»—Si no es más que eso —exclamó el príncipe Girolamo—, la condición es fácil.
»¿Qué ha ocurrido mientras tanto con la princesa Momo?
»Había esperado y esperado, pero el príncipe no había venido. Entonces decidió salir a buscarle ella misma. Devolvió la libertad a todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente sola y en sus suaves zapatillas, desde su palacio de cristal, a través de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países, hasta que llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban gastadas y tenía que ir descalza. Pero el espejo mágico con su imagen seguía flotando por el cielo.
»Una noche el príncipe Girolamo estaba sentado en el tejado de su palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y fría. De repente cayó una gota diminuta sobre la mano del príncipe.
»—Empieza a llover —dijo el hada de la sangre verde.
»—No —contestó el príncipe—, no puede ser porque no hay ni una sola nube en el cielo.
»Y miró hacia lo alto, directamente al gran espejo mágico, plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa Momo y observó que lloraba y que una de sus lágrimas le había caído sobre la mano. En el mismo momento se dio cuenta de que el hada le había engañado, que no era hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde y fría. Era a la princesa Momo a la que amaba en verdad.
»—Acabas de romper tu promesa —dijo el hada verde, y su cara se crispó hasta parecer la de una serpiente— y ahora has de pagarlo.
»Introdujo sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo, que se quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese mismo instante olvidó que era el príncipe Girolamo. Salió de su palacio y de su reino como un ladrón furtivo. Caminó por todo el mundo, hasta que llegó al país de Hoy, donde vivió en adelante como un pobre inútil desconocido y se llamaba simplemente Gigi. Lo único que había llevado consigo era la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío.
»Mientras tanto, los vestidos de seda y terciopelo de la princesa Momo se habían gastado. Ahora llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, y una falda de remiendos de todos los colores. Y vivía en unas ruinas.
»Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce al príncipe Girolamo, porque ahora es un pobre diablo. Tampoco Gigi reconoció a la princesa, porque ya no tenía ningún aspecto de princesa. Pero en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban mutuamente.
»Una noche, cuando volvía a flotar en el cielo el espejo mágico, que ahora estaba vacío, Gigi sacó del bolsillo la imagen y se la enseñó a Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aún así, la princesa se dio cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al príncipe Girolamo, al que siempre había buscado y por quien se había vuelto mortal. Y se lo contó todo.
»Pero Gigi movió triste la cabeza y dijo:
»—No puedo entender nada de lo que dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.
»Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y desató, con toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la mano y se fue con ella muy lejos, a su país.
Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un ratito; después Momo preguntó:
—¿Y después han sido marido y mujer?
—Creo que sí —dijo Gigi—, más tarde.
—¿Y han muerto mientras tanto?
—No —dijo Gigi con decisión—. Eso lo sé exactamente. El espejo mágico sólo hacía a alguien mortal, cuando se miraba en él a solas. Pero si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y eso hicieron estos dos.
La luna se veía grande y plateada sobre los pinos negros y hacía brillar misteriosamente las viejas piedras de las ruinas. Momo y Gigi estaban sentados en silencio el uno al lado del otro y se miraron largamente en ella: sintieron con toda claridad que, durante ese instante, ambos eran inmortales.
E
xiste una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar el ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.
Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
Y nadie lo sabe tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso, como ellos. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.
Ellos se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a sus actividades. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.
Conocían a cualquiera que parecía apto para sus planes mucho antes de que éste se diera cuenta. No hacían más que esperar el momento adecuado para atraparle. Aunque hicieran todo lo posible para que ese momento llegara pronto.
Tomemos, por ejemplo, al señor Fusi, el barbero. Es cierto que no se trataba de un peluquero famoso, pero era apreciado en su barrio. No era ni pobre ni rico. Su tienda, situada en el centro de la ciudad, era pequeña, y ocupaba a un aprendiz.
Un día, el señor Fusi estaba a la puerta de su establecimiento y esperaba a la clientela. El aprendiz libraba aquel día, y el señor Fusi estaba solo. Miraba cómo la lluvia caía sobre la calle, pues era un día gris, y también en el espíritu del señor Fusi hacía un día plomizo.
«Mi vida va pasando», pensaba, «entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón. ¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día que me muera será como si nunca hubiera existido».
