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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (11 page)

BOOK: Muerte de tinta
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¿Había escrito Fenoglio alguna vez una canción sobre el miedo de Arrendajo? No lo experimentaba cuando tenía que luchar, oh, no, sino cuando pensaba en grillos, en cadenas y mazmorras y en la desesperación tras puertas cerradas. Igual que ahora. Paladeó el miedo en su boca, lo sintió en el estómago y en las rodillas. «Bueno, en cualquier caso para un encuadernador, el taller de un iluminador es el lugar apropiado para morir», se consoló. Pero Arrendajo había vuelto y maldecía al encuadernador por su imprudencia.

—¿Sabéis lo que más impresionó a Tadeo? —Balbulus se limpió una mota de polvo de color de la manga adherida como polen amarillo al terciopelo azul oscuro—. Vuestras manos. Le parecía asombroso que manos que tanto saben de matar, fuesen capaces de manejar con tanto cuidado las páginas de los libros. De hecho tenéis unas manos preciosas. ¡Fijaos por el contrario en las mías! —Balbulus estiró los dedos y los contempló lleno de aversión—. Son las manos de un campesino. Rudas y toscas. ¿Queréis ver lo que son capaces de hacer a pesar de todo?

Y al fin, con ademán invitador, se hizo a un lado, igual que un mago que levanta el telón. Fenoglio intentó retener a Mo, pero, ya que había caído en la trampa, quería saborear también el cebo que le costaría el cuello.

Y allí estaban. Páginas iluminadas, aún mejores que las que había visto en el Castillo de la Noche. En una Balbulus había adornado tan sólo su propia inicial: la B, contoneándose sobre el pergamino, vestida de oro y verde oscuro, albergaba un nido de elfos de fuego. En la hoja contigua, hojas y flores trepaban por una ilustración apenas mayor que un naipe. Mo siguió los arabescos con los ojos, descubrió pistilos, elfos de fuego, frutos extravagantes, diminutas criaturas de nombres ignotos. Una imagen enmarcada con arte excelso mostraba a dos hombres rodeados de hadas delante de un pueblo, un grupo de hombres andrajosos a sus espaldas. Uno era negro y tenía un oso al lado, el otro llevaba la máscara de un pájaro y empuñaba un cuchillo de encuadernador.

—La mano negra y la mano blanca de la justicia. El Príncipe y Arrendajo —Balbulus contemplaba su obra con indisimulado orgullo—. No obstante tendré que cambiarlo un poco. Vos sois más alto de lo que pensaba, y vuestro porte… Pero ¿qué estoy diciendo? Sin duda vos no estáis nada ansioso por que esta imagen se os parezca demasiado… aunque, como es natural, sólo está pensada para los ojos de Violante. Nuestro nuevo gobernador nunca la verá, pues por suerte no existe motivo alguno para torturarse subiendo tantos escalones hasta mi taller. Para Pardillo el valor de un libro se mide por el número de barriles de vino que se pueden comprar con él. Y caso de que Violante no esconda bien esta lámina, él no tardará en cambiarla, como todas las demás creaciones de mis manos, por esos barriles o una nueva peluca empolvada de plata. En verdad puede considerarse dichoso de que yo sea Balbulus, el iluminador de libros, y no Arrendajo, pues en ese caso convertiría en pergamino su perfumada piel.

El odio en la voz de Balbulus era tan negro como la noche en sus ilustraciones, y por un momento Mo vio en los ojos inexpresivos el fuego que convertía al iluminador en un maestro de su arte.

En la escalera se oyeron pasos pesados y regulares, como los que Mo había oído con harta frecuencia en el Castillo de la Noche. Pasos de soldados.

—Lástima. La verdad es que me habría gustado hablar más tiempo con vos —a Balbulus se le escapó un suspiro de pesar cuando la puerta se abrió de un empujón—. Pero me temo que en este castillo hay personas de mucho más alto rango que desean hablar con vos.

Fenoglio vio consternado cómo los soldados se situaban a ambos lados de Mo.

