Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
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Aquella carta del papa le sirvió a Alfonso VIII para despejar todas las dudas que pudiera albergar. También se le quitaron las dudas al Miramamolín, que vio claro lo que se estaba preparando. Y así, en unos pocos meses, los acontecimientos se precipitan. Termina el año 1210. En Marruecos, los almohades concentran a sus ejércitos. En Toledo, Alfonso VIII escribe al papa y le pide algo muy concreto: que envíe a un legado para que le ayude a negociar el apoyo de los otros monarcas españoles. Inocencio III contesta algunas semanas después, ya en febrero de 1211: dice el papa al rey de Castilla que no puede satisfacer su petición, pero, a cambio, faculta al arzobispo de Toledo y a otros prelados para castigar con la censura eclesiástica a cualesquiera reyes cristianos que atacaran a Castilla mientras ésta combate al moro. En ese mismo momento el califa almohade, el Miramamolín, está ya cruzando el Estrecho de Gibraltar.
Aún no ha empezado la primavera cuando las huestes de Castilla golpean la frontera almohade. El Miramamolín está en Sevilla organizando a sus tropas: sueña con una campaña como la de Alarcos, una gran victoria que vuelva a neutralizar durante años las ambiciones cristianas de reconquista. Pero en ese mismo momento las ambiciones reconquistadoras ya se están desatando en la frontera: en el mes de mayo, Alfonso VIII y su hijo don Fernando, al frente de las milicias concejales de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés, prodigan las incursiones en su frente este, la zona levantina, llegando hasta Játiva.
El Miramamolín reacciona. En el mes de septiembre, envía a una cuantiosa hueste a la frontera manchega. Había allí una posición avanzada cristiana que había permanecido incólume desde los días de Alarcos: la fortaleza de Salvatierra, recuperada y defendida por los caballeros calatravos. Ése será el objetivo del Miramamolín. Era septiembre de 1211. Los almohades sitiaron el castillo. El asedio durará cincuenta y cinco días. Finalmente, Salvatierra cayó. El califa almohade se apuntaba la primera victoria en esta nueva guerra. Pero las consecuencias de aquello iban a llegar más lejos de lo que el propio Miramamolín podía calcular.
Ocurrió que la pérdida de Salvatierra causó una enorme conmoción en toda la cristiandad, y no sólo en España. A través de los cistercienses, la noticia se conoció enseguida en Europa. Los Anales Toledanos lo describen así: «¡Oh, cuánto llanto de hombres, gritos de mujeres gimiendo todas a una y golpeando sus pechos por la pérdida de Salvatierra!». ¿Era para tanto? Sí, lo era: la caída de Salvatierra volvía a dejar abierto el camino hacia el norte para los almohades.Y desde la perspectiva europea, que era la perspectiva de la cruzada contra el moro, aquello significaba que todo el frente occidental se podía hundir.
«Cruzada» será precisamente la palabra mágica. Porque el impacto de la caída de Salvatierra fue tan enorme que Alfonso VIII tomó pie allí para pedir al papa que proclamara formalmente una cruzada en España.Y el papa aceptó.Venían días decisivos.Y esta vez, más que nunca.
La gran cruzada del oeste
Todos los ojos de Europa están puestos en España. La heroica caída de la fortaleza de Salvatierra ha dejado abierta la puerta de Occidente a los moros del Miramamolín, el emir de los musulmanes, el emperador almohade al-Nasir. Para los reinos cristianos de España, la situación es muy alarmante: vuelven a la memoria los días negros de Alarcos. Pero el paisaje es más preocupante todavía desde el punto de vista de la cristiandad en general. ¿Por qué? Porque esa amenaza en el oeste coincide con la debilidad europea en el este, en Oriente.
