Moby Dick (55 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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En esa luz oblicua de la primera hora de la tarde, las sombras que las tres lanchas proyectaban bajo la superficie debían ser suficientemente largas y anchas como para dar sombra a medio ejército de Jerjes. ¡Quién puede decir qué horrendos debieron ser para el cachalote herido tan enormes fantasmas cerniéndose sobre su cabeza!

¡Cuidado, muchachos, se mueve! —gritó Starbuck, cuando los tres cabos vibraron de repente en el agua, transmitiéndoles claramente hasta ellos, como por cables magnéticos, los latidos de vida y muerte de la ballena, de tal modo que cada remero los notaba en su asiento. Un momento después, aliviadas en buena medida de la tensión hacia abajo en las proas, las lanchas dieron un salto repentino hacia arriba, como un pequeño campo de hielo cuando un denso rebaño de osos blancos lo abandona, asustado, .echándose al mar.

—¡Halad, halad! —volvió a gritar Starbuck—: está subiendo.

Las estachas, en que, un momento antes, no se podría haber ganado un palmo, ahora fueron lanzadas, otra vez, todas goteantes, adentro de las lanchas, en largas adujas vivas, y pronto la ballena salió a la superficie a dos largos de barco de sus perseguidores.

Sus movimientos denotaban claramente su extremo agotamiento. En la mayor parte de los animales de tierra hay ciertas válvulas o compuertas, en muchas de sus venas, mediante las cuales, al ser heridos, la sangre se desvía en ciertas direcciones, al menos parcialmente. No es así en el cachalote, una de cuyas peculiaridades es tener una estructura de venas enteramente sin válvulas, de modo que, al ser pinchada aun por una punta tan pequeña como la de un arpón, comienza al momento un mortal desangramiento en todo su sistema arterial, y cuando éste aumenta con la extraordinaria presión de agua, a gran distancia bajo la superficie, se puede decir que se le va la vida a chorros, en torrente incesante. Sin embargo, es tan enorme la cantidad de sangre que hay en él, y tan lejanas y numerosas sus fuentes interiores, que sigue así sangrando y sangrando durante un período considerable, igual que un río sigue manando en una sequía cuando tiene su venero en las fuentes de unas montañas lejanas e indiscernibles. Aun entonces, cuando las lanchas se acercaron remando a la ballena, y, pasando arriesgadamente sobre su cola agitada, le dispararon lanzas, fueron perseguidas por chorros continuos de la herida recién hecha, que siguió manando continuamente, mientras el agujero natural para el chorro, en la cabeza, sólo a intervalos, aunque rápidos, lanzaba al aire su lluvia asustada. Por esta abertura no salía todavía sangre, porque no se había tocado hasta ahora ninguna parte vital suya. Su «vida», como la llaman significativamente, todavía estaba intacta.

Ahora que las lanchas le rodeaban más de cerca, quedó visible claramente toda la parte superior de su forma, con mucho de ella que suele estar sumergido. Sus ojos o mejor dicho los sitios donde habían estado sus ojos, quedaron a la vista. Igual que cuando caen los ancestrales robles, en los agujeros de sus nudos se reúnen extrañas masas mal crecidas, así, de los puntos que habían ocupado antes los ojos de la ballena, ahora salían bulbos ciegos, horriblemente lamentables de ver. Pero no hubo compasión. A pesar de su vejez, y de su brazo único y de sus ojos ciegos, debía morir de muerte y ser asesinado, para iluminar las alegres bodas y los demás festivales del hombre, y asimismo para alumbrar las solemnes iglesias que predican que todos han de ser incondicionalmente inofensivos para con todos. Aún meciéndose en su sangre, por fin mostró parcialmente un extraño racimo o protuberancia, del tamaño de un bushel, muy abajo del flanco.

—Bonito sitio —gritó Flask—: déjeme pincharle ahí una vez. —¡Alto! —gritó Starbuck—: ¡no hay necesidad de eso!

