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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Momo (10 page)

BOOK: Momo
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De nuevo se inclinó sobre el maletero y tiró cosas hacia Momo.

—Aquí hay, por ejemplo, un bolso pequeñito de piel de serpiente, con un lápiz de labios pequeñito y una polvera de verdad, dentro. Aquí hay una pequeña cámara fotográfica. Aquí una raqueta de tenis. Aquí un televisor de muñecas, que funciona de verdad. Aquí una pulsera, un collar, pendientes, un revólver de muñecas, medias de seda, un sombrero de plumas, un sombrero de paja, un sombrerito de primavera, palos de golf, frasquitos de perfume, sales de baño, desodorantes…

Hizo una pausa y miró expectante a Momo, que estaba sentada en el suelo, entre todas esas cosas, como paralizada.

—Como ves —prosiguió el hombre gris—, es muy sencillo. Sólo hace falta tener más y más cada vez, entonces no te aburres nunca. Pero a lo mejor piensas que algún día la perfecta
Bebenín
podría tenerlo todo, y que entonces volvería a ser aburrido. Pues no te preocupes, pequeña. Porque tenemos el compañero adecuado para
Bebenín
.

Con esto sacó del maletero otra muñeca. Era igual de grande que
Bebenín
, igual de perfecta, sólo que se trataba de un joven caballero. El hombre gris lo sentó al lado de
Bebenín
, la perfecta, y explicó:

—Éste es
Bebenén
. Para él también hay interminables accesorios. Y si todo eso se ha vuelto aburrido, hay todavía una amiga de
Bebenín
, que también tiene un equipo completo que sólo le va bien a ella. Y para
Bebenén
hay también el amigo adecuado, y éste a su vez tiene amigos y amigas. Como ves, no hace falta aburrirse, porque se puede seguir así interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear.

Mientras hablaba, iba sacando una muñeca tras otra del maletero del coche, cuyo contenido parecía ser inagotable, y las colocaba alrededor de Momo, que seguía inmóvil y miraba al hombre más bien asustada.

—Y bien —dijo el hombre por fin, mientras expulsaba densas nubes de humo—, ¿comprendes ahora cómo se ha de jugar con una amiga así?

—Sí —contestó Momo. Empezaba a tiritar de frío.

El hombre gris asintió satisfecho y aspiró su cigarro.

—Ahora te gustaría quedarte con todas estas cosas, ¿no es verdad? Pues bien, pequeña, te las regalo. Recibirás todo esto —no en seguida, sino una cosa tras otra— y muchas, muchas más. Sólo has de jugar con ellas tal como te he explicado. ¿Qué te parece?

El hombre gris sonrió esperanzado a Momo, pero como ella no dijo nada, sino que sólo respondió con una mirada seria, añadió:

—Entonces ya no necesitarás a tus amigos, ¿entiendes? Ahora ya tendrás bastantes diversiones, pues tendrás todas esas cosas bonitas y recibirás cada vez más, ¿no es verdad? Y eso es lo que quieres, ¿verdad? Tú quieres tener esta fabulosa muñeca, ¿no? La quieres, ¿verdad?

Momo presentía oscuramente que habría de mantener un duro combate; y que ya estaba metida en él. Pero no sabía por qué iba a ser la lucha ni contra quién. Pues cuanto más escuchaba a ese visitante, más le ocurría lo que antes le había pasado con la muñeca: oía una voz que hablaba, oía palabras, pero no oía al que realmente hablaba. Movió la cabeza.

—Qué, ¿qué pasa? —dijo el hombre gris, enarcando las cejas—. ¿Todavía no estás contenta? Vosotros, los niños de hoy, sí que sois exigentes. ¿Quieres decirme qué le falta a esa muñeca perfecta?

Momo miró al suelo y reflexionó.

—Creo —dijo en voz baja— que no se la puede querer.

Durante un buen rato, el hombre gris no dijo nada. Miraba ante sí con la mirada vidriosa de las muñecas. Finalmente hizo un esfuerzo.

—No es eso lo que importa —dijo con voz gélida.

Momo le miró a los ojos. El hombre le daba miedo, sobre todo por el frío que salía de su mirada. Por curioso que parezca, también le daba pena, aunque no hubiera podido decir por qué.

—Pero a mis amigos —dijo—, los quiero.

El hombre gris hizo una mueca como si, de pronto, tuviera dolor de muelas. En seguida se recuperó y sonrió como un cuchillo.

—Creo —replicó con suavidad— que vale la pena que hablemos un rato en serio, pequeña, para que empieces a darte cuenta de qué es lo importante realmente.

Sacó de su bolsillo un pequeño cuadernito de notas, gris, en el que hojeó hasta encontrar lo que buscaba.

—Tú te llamas Momo, ¿no es así?

Momo asintió. El hombre gris cerró el cuadernillo de notas, lo volvió a guardar y se sentó en el suelo, al lado de Momo. Durante un rato no dijo nada, sino que se limitaba a chupar su pequeño cigarro gris.

—Pues bien, Momo: escúchame bien —comenzó, por fin.

Momo llevaba intentándolo todo el rato. Pero resultaba mucho más difícil escucharle a él que a todos los demás, a los que había escuchado hasta entonces. En otras ocasiones, podía simplemente introducirse en el otro y entender lo que quería decir y lo que era realmente. Pero con ese visitante no lo conseguía. Cuantas veces lo intentaba tenía la sensación de caer en la oscuridad y el vacío, como si no hubiera nadie. Eso no le había ocurrido nunca.

—Lo único que importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a tener algo. Quien llega más lejos, quien tiene más que los demás recibe lo demás por añadidura: la amistad, el amor, el honor, etcétera. Tú crees que quieres a tus amigos. Vamos a analizar esto objetivamente.

El hombre gris expulsó unos cuantos anillos de humo. Momo escondió sus pies desnudos debajo de la falda y se arrebujó todo lo que pudo en su gran chaquetón.

—Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?

Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris.

—Y por esto —prosiguió el hombre gris— queremos proteger a tus amigos de ti. Y si realmente los quieres, nos ayudarás. No podemos estarnos con los brazos cruzados viendo cómo los apartas de todas las cosas importantes. Queremos que lleguen a ser algo. Queremos lograr que los dejes en paz. Y por eso te regalamos todas estas cosas bonitas.

—¿Quiénes sois “nosotros”? —preguntó Momo, a quien le temblaban los labios.

—Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo —respondió el hombre gris—. Yo soy el agente n.º BLW/553/c. Personalmente no quiero más que tu bien, porque la caja de ahorros de tiempo no está para bromas.

En ese momento, Momo se acordó de lo que le habían dicho Gigi y Beppo sobre ahorrar tiempo y contagio. Le sobrevino la oscura intuición de que aquel hombre gris tenía algo que ver con el asunto. Deseaba desesperadamente que sus dos amigos estuvieran a su lado. Nunca antes se había sentido tan sola. Pero decidió no dejarse intimidar. Reunió toda su fuerza y todo su valor y se lanzó a la oscuridad y al vacío tras el que se ocultaba el hombre gris.

Éste había observado a Momo por el rabillo del ojo. No le habían pasado desapercibidos los cambios en la cara de ella. Sonrió con ironía, mientras encendía un nuevo cigarro con la colilla del anterior.

—No te esfuerces —dijo—, con nosotros no puedes.

Momo no cedió.

—¿Es que a ti no te quiere nadie? —preguntó con un susurro.

El hombre gris se dobló y se hundió un tanto en sí mismo. Entonces contestó con voz cenicienta:

—Tengo que reconocer que no me he encontrado con mucha gente como tú. Y conozco a mucha gente. Si hubiera más como tú, pronto podríamos cerrar la caja de ahorros de tiempo y disolvernos en la nada, porque ¿de qué viviríamos entonces?

El agente se interrumpió. Miró fijamente a Momo y pareció luchar contra algo que no podía entender. Su cara se volvió un poco más cenicienta todavía.

Cuando volvió a hablar fue como si lo hiciera contra su voluntad, como si las palabras le salieran solas y él no pudiera impedirlo. Mientras tanto, su cara se agitaba más y más ante el terror de lo que le estaba ocurriendo. Y, de repente, Momo empezó a oír su verdadera voz:

—Tenemos que permanecer desconocidos —oyó, como de muy lejos—, nadie ha de saber que existimos y qué estamos haciendo… Nosotros nos ocupamos de que nadie pueda retenernos en la memoria… Sólo mientras nos mantengamos desconocidos podremos hacer nuestro negocio… Un negocio difícil, sangrarles el tiempo a los hombres hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo… Porque todo el tiempo que ahorran lo pierden… Nosotros nos lo quedamos… Lo almacenamos… Lo necesitamos… Lo ansiamos… ¡Ah, no sabéis lo que significa vuestro tiempo!… Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel… Y necesitamos más… Cada vez más… Porque nosotros también somos más… Cada vez más… Cada vez más…

Las últimas palabras las había dicho el hombre gris casi con un estertor, pero ahora se tapó la boca con las dos manos. Los ojos se le salían de las órbitas y miraba fijamente a Momo. Al cabo de un rato fue como si saliera de su estupor.

—¿Qué… qué fue eso? —tartamudeó—. Me has sonsacado. ¡Estoy enfermo! ¡Tú me has enfermado, tú! —y prosiguió, en tono casi suplicante—. No he dicho más que tonterías, querida niña. Tienes que olvidarme, tal como nos olvidan todos los otros. ¡Tienes que olvidarme! ¡Tienes que…!

Tomó a Momo por los hombros y la agitó. Ella movió los labios, pero no pudo decir nada.

Entonces el hombre gris se levantó de un salto, miró a su alrededor como si le persiguieran, agarró su maletín gris y corrió hacia su coche. De pronto ocurrió algo notable: como en una explosión al revés, todas las muñecas y las demás cosas tiradas por el suelo volaron hacia el maletero que se cerró de un golpe. Después, el coche salió disparado de tal modo que los guijarros salieron volando.

Momo siguió sentada durante un buen rato, intentando entender qué era lo que había oído. Poco a poco huyó de su cuerpo el frío terrible, y al mismo tiempo fue entendiendo todo más y más. No olvidó nada, porque había oído la verdadera voz de un hombre gris.

Ante ella, entre las ralas hierbas, subía una pequeña columna de humo. Allí humeaba la colilla del pequeño cigarro, mientras se convertía en ceniza.

Un montón de sueños
y unos pocos reparos

A
última hora de la tarde llegaron Gigi y Beppo. Encontraron a Momo sentada a la sombra del muro, todavía un poco pálida y turbada. Se sentaron junto a ella y le preguntaron, preocupados, qué le ocurría. Momo comenzó a informarles, a trompicones, de lo que había vivido. Y finalmente repitió, palabra por palabra, toda la conversación con el hombre gris.

Durante todo el relato, Beppo tuvo un aspecto muy serio y reflexivo. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas. Siguió callado cuando Momo hubo acabado.

Gigi, por el contrario, había escuchado con creciente excitación. Le comenzaron a brillar los ojos, como lo hacían cuando él mismo se entusiasmaba con uno de sus propios relatos.

—¡Ahora, Momo —dijo, mientras le colocaba la mano en el hombro—, ha sonado nuestra hora! Has descubierto lo que nadie sabía. Y ahora salvaremos no sólo a nuestros viejos amigos sino a toda la ciudad. Nosotros tres, yo, Beppo y tú, Momo.

Se había puesto en pie de un salto y había extendido ambas manos. En su imaginación se veía ante una inmensa muchedumbre que lo celebraba a él, su salvador.

—Está muy bien —dijo Momo, un tanto desorientada—, ¿pero cómo lo haremos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gigi, molesto.

—Quiero decir —aclaró Momo—, ¿cómo venceremos a los hombres grises?

—Bueno —dijo Gigi—, yo tampoco lo sé exactamente en este momento. Tendremos que pensarlo. Pero una cosa está clara: ahora que sabemos que existen y qué hacen, tenemos que entablar batalla contra ellos; ¿o es que tienes miedo?

Momo asintió confusa:

—Creo que no son personas normales. El que estuvo conmigo tenía otro aspecto. Y el frío es terrible. Y si son muchos, seguro que son muy peligrosos. Sí que tengo miedo.

—¡Qué va! —gritó Gigi, entusiasmado—. La cosa es muy sencilla. Los hombres grises sólo pueden hacer su oscuro negocio si nadie los reconoce. Tu visitante mismo lo ha dicho. ¡Pues lo único que tenemos que hacer es cuidarnos de que resulten visibles! Porque el que los ha reconocido una vez, los recuerda, y el que los recuerda, los reconoce en seguida. De modo que no pueden hacernos nada: somos inatacables.

—¿Tú crees? —preguntó Momo, un tanto dudosa.

—¡Naturalmente! —siguió Gigi, con los ojos relucientes—. Si no, tu visitante no hubiera huido tan a la escapada. ¡Tiemblan ante nosotros!

—Pero entonces —dijo Momo—, quizá no los encontremos. Puede que se escondan de nosotros.

—Eso puede ser —concedió Gigi—. Entonces tendremos que hacerles salir de sus escondites.

—¿Cómo? —preguntó Momo—. Creo que son muy listos.

—Nada más fácil —gritó Gigi, riendo—. Los atraparemos con su propia codicia. Los ratones se cazan con queso, así que a los ladrones de tiempo se les caza con tiempo. Nosotros tenemos de sobra. Tú, por ejemplo, tendrías que sentarte, como cebo, y atraerlos. Y entonces, si vienen, Beppo y yo saldremos de nuestros escondites y los venceremos.

—Pero a mí ya me conocen —opuso Momo—. No creo que caigan en esa trampa.

—Está bien —dijo Gigi, a quien empezaban a ocurrírsele ideas a montones—, pues haremos otra cosa. El hombre gris te dijo algo de una caja de ahorros de tiempo. Eso tiene que ser un edificio. Estará en algún lugar de la ciudad. Sólo falta encontrarlo. Y seguro que lo encontramos, porque estoy seguro que se trata de un edificio especial: gris, misterioso, sin ventanas, una inmensa caja de caudales de hormigón. Lo estoy viendo. Cuando lo hayamos encontrado, entramos, cada uno lleva una pistola en cada mano. «Entregadnos al instante el tiempo robado», les digo…

—Pero no tenemos pistolas —le interrumpió Momo, preocupada.

—Pues lo hacemos sin pistolas —replicó Gigi, magnánimo—. Eso incluso los asustará más. Nuestra mera presencia bastará para hacerles huir presos de pánico.

—Quizá fuera bueno que fuéramos unos pocos más, y no nosotros tres solos. Quiero decir, que si otros nos ayudaran quizás encontráramos antes la caja de ahorros de tiempo.

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