Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (49 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Es mayo de 1063. Ramiro 1 de Aragón planta sus tiendas ante la fortaleza de Graus.Todo está dispuesto para la batalla. Al otro lado de la línea están los moros de al-Muqtadir. Junto a ellos, un refuerzo cristiano: los castellanos del infante Sancho.Y entre la mesnada castellana, un nombre que pronto hará historia: Rodrigo Díaz de Vivar, al que los siglos conocerán como el Cid Campeador.

Un traidor mató a Ramiro de Aragón

Ramiro sabía hacer bien las cosas. Antes de partir en campaña había convocado un concilio en Jaca.Allí,junto al rey y sus dos hijos, comparecieron gran número de magnates del reino, nueve obispos y tres abades. ¿Qué se proponía el concilio? Restaurar la sede episcopal de Huesca, de momento ubicada en jaca. Huesca aún estaba en poder de los moros, pero precisamente por eso es relevante el dato: es un claro signo de que Ramiro había concebido un plan que iba más allá de los muros de Graus; realmente estaba convencido de que podía conseguir sus propósitos.

Después del concilio, Ramiro tomó las decisiones estratégicas oportunas. Ordenó reunir a sus huestes en dos grandes grupos. Uno, mandado por él mismo, se concentró en el sur de Ribagorza. Otro, al mando del conde Armengol de Urgel, se alineó en el área de Ager, recién reconquistada a los moros. Detrás dejaba una plaza fuerte, Benabarre, al mando del caballero urgelino Arnal Mir, cubriéndole la retaguardia. Los dos cuerpos de las huestes aragonesas convergieron probablemente en el mismo camino por el que hoy pasa la carretera que lleva de Barbastro a Benabarre. Con el mapa en la mano, no hay duda: Ramiro quería atacar Graus por el sur, en las tierras hoy sumergidas bajo el embalse de Barasona, donde más ancho es el campo.

Sabemos muy poco del curso de la batalla. Podemos estar seguros de que no fue una batalla de asedio, porque el rival había acumulado muchas más tropas de las que cabían en Graus. El ejército de al-Mugtadir, aunque inferior a los cristianos, no debía de ser escaso: había conseguido someter Tudela y Calatayud, y pronto lo veremos imponiendo su ley a la mismísima Valencia, lo cual indica que la taifa de Zaragoza no era militarmente irrelevante. El propio al-Muqtadir acudió al combate.Y además estaban allí sus refuerzos cristianos: los castellanos de Sancho, entre cuyas filas se contaba, según la tradición, un joven guerrero con poco más de veinte años, Rodrigo Díaz de Vivar, el futuro Cid Campeador. Batalla, pues, a campo abierto, donde los moros emplearían la fortaleza de Graus como bastión logístico. Lo que decidió la batalla, sin embargo, fue otra circunstancia.

Al cobijo de los muros de Graus, las huestes de Zaragoza y Castilla consiguen rechazar la primera acometida aragonesa. Nada está decidido, no obstante. Pero vayamos ahora al campamento del rey Ramiro, donde probablemente el de Aragón, obstinado como era, estaría haciendo cálculos sobre los próximos pasos del combate. Podía seguir intentando forzar el campo hasta vencer la resistencia enemiga. Podía, por el contrario, retroceder hasta el camino de Benabarre, bien asegurado por Arnal Mir, y reorganizar allí a sus tropas para descargar un segundo golpe sobre Graus. Es fácil imaginarse a Ramiro junto a sus principales caballeros, contando bajas y evaluando posiciones. Entonces aparece en la tienda del rey un misterioso personaje.

Se llama Sadaro. Es, a simple vista, un guerrero como cualquier otro. Ha llegado hasta allí hablando a los aragoneses en su propia lengua romance, como un cristiano más. Nadie sospecha de él. Pero Sadaro, cuando se ve lo suficientemente cerca del rey, esgrime su lanza y la arroja contra Ramiro. El rey de Aragón cae herido en la frente. Muere en el acto. Sadaro era un espía, un soldado árabe disfrazado de cristiano. De nada sirven las espadas que caen ahora sobre Sadaro. El rey ha muerto. La batalla está perdida.Aragón se retira de los muros de Graus.

Ramiro había dejado cinco hijos de su matrimonio con Ermesinda de Foix. Dos varones: Sancho y García.Tres mujeres: Sancha, Urraca yTeresa. El heredero natural del reino es Sancho, el primogénito, que lo hereda en su integridad, es decir, sin reparto previo de territorios. Sancho tiene en este momento poco más de veinte años. Su padre le ha educado bien; es un rey guerrero, como Ramiro, y es también un político inteligente. Ahora, además, tiene una misión: vengar la muerte de su padre.

Muerto Ramiro, la situación política de los reinos cristianos pintaba muy favorablemente para Fernando, el de León. Todos sus hermanos habían muerto: García, el de Navarra, primero; luego, Gonzalo, el de Ribagorza; ahora, Ramiro de Aragón. Más allá, los condados catalanes se debatían en sus hondos problemas internos. La primacía del monarca leonés en toda la cristiandad española era incuestionable.Y no sólo en la cristiandad: en ese mismo año de 1063, Fernando se ponía al frente de sus huestes y castigaba sin piedad a los musulmanes del sur. En los años anteriores había reconquistado Visco y Lamego, en Portugal; pronto caerá también Coímbra. Los musulmanes ya habían sido empujados otra vez al sur del río Mondego, como en tiempos de Alfonso III el Magno. Ahora las tropas de León azotaban la taifa de Mérida e incluso la más lejana de Sevilla.Y Zaragoza le rendía tributo. ¿Qué más podía desear?

Pero si Fernando pensaba que el conflicto entre Zaragoza y Aragón estaba resuelto, se equivocaba. Sancho Ramírez, Sancho 1 de Aragón, era tan obstinado como su padre.Y, además, pronto demostró una viva inteligencia política. El problema de Sancho Ramírez era el siguiente: había que tomar Graus y llegar a Barbastro, pero, mientras Zaragoza tuviera por aliados a los castellanos, la empresa era imposible; las huestes enemigas eran demasiado fuertes y las tropas de Aragón eran, comparativamente, inferiores a las del rival. Había que desactivar la alianza de Zaragoza con León. Y había que aumentar el potencial bélico aragonés. ¿Cómo hacerlo?

La cruzada de Barbastro

No sabemos si la idea se le ocurrió a Sancho Ramírez o a alguien de su entorno; quizá incluso a su hermano García, destinado a regir el obispado de jaca. Pero la idea era realmente luminosa: declarar una cruzada. Una cruzada, es decir, una batalla por la fe. ¿Acaso lo que estaba en juego no era el predominio de la cruz sobre el islam? Declarar la conquista de Barbastro como cruzada significaba que León y Castilla se verían obligados a abstenerse de intervenir, porque un reino cristiano no podía actuar contra otro reino cristiano en una guerra por la fe.Y significaba, también, que contingentes de caballeros europeos vendrían a combatir junto a Aragón, y muy especialmente los paladines de la caballería francesa.

La idea flotaba en el aire desde algunos años atrás. El mundo islámico se estaba extendiendo a fuerza de guerra santa por oriente, con los selyúcidas, y por occidente con los almorávides. Se imponía que la cristiandad tomara medidas capaces de hacer frente a la ola musulmana. El principal punto de atención eran los Santos Lugares, pero había otros espacios donde el conflicto exigía una defensa a ultranza. Dos años antes de Barbastro, el papa Alejandro II había bendecido la conquista normanda de Sicilia, entonces en manos musulmanas. ¿Por qué el escenario aragonés tenía que ser diferente? Contra lo que se ha pensado durante mucho tiempo, hoy parece claro que la iniciativa de bendecir como batalla por la fe la ofensiva de Barbastro no fue del papa Alejandro. Aragón tenía muy buenos contactos en Roma desde mucho tiempo atrás. Sancho los puso a trabajar para que convencieran al papa. Éste se limitó a dar su visto bueno a la operación, que por otra parte incluía indulgencia para los combatientes. Sancho Ramírez no necesitaba otra cosa.

Así fue como, en el curso del año 1064, centenares de caballeros europeos fueron llegando a tierras de Aragón. Venían de Normandía, de Aquitania, de Italia. Iba a empezar la primera cruzada de la historia, treinta años antes que las cruzadas de Tierra Santa. La crónica se deleita en indicar los nombres de los grandes caballeros que allí acudieron. Se menciona al duque de Aquitania, Guillermo VIII, más conocido como el famoso paladín Guy Geoffrey.También al barón Robert Crespin y a Guillermo de Montreuil, ambos normandos. Al conde Teobaldo de Semour, y además al obispo deVic. Cada uno de ellos acudió con sus huestes, que se unían así a las de Aragón y a las de Urgel. Es imposible saber si todos ellos estuvieron realmente en Barbastro, pero lo que está fuera de toda duda es que la movilización de caballeros europeos fue importante. El espectáculo de aquel ejército en marcha debió de ser impresionante.

Los moros de Barbastro no pudieron oponer resistencia. ¿Qué pasó exactamente? Hay un testimonio musulmán contemporáneo de los hechos: el de Ibn Hayyan, incesantemente citado en todos los manuales de historia y, con frecuencia, tomado al pie de la letra sin el menor examen crítico.Y esto es lo que contó Ibn Hayyan:

El ejército de gentes del norte sitió largo tiempo esta ciudad y la atacó vigorosamente. El príncipe a quien pertenecía era Yusuf ibn Sulaiman ibn Hud y la había abandonado a su suerte, de manera que sus habitantes no podían contar más que con sus propias fuerzas. El asedio había durado cuarenta días y los sitiados comenzaron a disputar los escasos víveres que tenían. Los enemigos lo supieron y, redoblando entonces sus esfuerzos, lograron apoderarse del arrabal.

Entraron allí alrededor de cinco mil caballeros. Muy desalentados, los sitiados se fortificaron entonces en la misma ciudad. Se produjo un combate encarnizado, en el cual fueron muertos quinientos cristianos. Pero el Todopoderoso quiso que una piedra enorme y muy dura, que se encontraba en un muro de vieja construcción, cayese en un canal subterráneo que había sido fabricado por los antiguos y que llevaba dentro de la ciudad el agua del río. La piedra obstruyó completamente el canal y entonces los soldados de la guarnición, que creyeron morir de sed, ofrecieron rendirse a condición de que se les respetase la vida abandonando a los enemigos de Dios tanto sus bienes como sus familias. Como así se hizo.

Los cristianos violaron su palabra, porque mataron a todos los soldados musulmanes conforme salían de la ciudad, a excepción del jefe Ibn— al-Tawil, del cadí Ibn-Isa y de un pequeño número de ciudadanos importantes. El botín que hicieron los impíos en Barbastro fue inmenso. Su general en jefe, el comandante de la caballería de Roma, se dice que tuvo para él alrededor de mil quinientas jóvenes y quinientas cargas de muebles, ornamentos, vestidos y tapices. Se cuenta que con esta ocasión fueron muertas o reducidas a cautividad cincuenta mil personas.

Éste es el relato que hizo Ibn Hayyan sobre el episodio de Barbastro. Ahora bien, en él hay muchas cosas completamente inverosímiles. Para empezar, no está claro que el protector de Barbastro fuera al-Muzaffar, el gobernador de Lérida, sino que más probablemente sería su hermano alMuqtadir, el de Zaragoza. Además, es poco creíble que los jefes musulmanes de la taifa abandonaran a su suerte una plaza tan vital como Barbastro. Más cosas: es inverosímil que la clave del asedio, que fue el corte del agua para los sitiados, fuera producto de un azar cósmico, y no una estratagema deliberada de los sitiadores.También es inverosímil que en Barbastro hubiera cincuenta mil personas: basta coger un mapa del Barbastro del siglo xi para constatar que ahí no cabía tanta gente. Es inverosímil, en fin, que en el harén de la ciudad hubiera mil quinientas mujeres: Barbastro tenía un mercado muy importante y, como en todos los mercados musulmanes, habría sin duda un denso tráfico de esclavas, mujeres apresadas aquí y allá y vendidas luego como cautivas, pero subir la cifra a mil quinientas es un exceso evidente. ¿Por qué mintió Ibn Hayyan?

No, Ibn Hayyan no mintió. Hay que decir y repetir que la historia, en el siglo xi, y lo mismo en el ámbito musulmán que en el cristiano, no se escribía con el prurito de objetividad fáctica que se exige en los tiempos modernos, sino con otro tipo de finalidades que en aquel momento eran perfectamente legítimas. Precisamente a eso debía su fama Ibn Hayyan. Hablemos un poco de este personaje. Musulmán cordobés de origen muladí, es decir, hispano converso al islam, Ibn Hayyan era unánimemente apreciado por su prosa (al parecer, también denostado por su poesía) y causaba asombro entre sus contemporáneos por su erudición. Criado en una familia de la burocracia de Almanzor, había dedicado toda su vida a un intenso trabajo de historiador. Pero, como demostró el gran arabista García Gómez, lo esencial de la obra de Ibn Hayyan no es fruto de su propia pluma, sino de una tenaz obra de compilación de testimonios ajenos. El resultado es un impresionante fresco histórico de la España andalusí, pero, evidentemente, no es el testimonio de un testigo directo de los hechos.

Eso es lo que pasa con el relato de Ibn Hayyan sobre Barbastro. En el momento de la cruzada de Barbastro, Ibn Hayyan tenía ya setenta y siete años y estaba en Córdoba, ciudad de la que, por otra parte, raras veces salió. Lo que cuenta sobre la batalla es un testimonio de otras personas, adornado con elementos novelescos —por ejemplo, la historia de un judío que se entrevista con un guerrero cristiano— y, además, orientado a justificar los hechos posteriores. Todo ello en el contexto general del mensaje de Ibn Hayyan, que es una reivindicación de la dinastía omeya y de la unidad de la España andalusí. Ibn Hayyan sabía lo que escribía y tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Por eso es tan importante. Pero no es serio emplear su descripción como una crónica fiel de los hechos, porque ni es tal cosa ni su autor lo pretendía.

Y bien, ¿qué pasó de verdad?

Lo que pasó de verdad podemos sintetizarlo del siguiente modo. Gracias a la incorporación de caballeros europeos y a la forzosa inactividad de los castellanos, las huestes de Sancho de Aragón, galvanizadas por la atmósfera de cruzada, copan al enemigo en Barbastro. Estamos probablemente a mediados de junio del año 1064. Los moros, numéricamente inferiores, no tienen otra opción que encerrarse en la ciudad. Los cristianos deciden entonces plantear un asedio al viejo estilo, es decir, al estilo romano: cortan todas las vías de comunicación de los sitiados, bloquean su abastecimiento y se disponen a esperar. Dentro de este bloqueo se incluye, sin duda, la famosa cuestión del agua. Después de largas semanas sin agua y sin víveres —cuarenta días según la crónica—, los moros rinden la plaza. Quedará como nuevo dueño de la ciudad, en nombre del rey Sancho, Armengol III, el conde de Urgel.

Vac victis, decían los clásicos: ay de los vencidos. Con la plaza derrotada, podemos imaginar que los cruzados se entregarían al ritual habitual de la guerra: el pillaje y el saqueo. Sabemos que la mayor parte del contingente aragonés estaba compuesta por normandos, y conocemos bien los implacables hábitos bélicos de esta gente. Como Barbastro era una ciudad con mercado notable, el botín debió de ser importante. A los comentaristas contemporáneos les llama la atención la probable crueldad de los vencedores, subrayada por la crónica de Ibn Hayyan. Pero lo llamativo hubiera sido lo contrario: sería la primera vez en la historia humana en que los vencedores no fueran crueles con los vencidos.

Inmediatamente se planteó un problema en Barbastro: la recompensa de los vencedores. Sancho había prometido tierras a los jefes europeos de su hueste; las hubo. Pero el problema no era la existencia de tierras, sino su dependencia: ¿quedaban como patrimonio del rey entregado a los señores normandos, o quedaban como propiedad de los señores bajo dependencia papal, pues no en vano el papa había sancionado la cruzada? Parece que hubo incluso quien pretendió erigirse en aquellas tierras un señorío propio directamente vinculado al dominio pontificio.

Sería interesante saber cómo habría resuelto Sancho Ramírez, el joven rey de Aragón, tan peliagudo problema. Sin embargo, no hubo opción, porque la gloria de Barbastro duró muy poco. El rey de Zaragoza, al-Mugtadir, consciente de que la pérdida de Barbastro hacía extraordinariamente frágil la situación de su taifa, respondió a una cruzada con otra: llamó a la yihad y convocó a cuantos musulmanes desearan entregar su vida en la guerra santa. Las armas volvían a Barbastro.

Contra yihad, cruzada; contra cruzada, yihad

Al-Muqtadir, el rey taifa de Zaragoza, y su hermano al-Muzaffar, el gobernador de Lérida, se movieron con rapidez y con acierto. Los dos saben que, con Barbastro en manos cristianas, el poder musulmán en la región pendía de un hilo. Así que los dos hermanos aplazan sus diferencias, detienen las hostilidades entre sí y deciden aunar esfuerzos contra el invasor.

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