Algunos años antes, entre 1202 y 1204, Inocencio III había auspiciado otra cruzada en Tierra Santa: la cuarta cruzada. El objetivo era, como siempre, reconquistar Jerusalén, pero las cosas no pudieron salir peor. En pleno viaje de los cruzados surgieron mil problemas: buen número de las tropas comprometidas no llegaron a aparecer nunca, la flota organizada al efecto se quedó sin función —no había tropas que transportar—, pero su flete había que pagarlo en cualquier caso y, llegado el momento, todo el mundo escurrió el bulto. En pleno caos organizativo y político, la cruzada se convirtió en una sucesión de campañas de saqueo sobre tierras croatas y en una expedición masiva contra Constantinopla. La cuarta cruzada fue disuelta formalmente en 1205 sin haber obtenido ni uno solo de sus originales objetivos.Y la amenaza musulmana en Oriente seguía viva.
Con semejante paisaje en Oriente, puede entenderse que el papa Inocencio III acogiera con el mayor interés la evolución de los acontecimientos en Occidente, es decir, en España. Desde 1210, como ya hemos contado aquí, la corona de Castilla estaba enviando mensajes a Roma.Alfonso VIII quería una cruzada. ¿Por qué? Por dos razones de peso. La primera, que proclamar la cruzada en España significaría que miles de combatientes de toda la cristiandad acudirían a engrosar la fuerza castellana. La segunda, no menos importante, que cualquiera que atacara a Castilla durante la cruzada quedaría excomulgado, lo cual permitía a Alfonso VIII despreocuparse de lo que navarros y, sobre todo, leoneses pudieran hacer en la retaguardia. Sabemos que Inocencio III, quizá escaldado por la mala experiencia de la cruzada de 1202, no se dejó convencer con facilidad. Sin embargo, la pérdida de Salvatierra, en septiembre de 1211, cambió las cosas.
En la predicación de la cruzada jugó un papel determinante un español: el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, que además dejó constancia escrita de todo lo que sucedió en aquellos años. Un personaje de primera, ese Jiménez de Rada. Navarro de Puente la Reina, se había formado en las mejores escuelas de Bolonia y París. Con treinta y ocho años ya era obispo de Osma y antes de cumplir los cuarenta fue designado para la sede arzobispal toledana. Decidido partidario de la política papal —alianza entre los cristianos y guerra al moro-Jiménez de Rada influyó fuertemente en Alfonso VIII de Castilla y en su hijo don Fernando. Ahora, a la altura de 1212, nuestro obispo era un hombre de cuarenta y dos años, inteligente y enérgico, tan pío como guerrero, y dispuesto a dar la batalla al moro. Si alguien podía dudar de la necesidad de declarar una cruzada en España, la derrota de Salvatierra disipaba cualquier recelo.Y Jiménez de Rada puso todas sus energías en explicarlo.
Nada mejor que las palabras del propio Jiménez de Rada para hacerse una idea del espíritu que se había apoderado de la Europa de aquel momento respecto al desafio almohade: «Por Salvatierra lloraron las gentes y dejaron caer sus brazos. Su aprecio espoleó a todos y su fama alcanzó a la mayoría. Con la noticia se alzaron los jóvenes y por su aprecio se compungieron los viejos. Su dolor, a los pueblos lejanos, y su conmiseración, a los envidiosos». Así, pronto es toda Europa la que está en pie de guerra. La presión termina de convencer al papa. Inocencio III escribe a Alfonso VIII de Castilla.Y sí, declarará la cruzada. El papa lo dijo así:
Para que conozcas que a tu Real excelencia no le falta el favor apostólico, (…) mandamos por nuestros breves a los arzobispos y obispos que hay en el reino de Francia y la Provenza, que amonesten a sus súbditos con repetidas exhortaciones,y los induzcan de parte de Dios y nuestra a la remisión de todos sus pecados, instruyendo a todos los verdaderos penitentes, que habiendo tú resuelto dar batalla a los sarracenos en la venidera octava de Pentecostés, socorriéndote en el artículo de esta necesidad, te auxilien no sólo con sus bienes sino también con sus personas, para que por ellos y por lo que semejante a ellos hiciesen consigan la gloria del reino celestial; y concedemos gocen de igual remisión cualesquiera peregrinos, que de cualquier parte por su devoción concurriesen a ejecutar felizmente la misma obra.