Pero había tardado demasiado el humanitario Starbuck. En el momento del disparo, un chorro ulceroso se disparó de esa herida cruel, y la ballena, sufriendo con ella insoportable angustia, lanzó chorros de densa sangre y con rápida furia atacó ciegamente a las embarcaciones, salpicándolas, a ellas y a sus jubilosos tripulantes, con chaparrones de sangrujo, y haciendo zozobrar la lancha de Flask, con la proa destrozada. Fue su golpe de muerte. Pues, desde ese momento, quedó tan agotada por la pérdida de sangre, que se alejó, meciéndose inerme, de la ruina que había causado; se tendió jadeando de costado, agitó impotente su aleta mutilada, y luego dio vueltas lentamente como un mundo que se desvanece: volvió a lo alto los blancos secretos de su panza, quedó flotando como un leño y murió. Fue lamentable ese último chorro expirante. Como cuando unas manos invisibles retiran el agua de alguna poderosa fuente, y con gorgoteos melancólicos y medio ahogados la columna espumosa desciende hasta abajo, así fue el último largo chorro moribundo moribundo de la ballena.

Pronto, mientras las tripulaciones aguardaban la llegada del barco, el cuerpo mostró síntomas de irse a hundir con todos sus tesoros sin saquear. Inmediatamente, por orden de Starbuck, se le amarraron cabos de diferentes puntos, de modo que cada lancha poco después era una boya, quedando la ballena hundida suspensa a pocas pulgadas por debajo de ella con las cuerdas. Con manejo muy atento, cuando se acercó el barco, se trasladó la ballena a su costado y allí se aseguró reciamente con las más rígidas cadenas para la cola, pues estaba claro que si no se sostenía artificialmente, el cuerpo se hundiría en seguida al fondo.

Ocurrió por casualidad que, casi al empezar a darle tajos con la azada, se encontró incrustado en la carne un arpón, corroído en `toda su longitud, en la parte inferior de la prominencia antes descrita. Pero como frecuentemente se encuentran trozos de arpones en los cuerpos muertos de ballenas capturadas, con la carne perfectamente curada a su alrededor y sin prominencia de ninguna clase que denote su lugar, por tanto, necesariamente debía haber alguna otra razón desconocida, en el presente caso, que explicara por completo la ulceración aludida. Pero aún más curioso era el hecho de que se encontrara en ella una punta de lanza de piedra, no lejos del fierro sepultado, con la carne perfectamente firme a su alrededor. Quién había disparado aquella lanza de piedra? ¿Y cuándo? Podría haberla disparado algún indio del noroeste antes de que se descubriera América.

No cabe decir qué otras maravillas podrían haberse hurgado en ese monstruoso armario. Pero todo ulterior descubrimiento fue suspendido de repente, al quedar el barco escorado de modo sin precedentes hacia el mar, debido a la tendencia a hundirse, inmensamente creciente, del cuerpo. Sin embargo, Starbuck, que tenía el mando de los asuntos, aguantó hasta el fin, y se aferró a ello tan decididamente, en efecto, que cuando por fin el barco iba a zozobrar si insistía en mantener aferrado el cuerpo, entonces, al darse la orden de romper y separarse de él, era tal la tensión inamovible sobre las ligazones de revés a que se habían amarrado las cadenas y cables de la cola, que fue imposible soltarlos. Mientras tanto, el Pequod se había escorado. Cruzar al otro lado de la cubierta era como subir por el abrupto techo picudo de una casa. El barco gemía y jadeaba. Muchas de las incrustaciones de marfil de sus amuradas y cabinas saltaron de su sitio, por la tensión extraordinaria. En vano se trajeron espeques y palancas para aplicarlos a las inamovibles cadenas que sujetaban la cola, liberándolas de las ligazones: tan hondo había bajado ya la ballena que no cabía acercarse a los extremos sumergidos, mientras a cada momento parecían añadirse toneladas enteras de pesadumbre a la mole que se hundía, y el barco parecía a punto de perderse.

—¡Aguanta, aguanta!, ¿quieres? —Gritó Stubb al cuerpo—: ¡no tengas tan endemoniada prisa de hundirte! Por todos los demonios, hombres, tenemos que hacer algo o lanzarnos a ello. No sirve hurgar ahí; ¡alto, digo, con los espeques, y corred uno de vosotros a buscar un libro de oraciones y un cortaplumas para cortar las cadenas grandes!

