiencia; y para terminar sugirió que su barco estaba lo que en la pesca de ballenas se llama técnicamente limpio (esto es, vacío), muy merecedor del nombre de Jungfrau, «Virgen».

Remediadas sus necesidades, Derick se marchó, pero no había alcanzado el costado de su barco cuando se anunciaron ballenas desde los masteleros de ambos barcos, y tan ansioso estaba Derick de persecución, que, sin detenerse a dejar a bordo la lata de aceite y la alcuza, hizo virar la lancha y se puso a seguir a las alcuzas leviatánicas.

Ahora, como la caza se había levantado a sotavento, él y las otras tres lanchas alemanas que de pronto le siguieron llevaban considerable ventaja a las quillas del Pequod. Había ocho ballenas, una manada mediana. Conscientes de su peligro, marchaban todas en fondo con gran velocidad, derechas por delante del viento, rozando sus costados tan estrechamente como tiros de caballos enjaezados. Dejaban una estela grande y ancha, como si desenrollaran de modo continuo un ancho pergamino sobre el mar.

Dentro de esa rápida estela, y a muchas brazas detrás, nadaba un viejo macho, grande y jorobado, que, por su avance relativamente lento, así como por las insólitas incrustaciones amarillentas que crecían sobre él, parecía sufrir ictericia o alguna otra enfermedad. Parecía dudoso que esta ballena perteneciera a la manada de delante, pues no es corriente en tan venerables leviatanes ser sociables. No obstante, se mantenía en su estela, aunque indudablemente su reflujo debía retardarle, porque el «hueso blanco» o marejada ante su ancho morro se rompía como la onda que se forma cuando se encuentran dos corrientes hostiles. Su chorro era corto, lento y laborioso, saliendo con una especie de estertor estrangulado, y disipándose en jirones desgarrados, seguidos de extrañas conmociones subterráneas en él, que parecían encontrar salida por su otro extremo hundido, haciendo que las aguas se elevaran burbujeantes detrás de él.

,. ¿Quién tiene algún calmante? —dijo Stubb—; tiene dolor de estómago, me temo. Dios mío, ¡figuraos lo que es tener media hectárea de dolor de estómago! Vientos contrarios están haciendo en él una pascua loca, muchachos. Es el primer mal viento que he visto jamás soplar por la popa; pero mirad, ¿ha habido nunca una ballena que diera tales guiñadas? Debe de ser que ha perdido la caña.

Como un gran barco cargado en exceso, al acercarse a la costa del Indostán con la cubierta llena de caballos espantados, se escora, se mece, se sumerge y avanza vacilante, así esta vieja ballena balanceaba su envejecida mole, y de vez en cuando, revolviéndose sobre sus molestas costillas, mostraba la causa de su estela incierta en el muñón innatural de su aleta de estribor. Sería difícil decir si había perdido esa aleta en batalla, o si había nacido sin ella.

—Espera un poco, viejo, y te pondré en cabestrillo ese brazo herido —gritó el cruel Flask, señalando la estacha que tenía a su lado.

—Fíjate que no te ponga a ti en cabestrillo —gritó Starbuck—: Adelante, o el alemán se lo llevará.

Con una sola intención, todas las lanchas rivales se dirigían a ese mismo animal no sólo porque era el mayor, y por tanto el más valioso, sino porque estaba más cerca, y los otros se movían a tal velocidad, además, que casi desafiaban toda persecución por el momento. En esta coyuntura, las embarcaciones del Pequod habían adelantado a las tres lanchas alemanas arriadas en último lugar, pero la de Derick, por la gran ventaja que había tenido, todavía iba en cabeza de la persecución, aunque a cada momento se acercaran a ella sus rivales extranjeros. Lo único que temían éstos era que él, por estar ya tan cerca de su blanco, pudiera disparar su arpón antes que terminaran de alcanzarle y pasarle. En cuanto a Derick, parecía muy confiado en que ocurriría así, y de vez en cuando, con un gesto de burla, agitaba la alcuza hacia las otras lanchas.

¡Perro grosero e ingrato! —gritó Starbuck—: ¿se burla y me desafía con la misma lata de limosnas que le he llenado hace cinco minutos? —Y luego, con su viejo susurro intenso—: ¡Adelante, lebreles! ¡Hala con ello!

—Os digo la verdad, muchachos —gritaba Stubb a su tripulación—, va contra mi religión ponerse como loco, pero ¡me gustaría comerme a ese granuja de alemán! ¡Remad!, ¿queréis? ¿Vais a dejar que ese bribón os gane? ¿Os gusta el coñac? Un pellejo de coñac, entonces, al mejor remero. Vamos, ¿por qué no os rompéis alguno una vena? ¿Quién es el que ha echado un ancla por la borda? No nos movemos una pulgada; estamos en calma chicha. Ea, que crece la hierba en el fondo de la lancha; y por Dios, que este mástil está echando yemas. Eso no me gusta, muchachos. ¡Mirad a ese alemán! Bueno, ¿en qué quedamos, vais a escupir fuego o no?