—Vos podéis iros, Tejedor de Tinta —dijo Balbulus.

—Pero esto… todo esto es un espantoso malentendido —Fenoglio se esforzaba de veras por no dejar traslucir su miedo, pero ni siquiera podía engañar a Mo.

—Bueno, quizá no deberíais describirlo con tanta exactitud en vuestras canciones —sentenció Balbulus con voz de tedio—. Por lo que sé, eso ya fue funesto para él en una ocasión. Por el contrario, contemplad mis dibujos. ¡Yo siempre le dejo la máscara!

Mo seguía oyendo las protestas de Fenoglio cuando los soldados lo condujeron a empellones escalera abajo. ¡Resa! No, esta vez no debía temer por ella. Por el momento estaba segura en casa de Roxana, y Recio la acompañaba. Pero ¿qué pasaría con Meggie? ¿La habría llevado Farid a la granja de Roxana? El Príncipe Negro se ocuparía de ambas. Se lo había prometido en numerosas ocasiones. Y quién sabe, quizá encontrasen el camino de regreso hasta Elinor, hasta la vieja casa repleta de libros hasta el techo, al mundo en la que la carne no había sido creada a partir de letras. ¿O quizá sí?

Mo intentó no pensar dónde estaría él entonces. Sólo sabía una cosa: Arrendajo y el encuadernador morirían de idéntico modo.

EL DOLOR DE ROXANA

«Esperanzas», dijo Schliet con amargura, «con el correr del tiempo he renunciado a ellas».

Paul Stewart
,
El cazatormentas

Resa cabalgaba con frecuencia para reunirse con Roxana, aunque el trayecto era largo y los caminos alrededor de Umbra se tornaban más inseguros cada día. Recio era un buen protector, y Mo la dejaba ir porque sabía cuántos años había salido adelante en ese mundo sin él y sin Recio.

Resa había entablado amistad con Roxana mientras cuidaban juntas a los heridos en la mina debajo de la Montaña de la Víbora, y el largo camino a través del Bosque Impenetrable acompañando a un muerto había profundizado esa amistad. Roxana nunca preguntó a Resa por qué había llorado casi tanto como ella la noche en la que Dedo Polvoriento cerró su trato con las Mujeres Blancas. No se habían hecho amigas gracias a las palabras, sino compartiendo aquello para lo que no se necesitaban palabras.

Era Resa quien acudía a ver a Roxana por las noches, cuando la oía llorar bajo los árboles lejos de los demás, quien la abrazaba y consolaba, aunque sabía que el dolor de la otra mujer era inconsolable. No le habló a Roxana del día en el que Mortola disparó contra Mo y la dejó sola con el temor de haberlo perdido para siempre. Porque ella no lo había perdido, aunque así lo creyó durante unos instantes interminables. Ella sólo se había imaginado qué se sentiría al no verlo nunca más, al no volver a tocarlo ni escuchar su voz durante muchos días, durante muchas noches, mientras había permanecido en una cueva oscura refrescándole la frente que ardía de fiebre. Pero el miedo al dolor era muy diferente del dolor mismo. Mo vivía. Hablaba con ella, dormía a su lado, la rodeaba con sus brazos. Dedo Polvoriento, sin embargo, no volvería a abrazar a Roxana. Al menos en esta vida. A ella sólo le habían quedado los recuerdos. Y a veces eso quizá era peor que nada.

Ella sabía que Roxana experimentaba por segunda vez ese dolor. La primera, le había contado a Resa el Príncipe Negro, el fuego ni siquiera le había dejado el muerto a Roxana. A lo mejor por eso cuidaba tan celosamente el cuerpo de Dedo Polvoriento. Nadie sabía adonde lo había llevado, dónde lo visitaba cuando la nostalgia le impedía conciliar el sueño.

Cuando Mo tenía reiterados accesos de fiebre por las noches y dormía mal, Resa cabalgó por primera vez a la granja de Roxana. Ella misma había tenido que recolectar a menudo plantas cuando estaba al servicio de Mortola, pero sólo las que mataban. Roxana le había enseñado a encontrar a sus hermanas curativas, le había enseñado qué hojas remediaban la falta de sueño, qué raíces calmaban el dolor de una herida antigua… y también que en su mundo era mejor dejar un cuenco de leche o un huevo cuando recolectabas algo entre las raíces de un árbol, pues de ese modo se propiciaba a los elfos que allí vivían. Algunas plantas desprendían un aroma tan extraño que mareaban a Resa. Otras las había visto a menudo en el jardín de Elinor sin imaginarse la fuerza que atesoraban sus tallos y sus hojas insignificantes. Así el Mundo de Tinta le enseñó a ver con más claridad el propio… y le recordó algo que Mo había dicho tiempo atrás: «¿No piensas tú también que de vez en cuando se deberían leer historias en las que todo es distinto a nuestro mundo? Nada enseña mejor a uno a preguntar por qué los árboles son verdes y no rojos y por qué poseemos cinco dedos en lugar de seis».

Como es natural, Roxana sabía qué era bueno contra las náuseas. Le estaba explicando qué hierbas ayudarían más tarde a hacer fluir la leche de su pecho, cuando Fenoglio llegó a caballo a la granja. Resa, sin sospechar nada, se preguntó a qué se debería la mala conciencia que llevaba sobre el rostro arrugado como una de las máscaras de mal agüero de Baptista. Pero al divisar a Farid y a Meggie vio el miedo reflejado en el rostro de su hija.

Roxana la abrazó cuando Fenoglio con voz entrecortada contó lo que había sucedido. Pero Resa no sabía qué sentir. ¿Miedo? ¿Desesperación? ¿Furia? Sí, furia. Eso fue lo primero que sintió: furia por la imprudencia de Mo.

—¿Por qué lo has dejado ir? —increpó a Meggie con un tono tan duro que Recio se sobresaltó.

Las palabras salieron de sus labios antes de que ella pudiera lamentarlas. Pero la furia persistió, furia porque Mo hubiera cabalgado al castillo a pesar de conocer el peligro, furia por haberlo hecho a sus espaldas. No le había comentado una palabra de lo que se proponía, pero había llevado con él a su hija.

Cuando Resa comenzó a llorar, Roxana acarició sus cabellos. Unas lágrimas preñadas de furia, de miedo. Estaba cansada de tener miedo. Miedo al dolor de Roxana.

UNA TRETA TRAICIONERA

«¿Quiere poner fin a la crueldad?», preguntó ella. «¿Y a la avaricia y a todas esas cosas? No creo que lo consiga. Es usted muy listo, pero no lo conseguiría, no.»

Mervyn Peake
,
Gormenghast,
libro primero:
El joven Titus

Le esperaba un calabozo, ¿qué si no? ¿Y después? Mo recordaba demasiado bien la muerte que le había prometido Cabeza de Víbora.
Puede durar días, muchos días y muchas noches.
La intrepidez tan confiada que le había acompañado en las últimas semanas, la fría calma sembrada por el odio y las Mujeres Blancas… habían desaparecido, como si jamás hubieran existido. Desde su encuentro con las Mujeres Blancas ya no temía a la muerte. Se le antojaba algo familiar, en ocasiones incluso apetecible. Pero morir era diferente y él casi temía más estar encerrado. Demasiado bien recordaba la desesperación que le esperaba tras las puertas enrejadas, y el silencio en el que incluso el propio aliento era dolorosamente alto, en el que cada pensamiento era una tortura y a cada hora surgía la tentación de golpear la cabeza contra la pared hasta dejar de oír y de sentir.

Desde los días en la torre del Castillo de la Noche, Mo no soportaba las ventanas y puertas cerradas. Meggie parecía haberse desprendido de su reclusión igual que una libélula de su vieja piel, pero a Resa le sucedía lo mismo que a él, y cuando el miedo despertaba a uno de los dos sólo volvían a conciliar el sueño abrazando al otro.

No, por favor, la mazmorra de nuevo, no.

Eso era lo que hacía tan fácil el combate… que en él uno siempre podía elegir la muerte en lugar del cautiverio.

A lo mejor podía arrebatarle la espada a uno de los soldados, en uno de los pasillos más oscuros, lejos de los otros centinelas de guardia. Estos pululaban por doquier, con el escudo de Pardillo en el pecho. Tuvo que apretar los puños para que sus dedos no hicieran en el acto lo que estaba pensando. ¡Aún no, Mortimer! Otra escalera, antorchas encendidas a ambos lados. Claro, lo conducían hacia abajo, a las tripas del castillo. En lo más alto o en lo más profundo, ahí estaban las mazmorras. Resa le había hablado de las del Castillo de la Noche, tan hondas en la montaña que muchas veces creyó que se asfixiaba. Al menos no le empujaban ni golpeaban, como habían hecho los soldados de allí. ¿Serían también más corteses en las torturas y descuartizamientos?

Peldaño a peldaño, siguieron descendiendo cada vez más hondo. Uno delante de él, dos detrás, su aliento en su nuca. Ahora. ¡Mortimer! ¡Inténtalo! ¡Sólo son tres! Eran tan jóvenes, tenían caras infantiles, imberbes, asustados por la artificial ferocidad. ¿Desde cuándo obligaban a los niños a interpretar el papel de soldados? «Desde siempre», se respondió a sí mismo. «Son los mejores soldados porque todavía se consideran inmortales.»

Eran sólo tres. Pero gritarían, aunque los matase deprisa, y llamarían a otros.

La escalera acababa delante de una puerta. El soldado que le precedía la abrió. ¡Ahora! ¿A qué estás esperando? Mo estiró los dedos, preparándolos. Su corazón latía más deprisa, como si quisiera marcarle el ritmo.

—Arrendajo.

El soldado se volvió hacia él. Se inclinó y le cedió el paso con expresión tímida. Sorprendido, Mo observó a los otros dos. Admiración, miedo, respeto. La misma mezcla que para entonces se había encontrado con harta frecuencia, nacida no de sus hechos, sino de las palabras de Fenoglio. Traspasó la puerta abierta con cierta vacilación… y sólo entonces comprendió adonde lo habían conducido.

A la cripta de los príncipes de Umbra. Oh, sí, Mo también había leído sobre ella. Fenoglio había encontrado hermosas palabras para ese lugar de los muertos, palabras que sonaban como si el anciano soñase con yacer algún día en un recinto similar. Pero en el libro de Fenoglio aún no existía el lujosísimo sarcófago. Las velas ardían a los pies de Cósimo, unas velas altas color de miel. Su aroma endulzaba el ambiente, y su imagen de piedra, tendida sobre rosas de alabastro, sonreía como si tuviera un bonito sueño.

Al lado del sarcófago, tiesa como una vela, intentando tal vez compensar su ternura, había una mujer joven, vestida de negro, el cabello recogido tirante hacia atrás.

Los soldados inclinaron la cabeza ante ella mientras murmuraban su nombre.

Violante. La hija de Cabeza de Víbora. Seguían llamándola la Fea, a pesar de que la marca que le había acarreado ese apelativo apenas era una sombra en su mejilla, desvanecida al parecer el día en que Cósimo había retornado de entre los muertos. Aunque para regresar muy pronto.

La Fea.

Menudo apodo. ¿Cómo se vivía con él? Los súbditos de Violante sin embargo lo pronunciaban con ternura. Se decía que por la noche ella enviaba a los pueblos hambrientos las sobras de la cocina del castillo, que alimentaba a los menesterosos de Umbra vendiendo platería y caballos de las cuadras principescas, aunque Pardillo la encerrase durante días enteros en sus aposentos. Ella intercedía por los condenados que eran transportados en carretas al patíbulo, y por los que desaparecían en las mazmorras… aunque sus palabras no hallaban eco. Violante era impotente en su castillo, según le había confesado muchas veces a Mo el Príncipe Negro. Ni siquiera su hijo le pertenecía, pero Pardillo la temía pues seguía siendo la hija de su suegro inmortal.

BOOK: Muerte de tinta
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