—¿Cortar? Sí, sí —gritó Queequeg, y agarrando la pesada hacha del carpintero, se asomó por una porta, y, con el acero contra el hierro, empezó a dar tajos a las mayores cadenas de la cola. Pocos golpes se dieron, con muchas chispas, y la enorme tensión hizo el resto. Con un terrible chasquido, todas las amarras saltaron por el aire; el barco se enderezó y el cadáver se hundió.

Ahora, esta inevitable sumersión que ocurre a veces en un cachalote recién muerto es una cosa muy curiosa, y ningún pescador la ha explicado adecuadamente. Por lo general, el cachalote muerto flota con mucha ligereza, con el costado o la panza considerablemente elevado sobre la superficie. Si los únicos cetáceos que se hundieran así fueran criaturas viejas, flacas y de ánimo abatido, con sus almohadillas de grasa disminuidas y todos sus huesos pesados y reumáticos, entonces podríais afirmar con mucha razón que ese hundimiento está causado por un insólito peso específico en el pez que así se hunde, como consecuencia de que le falta dentro materia flotante. Pero no es así. Pues incluso jóvenes cetáceos, en su mejor salud y rebosando nobles aspiraciones, truncados prematuramente en la tibia floración y el mayo de su vida, con toda su grasa palpitando encima, incluso esos héroes valientes y flotantes, se hunden alguna vez.

Hay que decir, sin embargo, que el cachalote es mucho menos propenso a ese accidente que cualquier otra especie. Por cada uno de esa especie que se hunde, se hunden veinte ballenas francas. Esta diferencia entre las especies es sin duda atribuible en no escaso grado a la mayor cantidad de hueso que hay en la ballena franca, ya que sólo sus persianas venecianas pesan a veces más de una tonelada, estorbo de que el cachalote está totalmente libre. Pero hay ejemplos en que, después de un lapso de varias horas o varios días, el cetáceo hundido vuelve a subir, más flotante que en vida. Pero la razón de esto es obvia. En él se producen gases: se hincha con prodigiosa magnitud, convirtiéndose en una especie de globo animal. Entonces, apenas un barco de guerra podría impedirle subir. En las pesquerías costeras de la ballena, en bajos fondos entre las bahías de Nueva Zelanda, cuando una ballena franca da señales de hundirse, le amarran boyas, con mucho cable, de modo que, cuando el cuerpo ha bajado, saben dónde buscarlo cuando suba otra vez.. No mucho después del hundimiento del cadáver, se oyó un grito desde las cofas del Pequod, anunciando que el Jung frau volvía a .arriar sus lanchas, aunque el único chorro a la vista era de una ballena de aleta dorsal, de las especies de ballenas incapturables, a causa de su increíble poder natatorio. No obstante, el chorro de esa ballena es tan semejante al del cachalote, que los pescadores inexpertos a veces la confunden con él. Y en consecuencia, Derick y toda su ueste se pusieron en valiente persecución de ese bruto inalcanzable. La Virgen, desplegando todas sus velas, se puso a seguir sus cuatro quillas jóvenes, y así desaparecieron todos a sotavento, todavía en atrevida y esperanzada persecución.

¡Ah, muchas son las ballenas de aleta dorsal, y muchos son los Dericks, amigo mío!

LXXXII
 
El honor y la gloria de la caza de la ballena

Hay algunas empresas en que el método adecuado es un desorden cuidadoso.

Cuanto más me sumerjo en este asunto de la caza de la ballena y hago avanzar mis investigaciones hasta su misma fuente, mucho más me impresionan su gran honorabilidad y su antigüedad; y, sobre todo, cuando encuentro tantos grandes semidioses y héroes, y profetas de todas clases, que de un modo o de otro le han conferido distinción, me siento transportado al reflexionar que yo mismo pertenezco, aunque sólo de modo subordinado, a una hermandad de tales blasones.