A todo eso no hay que creer que el señor Fusi tuviera algo que oponer a una charla. Todo lo contrario: le encantaba explicar a los clientes, con toda amplitud, sus opiniones, y oír lo que ellos pensaban de ellas. Tampoco le molestaba en absoluto el chasquido de las tijeras o la espuma de jabón. Su trabajo le gustaba mucho y sabía que lo hacía bien. Especialmente su habilidad en afeitar a contrapelo bajo la barbilla era difícil de superar. Pero hay momentos en que uno se olvida de todo eso. Le pasa a todo el mundo.
«¡Toda mi vida es un error!», pensaba el señor Fusi. «¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta».
Claro que el señor Fusi no tenía la menor idea de cómo habría de ser eso de vivir de verdad. Sólo se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como veía en las revistas.
«Pero», pensaba con pesimismo, «mi trabajo no me deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón».
En ese momento se acercó un coche lujoso, gris, que se detuvo exactamente delante de la barbería del señor Fusi. Se apeó un señor gris, que entró en el establecimiento. Puso su cartera gris en la mesa, delante del espejo, colgó su bombín del perchero y, sentándose en el sillón, sacó del bolsillo un cuaderno de notas que comenzó a hojear, mientras fumaba su pequeño cigarro gris.
El señor Fusi cerró la puerta de la barbería porque le pareció que, de repente, hacía mucho frío allí.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó trastornado—. ¿Afeitar o cortar el pelo? —y en el mismo instante se maldijo por su falta de tacto, pues el señor cliente poseía una calva reluciente.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo el hombre gris, sin sonreír, con una voz átona, que podríamos llamar gris ceniza—. Vengo de la caja de ahorros de tiempo. Soy el agente n.º XYQ/384/b. Sabemos que quiere abrir una cuenta de ahorros en nuestra entidad.
—Eso me resulta nuevo —contestó el señor Fusi, más desconcertado todavía—. Si he de serle franco, no sabía que existiera una institución así.
—Pues bien, ahora lo sabe —respondió, tajante, el agente. Volvió algunas hojas de su cuaderno y prosiguió—. Usted es el señor Fusi, el barbero, ¿no es así?
—Pues sí, ése soy yo —contestó el señor Fusi.
—Entonces no me he equivocado de dirección —dijo el hombre gris mientras cerraba su cuaderno de notas—. Es usted candidato de nuestra institución.
—¿Cómo, cómo? —preguntó el señor Fusi, sorprendido todavía.
—Verá usted, querido señor Fusi —dijo el agente—, se gasta usted la vida entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón. Cuando usted se muera, será como si nunca hubiera existido. Si tuviera tiempo para vivir de verdad, sería otra cosa. Todo lo que necesita es tiempo. ¿Tengo razón?
—En eso precisamente estaba pensando —murmuró el señor Fusi, con un escalofrío, porque a pesar de haber cerrado la puerta, cada vez hacía más frío.
—¡Lo ve! —repuso el hombre gris, chupando con satisfacción su pequeño cigarro—. Pero, ¿de dónde sacar el tiempo? Hay que ahorrarlo. Usted, señor Fusi, gasta el tiempo de modo totalmente irresponsable. Se lo demostraré con una pequeña cuenta. Un minuto tiene sesenta segundos. Y una hora tiene sesenta minutos. ¿Me sigue?
—Claro —dijo el señor Fusi.
El agente n.º XYQ/384/b comenzó a escribir las cifras, con un lápiz gris, en el espejo.
—Sesenta por sesenta son tres mil seiscientos. De modo que una hora tiene tres mil seiscientos segundos. Un día tiene veinticuatro horas, es decir, tres mil seiscientos por veinticuatro, lo que da ochenta y seis mil cuatrocientos segundos por día. Un año tiene, como sabe todo el mundo, trescientos sesenta y cinco días. Lo que nos da treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos por año. O trescientos quince millones trescientos sesenta mil segundos en diez años. ¿En cuánto estima usted, señor Fusi, la duración de su vida?
—Bueno —tartamudeó el señor Fusi, trastornado—, espero llegar a los setenta u ochenta años.
—Está bien —prosiguió el hombre gris—, por precaución contaremos con setenta años. Eso sería, pues, trescientos quince millones trescientos sesenta mil por siete. Lo que da dos mil doscientos siete millones quinientos veinte mil segundos.
Y escribió esa cifra con grandes números en el espejo:
2.207.520.000 segundos
Después la subrayó varias veces y declaró:
—Ésta es, pues, señor Fusi, la fortuna de que dispone.
El señor Fusi tragó saliva y se pasó la mano por la frente. La cifra le daba mareos. Nunca había pensado que fuera tan rico.
—Sí —dijo el agente, asintiendo con la cabeza, mientras volvía a aspirar su pequeño cigarro gris—, es una cifra impresionante, ¿verdad? Pero todavía hemos de continuar. ¿Cuántos años tiene usted, señor Fusi?
—Cuarenta y dos —farfulló éste, mientras de repente se sentía tan culpable como si hubiera cometido un desfalco.
—¿Cuántas horas suele dormir usted, de promedio, cada noche? —siguió inquiriendo el hombre gris.
—Unas ocho horas —confesó el señor Fusi.
El agente calculó a la velocidad del rayo. El lápiz volaba con tal rapidez sobre el espejo, que al señor Fusi se le erizaba el cabello.
—Cuarenta y dos años —ocho horas diarias—, eso da cuatrocientos cuarenta y un millones quinientos cuatro mil. Esa suma podemos darla ya por perdida. ¿Cuánto tiempo tiene que sacrificar diariamente para el trabajo, señor Fusi?
—Ocho horas, más o menos, también —reconoció el señor Fusi con humildad.
—Entonces hemos de asentar una vez más la misma suma en el saldo negativo —prosiguió el agente, inflexible—. Pero resulta que también se le gasta algún tiempo debido a la necesidad de alimentarse. ¿Cuánto tiempo necesita, en total, para todas las comidas del día?
—No lo sé exactamente —dijo el señor Fusi, miedoso—, ¿dos horas, quizá?
—Eso me parece demasiado poco —dijo el agente—, pero admitámoslo. Eso da, en cuarenta y dos años, el importe de ciento diez millones trescientos setenta y seis mil. Prosigamos. Vive usted solo con su anciana madre, según sabemos. Cada día le dedica a la buena señora una hora entera, lo que significa que se sienta con ella y le habla, a pesar de que está tan sorda que apenas puede oírle. Eso es tiempo perdido: da cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil. Además, tiene usted, sin ninguna necesidad, un periquito, cuyo cuidado le cuesta, diariamente, un cuarto de hora, lo que, al cambio, da trece millones setecientos noventa y seis mil.
—Pero… —intervino, suplicante, el señor Fusi.
—¡No me interrumpa! —gruñó el agente, que contaba más deprisa cada vez—. Como su madre está impedida, usted, señor Fusi, tiene que hacer parte de las tareas de la casa. Tiene que ir a hacer la compra, lustrar los zapatos y otras cosas molestas. ¿Cuánto tiempo le lleva eso diariamente?
—Acaso una hora, pero…
—Eso da otros cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil, que pierde. Sabemos, además, que va una vez a la semana al cine, que una vez a la semana canta en un orfeón, que tiene un grupo de amigos, con los que se reúne dos veces por semana y que a veces incluso lee un libro. En resumen, que mata usted el tiempo con actividades inútiles, y eso durante unas tres horas diarias, lo que da ciento sesenta y cinco millones quinientos sesenta y cuatro mil. ¿No se encuentra bien, señor Fusi?
—No —contestó el señor Fusi—, perdone, por favor…
—Enseguida acabamos —dijo el hombre gris—. Pero tenemos que hablar todavía de un capítulo especial de su vida. Porque tiene usted un pequeño secreto… Usted ya sabe…
Al señor Fusi comenzaron a castañetearle los dientes de tanto frío que tenía.
—¿Eso también lo sabe? —murmuró, agotado—. Creía que aparte de mí y la señorita Daria…
—En nuestro mundo moderno —le interrumpió el agente n.º XYQ/384/b—, no hay sitio para secretitos. Vea usted las cosas con realismo, señor Fusi. Contésteme a una pregunta: ¿quiere usted casarse con la señorita Daria?