—¡Ah, mirad qué espuma hace! —gritaba Flask, danzando de un lado para otro—: ¡Qué joroba! ¡Venga, echaos contra el buey; está quieto como un tronco! ¡Ah, muchachos, tirad allá: torta y quohogs de cena, ya sabéis, muchachos..., almejas y bollos..., ea, tirad adelante... Tiene cien barriles..., no la perdáis ahora...! ¡No, no...! Mirad a ese alemán... ¡Ah, no remáis por lo que coméis, muchachos! ¡Qué asco, qué porquería! ¿No os gusta el aceite de esperma? ¡Ahí van tres mil dólares, hombres! ¡Un Banco, todo un Banco! ¡El Banco de Inglaterra! ¡Ea, vamos, vamos, vamos! ¿Qué hace ahora el alemán?

En ese momento Derick lanzaba su alcuza contra las lanchas que avanzaban, y también la lata de aceite, quizá con la doble intención de retardar el avance de sus rivales, y a la vez de acelerar económicamente el suyo, con el ímpetu momentáneo del lanzamiento hacia atrás.

—¡Ese grosero perro teutón! —gritó Stubb—. ¡Remad, hombres, como cincuenta mil cargamentos de barcos de guerra llenos de diablos de pelo rojo! ¿Qué dices, Tashtego: eres hombre para partirte el espinazo en veintidós trozos por el honor del viejo Gay-Head?

¿Qué dices?

—Digo que ya remo como un condenado —gritó el indio.

Ferozmente, pero incitadas por igual por las burlas del alemán, las tres lanchas del Pequod empezaban ahora a darle alcance casi juntas, y así dispuestas se le acercaban por momentos. En la hermosa, desprendida y caballeresca actitud del jefe de la lancha al acercarse a la presa, los tres oficiales se levantaron orgullosamente, animando de vez en cuando al remero de popa con un grito estimulante de:

—¡Allá se escurre, ahora! ¡Hurra por la brisa de fresno! ¡Adelantadle!

Pero Derick había tenido tan resuelta ventaja inicial que, a pesar de toda la valentía de ellos, habría resultado vencedor en la carrera si no hubiera caído sobre él un justo juicio en forma de un fallo que detuvo la pala de su remero de en medio. Mientras este torpe marinero de agua dulce se esforzaba por desenredar su fresno, y mientras, en consecuencia, la lancha de Derick estaba a punto de zozobrar, en tanto que él se deshacía en truenos contra sus hombres en terrible cólera, fue el buen momento para Starbuck, Stubb y Flask. Con un grito, dieron un salto mortal hacia delante, y llegaron oblicuamente a disponerse a la altura del alemán. Un instante después, las cuatro lanchas estaban en diagonal en la estela inmediata del cetáceo, mientras que a ambos lados de ellos se extendía la oleada espumosa que hacía.

Fue un espectáculo terrible, lamentable y enloquecedor. El cachalote iba ahora con la cabeza fuera, proyectando su chorro por delante en manantial continuamente atormentado, mientras que su único aletazo golpeaba su costado en agonía de espanto. Unas veces a un lado, otras veces a otro, daba guiñadas en su vacilante huida, y sin embargo, a cada ola que superaba, se hundía espasmódicamente en el mar, o agitaba de lado hacia el cielo su única aleta móvil. Así he visto un pájaro con un ala herida trazando espantado círculos rotos en el aire e intentando en vano escapar de los piratescos halcones. Pero el pájaro tiene voz, y con gritos plañideros da a conocer su miedo, mientras que el miedo de este enorme bruto mudo del mar estaba encadenado y encantado dentro de él: no tenía voz, salvo la respiración en estertor por su rendija, y eso hacía que el verle fuera inexpresablemente lamentable, mientras que a la vez, en su impresionante mole, en su mandíbula en rastrillo y en su cola omnipotente, había bastante para horrorizar al hombre más robusto que así se compadeciera.

Al ver ahora que unos pocos momentos más darían la ventaja a las lanchas del Pequod, y con tal de no quedar así burlado de su presa, Derick eligió al azar lo que debió parecerle un disparo insólitamente largo, antes de que se le escapara para siempre la última probabilidad.

Pero apenas se levantó su arponero para el lanzamiento, los tres tigres —Queequeg, Tashtego, Daggoo— se pusieron en pie de un salto instintivo, y situados en fila diagonal, apuntaron a la vez sus hierros, dispararon sobre la cabeza del arponero alemán, y sus tres arpones de Nantucket penetraron en el animal. ¡Qué cegadores vapores de espuma y fuego blanco! Las tres lanchas, en la primera furia del arranque escapado del cachalote, golpearon de lado la del alemán, con tal fuerza que tanto Derick como su desconcertado arponero fueron vertidos fuera, y les pasaron por encima las tres quillas fugitivas.

—No tengáis miedo, mis botes de manteca —gritó Stubb, lanzándoles una ojeada pasajera al adelantarles—: ya se os recogerá... ¡Muy bien! He visto unos tiburones a popa..., ya sabéis, perros de San Bernardo..., alivian a los viajeros en apuros. ¡Hurra!, éste es ahora el camino para navegar. ¡Cada quilla es un rayo de sol! ¡Hurra! ¡Allá vamos, como tres latas en la cola de un puma enloquecido! Esto me hace pensar en cuando se ata un elefante a una calesa, en una llanura... Hace volar los radios de las ruedas, muchachos, cuando se le ata así; y hay también peligro de que le tire a uno fuera, cuando se ataca una cuesta. ¡Hurra! Así es como se siente uno cuando se va con Pedro Botero... ¡corriendo cuesta abajo por un plano inclinado sin fin! ¡Hurra!, ¡esa ballena lleva el correo de la eternidad!

Pero la carrera del monstruo fue breve. Dando un súbito jadeo, se zambulló tumultuosamente. Rascando velozmente, las tres estachas volaron en torno a los bolardos con tal fuerza, que abrieron profundos surcos en ellos mientras que los arponeros, temerosos de que esta rápida zambullida agotara pronto las estachas, usando todo su poder y destreza dieron repetidas vueltas al cabo humeante para sujetarlo, hasta que por fin —debido a la tensión vertical en los tacos, forrados de plomo, de los botes, desde donde bajaban derechos los tres cabos al azul— las regalas de las proas casi estuvieron al nivel del agua, mientras las tres proas se elevaban hacia el cielo. Y al cesar pronto el cetáceo en su sumersión, se quedaron algún tiempo en esa actitud, temerosos de soltar más cabo, aunque la posición era un poco difícil. Pero aunque de ese modo se han hundido y perdido muchas lanchas, sin embargo, el aguantar así, con las agudas puntas enganchadas en la carne viva del lomo, es lo que a menudo atormenta tanto al leviatán que pronto le hace subir otra vez al encuentro de la afilada lanza de sus enemigos. Pero, para no hablar del peligro del asunto, es dudoso si ese procedimiento es siempre el mejor, pues es razonable suponer que cuanto más tiempo permanezca bajo el agua el animal herido, más agotado quedará. Porque, debido a su enorme superficie —en un cachalote adulto, algo menos de 2.000 pies cuadrados—, la presión del agua es inmensa. Todos sabemos qué asombroso peso atmosférico resistimos nosotros mismos, aun aquí, sobre la tierra, en el aire ¡qué enorme, entonces, la carga de una ballena, colocando en su espalda una columna de doscientas brazas de océano! Debe ser igual, por lo menos, al peso de cincuenta atmósferas. Un cazador de ballenas lo ha calculado como el peso de veinte barcos de guerra, con todos sus cañones y reservas y hombres a bordo.

Con las tres lanchas detenidas allí en aquel mar que se mecía suavemente, mirando allá abajo su eterno mediodía azul, y sin que subiera de sus profundidades un solo gemido ni grito de ninguna clase, más aún, ni una onda ni una burbuja, ¿qué hombre de tierra adentro habría pensado que por debajo de todo ese silencio y placidez se retorcía y agitaba en agonía el mayor monstruo de los mares? Ni ocho pulgadas de cabo vertical se veían en las proas. ¿Parece creíble que con tres hilos tan finos quedara suspendido el gran leviatán, como la gran pesa de un reloj de ocho días? ¿Suspendido?, y ¿de qué? De tres trocitos de tabla. ¿Es ésa la criatura de que se dijo una vez tan triunfalmente: «¿Puedes llenar su piel de arpones afilados, o su cabeza de bicheros? La espada de quien le golpea no hace presa, ni la lanza, ni el dardo, ni la cota de malla; el hierro es para él como la paja; la flecha no puede hacerle huir; los dardos son para él como rastrojo; se ríe de quien blande una lanza?». ¿Es éste el animal, es éste? ¡Ah, que haya tales incumplimientos para los profetas! Pues, con la fuerza de mil muslos en la cola, Leviatán ha metido la cabeza bajo las montañas del mar para esconderla de los arpones del Pequod!

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