El valiente Perseo, un hijo de Júpiter, fue el primer ballenero, y ha de decirse, para eterno honor de nuestra profesión, que la primera ballena atacada por nuestra cofradía no fue muerta con ninguna intención sórdida. Aquéllos eran los días caballerescos de nuestra profesión, cuando sólo tomábamos las armas para socorrer a los que estaban en apuros, y no para llenar las alcuzas de los hombres. Todos saben la hermosa historia de Perseo y Andrómeda: como la deliciosa Andrómeda, hija de un rey, fue atada a una roca en la costa, y cuando el leviatán se disponía a llevársela, Perseo, el príncipe de los balleneros, avanzando intrépidamente, arponeó al monstruo, libró a la doncella y se casó con ella. Fue una admirable gesta artística, raramente lograda por los mejores arponeros de nuestros días, ya que este leviatán quedó muerto al primer arponazo. Y que nadie dude de esta historia arcaica, pues en la antigua Joppa, hoy Jaffa, en la costa Siria, en un templo pagano, estuvo durante muchos siglos el vasto esqueleto de una ballena, que las leyendas de la ciudad y todos sus habitantes afirmaban que era la mismísima osamenta del monstruo que mató Perseo. Cuando los romanos tomaron Joppa, ese esqueleto fue llevado a Italia en triunfo. Lo que parece más singular y sugestivamente importante de esta historia es que fue desde Joppa desde donde zarpó Jonás.

Afín a la aventura de Perseo y Andrómeda —incluso, algunos suponen que deriva indirectamente de ella —es la famosa historia de san Jorge y el dragón, el cual dragón yo sostengo que fue una ballena, pues en muchas antiguas crónicas las ballenas y los dragones se entremezclaban extrañamente, y a menudo se sustituían unos a otros. «Eres como un león de las aguas, y como un dragón del mar», dice Ezequiel, en lo cual alude claramente a una ballena; en realidad, algunas versiones de la Biblia usan esa misma palabra. Además, menguaría mucho la gloria de la gesta que san Jorge sólo hubiera afrontado a un reptil de los que se arrastran por la tierra, en vez de entablar batalla con el gran monstruo de las profundidades. Cualquier hombre puede matar una serpiente, pero sólo un Perseo, un san Jorge o un Coffin tienen bastantes agallas como para avanzar valientemente contra una ballena.

Que no nos desorienten las modernas pinturas de esa escena; pues aunque el animal afrontado por ese valiente ballenero de antaño está representado vagamente en forma semejante a un grifo, y aunque la batalla se pinta en tierra, con el santo a caballo, sin embargo, considerando la gran ignorancia de aquellos tiempos, cuando los artistas desconocían la verdadera forma de la ballena, y considerando que, en el caso de Perseo, la ballena de san Jorge podía haber subido reptando desde el mar a la playa, y considerando que el animal cabalgado por san Jorge podía ser sólo una gran foca o caballo marino, entonces, el tener en cuenta todo esto, no parecerá in compatible con la sagrada leyenda y con los más antiguos esbozos, de la escena, afirmar que ese llamado dragón no fue otro que el propio gran leviatán. En realidad, al ponerse ante la estricta y penetrante te verdad, toda esta historia se comportará como aquel ídolo pescado-carne-y-ave de los filisteos llamado Dagón, al cual, al ser colocado ante el Arca de Israel, se le cayeron la cabeza de caballo y las palmas de las manos, quedando sólo su muñón o parte pisciforme. Así pues, uno de nuestra noble estirpe, precisamente un ballenero, es el guardián tutelar de Inglaterra, y, con buen derecho, nosotros los arponeros de Nantucket deberíamos estar alistados en la nobilísima Orden de San Jorge. Y por consiguiente, que los caballeros de esa honorable cofradía (ninguno de los cuales, me atrevo a decir, habrá tenido que ver jamás con una ballena, como su gran patrón) no miren nunca con desprecio a los de Nantucket, ya que, aun con nuestros blusones de lana y nuestros pantalones alquitranados, tenemos mejores títulos para la condecoración de San Jorge que ellos.

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