En efecto, en enero de 1212 el papa Inocencio III ordena al arzobispo de Sens, en Borgoña, que en todas sus diócesis se predique la noticia de la cruzada española y que se haga saber la concesión de indulgencias plenarias para quienes acudan a la expedición que ha preparado el rey de Castilla. La carta del papa especificaba que esta cruzada había sido solicitada por Alfonso VIII. Y la misma comunicación envió Inocencio III a todos los obispos de Francia y de Provenza. Era sólo el principio.
Por un documento de la época conocemos cómo vivió Roma la proclamación de aquella cruzada. Sabemos que la población de Roma ayunó tres días a pan y agua desde el 20 de mayo de 1212. El 23 de mayo, miércoles, después de que las campanas de la ciudad tañeran durante horas, una procesión de mujeres descalzas y enlutadas salió desde la iglesia de Santa María la Mayor hasta la plaza de San Juan de Letrán. Al mismo tiempo, una procesión de clérigos caminaba por el arco de Constantino: monjes, canónigos regulares, párrocos… Todo el clero romano.Y mientras tanto, iba afluyendo a San Juan de Letrán el pueblo de Roma con la cruz de San Pedro. Cuando todos se hallaron ya congregados en la plaza, apareció el papa Inocencio III con los cardenales, los obispos y la corte pontificia.
El papa tomó en sus manos el lignum crucis, la reliquia de la cruz de Cristo, y salió al balcón del palacio para explicar a la muchedumbre lo que estaba sucediendo: Roma ha acogido con benevolencia la misión del enviado del rey de Castilla, ha concedido indulgencia plenaria a todos los que concurran a la guerra de España contra los enemigos de la fe y ha querido que el pueblo romano se prepare convenientemente a implorar las misericordias del Señor. Concluido el sermón del papa, las mujeres acudieron a la basílica de la Santa Cruz, donde un cardenal celebró la eucaristía, mientras Inocencio III, con el clero y toda su comitiva, oficiaba otra misa solemne en San Juan.Y para terminar, todos marcharon descalzos a Santa Cruz, donde se puso fin a la rogativa con las oraciones acostumbradas.
A partir de junio de 1212, y durante varias semanas, miles y miles de combatientes europeos afluyeron hacia Castilla. Venían muchos de Provenza, encabezados por el arzobispo de Narbona, pero los había asimismo italianos, lombardos, bretones, alemanes… Estaban también los obispos de Burdeos y de Nantes. ¿Cuánta gente en total? Se calcula que unos 30.000 hombres pudieron entrar en aquellos días en España. Junto a ellos, una ingente muchedumbre de mujeres, jóvenes y otras gentes recorren los caminos de Aragón y Castilla para asistir a la cruzada. En ese momento el jefe almohade, el Miramamolín, ya avanzaba con sus inmensas huestes hacia Sierra Morena.
El primer escenario de la campaña fue Toledo. Allí los cruzados europeos confluyeron con las tropas españolas. Alfonso VIII de Castilla había movilizado todo lo que tenía: cerca de cincuenta mil hombres entre sus propias huestes y las milicias de veinte concejos castellanos. Estaban también las tropas de Pedro de Aragón, cerca de veinte mil hombres.Y además, había acudido con sus huestes Sancho VII de Navarra. Igualmente había caballeros de Portugal y de León, aunque sus respectivos reyes no participaron en la batalla.Todos ellos, con los cruzados europeos, partieron rumbo al sur, a los grandes llanos de La Mancha.
Hay que decir que, con todo, aquello de la cruzada europea salió bastante ramal. Los europeos estaban acostumbrados a unas reglas de guerra ex tremas: saqueo y degollina. En España, por el contrario, y porque la guerra era algo mucho más cotidiano, se había hecho norma casi general respetar la vida del vencido cuando éste abandonaba sus fortalezas. Este asunto creó problemas serios en Malagón, donde los europeos acuchillaron a los vencidos, y en Calatrava, donde Alfonso VIII no permitió que se hiciera. Entonces los europeos la emprendieron contra las juderías locales, y eso creó un nuevo conflicto. Para colmo, la marcha de los ejércitos hacia el sur se vio afectada por los habituales problemas de abastecimiento, lo cual sometió a los cruzados a privaciones que para los españoles ya eran costumbre, pero que los europeos no aguantaron. Algunos caballeros provenzales permanecieron con la hueste; el resto de los cruzados se marchó. Las tropas cristianas quedaron así reducidas a dos tercios.
Perder a una tercera parte de los efectivos no era un tropiezo menor, y menos ante un enemigo como los almohades, que hacían de la superioridad numérica su mejor baza. Aun así, Alfonso VIII de Castilla no detuvo la campaña: entre finales de junio y primeros de julio los cristianos recuperaron Alarcos, Caracuel, Benavente, Piedrabuena… En ese momento el Miramamolín ya había acumulado a su muchedumbre armada al otro lado de Sierra Morena. El gran choque no tardará.
La batalla de Las Navas de Tolosa
Estamos en julio de 1212. Un grueso ejército cristiano desciende desde La Mancha hacia los pasos de Despeñaperros. Una cruzada está en marcha en España. Pero al otro lado, al sur de la sierra, se acumula un ejército musulmán todavía mayor. El caudillo almohade, el comendador de los creyentes, el Miramamolín, quiere librar una batalla decisiva.
El jefe musulmán ha llegado antes que los cristianos. Puede cruzar la sierra y dar la batalla en los llanos manchegos. Sin embargo, el califa alNasir recuerda los problemas de abastecimiento que sufrieron los ejércitos de su padre en los días de Alarcos: no es fácil dar de comer y beber a más de cien mil hombres muy lejos de las propias bases logísticas.Así que el Miramamolín no cruza las montañas, sino que dispone a sus tropas en torno a Despeñaperros: ahí, desde lo alto, aguardará a unas tropas cristianas que previsiblemente llegarán exhaustas.
Cuando los cristianos llegaron a las montañas, descubrieron que los pasos de Despeñaperros —que entonces se llamaba el Muradal— estaban tomados por los moros. La situación era endiablada: para dar batalla al ejército moro había que atravesar un desfiladero —el de La Losa— atiborrado de enemigos. Alfonso VIII teme un nuevo Alarcos. Pero entonces ocurre algo providencial: un pastor aparece en el campamento de las avanzadillas cristianas, bajo el mando de Lope de Haro, hijo del señor de Vizcaya, y les revela que existe un paso desguarnecido. Es el desfiladero que hoy se conoce como Puerto del Rey y Salto del Fraile.A través de él, los cristianos franquean Despeñaperros y llegan al otro lado, frente al ejército del Miramamolín. Dice la tradición que aquel pastor dibujó un rústico plano del paso en una calavera de vaca; desde entonces el linaje del pastor exhibirá el apellido Cabeza de Vaca.
Todo está ya dispuesto para la batalla; probablemente, la más numerosa librada hasta entonces en tierras españolas. Hoy se calcula que por parte almohade combatieron más de cien mil hombres, y del lado cristiano unos setenta mil. Podemos quedarnos con una estampa: la de casi todos los reyes de España (el de Castilla, el de Aragón y el de Navarra), con sus ejércitos y, además, con caballeros de León y de Portugal, y con las milicias de las ciudades. Es ya toda España la que está ahí, junta, por encima de las querellas entre reyes y patricios. España no sólo está junta, sino que además está sola: casi todos los cruzados europeos que habían venido a echar una mano han abandonado el campo.Y es esa España junta y sola la que derrota al mayor ejército musulmán que había aparecido hasta entonces en Europa. Eso fue la batalla de Las Navas de Tolosa. Era el 16 de julio de 1212. Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, contó sus primeros compases: