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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (9 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—¿Te crees en la obligación de explicármelo? Yo inventé a esas pequeñas bestezuelas. El chico sobrevivirá. Seguramente es un ladrón, no quiero saber más.

Mo se soltó de Fenoglio y le dio la espalda bruscamente, como si tuviera que contenerse para no pegarle. Escudriñó a los guardias y sus armas, los muros del castillo y el cepo, como si buscara la forma de hacerlos desaparecer a todos. «¡No mires a los guardias, Mo!», pensó Meggie. Lo primero que Fenoglio le había enseñado en ese mundo fue a no mirar directamente a ningún soldado, a ninguno, ni a ningún noble, ni a nadie que tuviera permiso para portar un arma.

—¿Quieres que les haga perder el apetito por su piel, Lengua de Brujo? —Farid se deslizó entre Mo y Fenoglio.

Furtivo bufó al anciano, como si lo culpara de ser la causa de todos los males de su mundo. Pero Farid, sin esperar la respuesta de Mo, corrió hacia el cepo, donde los elfos se habían posado hacía mucho sobre la piel del muchacho. Chasqueando los dedos hizo brotar chispas que les chamuscaron las alas irisadas, obligándolos a marcharse con un zumbido furioso. Uno de los guardias levantó la lanza, pero antes de que se movilizase, Farid dibujó con el dedo un basilisco de fuego en el muro del castillo, se inclinó ante los guardias que contemplaban incrédulos el animal heráldico ardiendo de su señor… y regresó con indiferente lentitud al lado de Mo.

—Muy temerario, amiguito —gruñó Fenoglio con desaprobación, pero Farid no le prestó atención.

—¿Por qué has venido, Lengua de Brujo? —preguntó el joven en voz baja—. ¡Es muy peligroso! —sus ojos, sin embargo, brillaban. A Farid le gustaban las empresas peligrosas, y quería a Mo porque era Arrendajo.

—Deseo ver unos libros.

—¿Libros? —Farid puso una expresión de tal perplejidad que Mo no pudo reprimir una sonrisa.

—Sí, libros. Unos libros muy especiales —dijo alzando la vista hacia la torre más alta del castillo. Meggie le había descrito con exactitud dónde se encontraba el taller de Balbulus.

—¿Qué hace Orfeo? —Mo miró hacia los guardias, que en ese momento inspeccionaban el pedido de un carnicero en busca de algo que ni ellos mismos parecían saber con exactitud—. He oído decir que cada día es más rico.

—¡Así es, sin duda!

Farid acarició con su mano la espalda de Meggie. Siempre que Mo estaba presente, se dedicaba a hacer ternuras que no fueran demasiado evidentes. Farid sentía un enorme respeto por los padres. Pero seguro que a Mo no le pasó desapercibido el rubor de su hija.

—Es cada vez más rico, pero todavía no ha escrito nada para Dedo Polvoriento. Sólo tiene en la cabeza sus tesoros y lo que puede vender a Pardillo: jabalíes con cuernos, perros falderos de oro, mariposas araña, hombres hoja, y todo lo que se pueda imaginar.

—¿Mariposas araña? ¿Hombres hoja? —Fenoglio miró alarmado a Farid, pero éste no le prestaba atención.

—Orfeo quiere hablar contigo —informó a Mo en susurros—. Sobre las Mujeres Blancas. Por favor, ¡entrevístate con él! A lo mejor sabes algo que le ayude a traer de vuelta a Dedo Polvoriento.

Meggie vio compasión en el rostro de Mo. Él creía tan poco como ella en el regreso de Dedo Polvoriento.

—Eso es absurdo —dijo, mientras su mano tocaba involuntariamente el lugar donde le había herido Mortola—. Yo no sé nada. Nada que no sepan los demás.

Los guardias habían franqueado el paso al carnicero y uno de ellos clavaba de nuevo los ojos en Mo. En el muro del castillo el basilisco que había pintado Farid sobre las piedras seguía ardiendo.

Mo le dio la espalda al soldado.

—¡Atiende! —susurró a Meggie—. No debería haberte traído. ¿Qué te parece si te quedas con Farid mientras voy a ver a Balbulus? El puede llevarte junto a Roxana y yo me reuniré allí con Resa y contigo.

Farid rodeó los hombros de Meggie con su brazo.

—Sí, ve tranquilo. Yo la cuidaré.

Pero Meggie apartó su brazo con rudeza. No le gustaba que su padre fuese solo… aunque tenía que reconocer que le habría encantado quedarse con Farid. Cuánto había echado de menos su rostro.

—¿Cuidar? ¡Tú no tienes que cuidarme! —le increpó con más dureza de lo que pretendía. ¡La volvía tan tonta estar enamorada!

—No, claro. En eso tiene razón. Nadie tiene que cuidar a Meggie —Mo arrebató con delicadeza las riendas a su hija—. Pensándolo bien, me ha cuidado con más frecuencia que yo a ella. Regresaré pronto —le advirtió—. Te lo prometo. Y ni una palabra a tu madre, ¿de acuerdo?

Meggie se limitó a asentir con la cabeza.

—No me mires tan preocupada —le susurró a su hija con aire de conspirador—. ¿No dicen las canciones que Arrendajo no hace nada sin su preciosa hija? ¡Sin ti despertaré muchas menos sospechas!

—Sí, pero las canciones mienten —cuchicheó Meggie—. Arrendajo no tiene ninguna hija. No es un padre. Es un bandido.

Mo le dedicó una larga mirada. Después la besó en la frente, como si con ese gesto pudiera borrar sus palabras, y se dirigió al castillo con Fenoglio, que esperaba impaciente.

Meggie no le quitó la vista de encima cuando se detuvo junto a los guardias. Con sus ropas negras parecía de verdad un extranjero, el encuadernador procedente de un país remoto que había recorrido un largo camino para dotar al fin de ropajes adecuados a las ilustraciones de Balbulus. ¿A quién le importaba que durante el largo camino se hubiera convertido en un bandido?

Farid cogió la mano de Meggie en cuanto Mo les dio la espalda.

—Tu padre tiene la valentía de un león —le dijo en voz baja—, pero si me lo preguntas, también está un poco loco. Si yo fuera Arrendajo, ten por seguro que no traspasaría esa puerta, y mucho menos por unos libros.

—No lo entiendes —contestó Meggie con voz queda—. El únicamente la traspasa por los libros.

En eso se equivocaba, pero no lo sabría hasta más adelante.

Los soldados franquearon el paso al poeta y al encuadernador. Mo se volvió nuevamente hacia Meggie antes de desaparecer por la puerta, la enorme puerta con el rastrillo de hierro que apuntaba más de dos docenas de puntas afiladas como venablos hacia todo aquel que pasaba por debajo. Desde que Pardillo moraba en el castillo, lo bajaban en cuanto oscurecía o una de las campanas del castillo tocaba a rebato. Meggie había oído una vez ese sonido, y sin querer esperaba volver a oírlo cuando Mo desapareció entre los poderosos muros: el tañido de las campanas, el estrépito de las cadenas al bajar el rastrillo, el golpeteo de las puntas de hierro…

—¿Meggie? —Farid colocó la mano bajo el mentón de la joven y giró su cara hacia él—. Créeme. Habría ido a visitarte hace mucho, pero Orfeo me mata a trabajar durante el día, y por las noches me escabullo en secreto hasta la granja de Roxana. ¡Ella acude casi todas las noches al lugar donde mantiene oculto a Dedo Polvoriento, lo sé! Pero me sorprende siempre antes de que pueda seguirla. Su estúpido ganso se deja sobornar con pan de pasas, pero si no me muerde Linchetto en su establo, me delata Gwin. Ahora Roxana hasta me permite entrar en su casa, y eso que antes le tiraba piedras.

Pero ¿de qué estaba hablando? Ella no quería hablar de Dedo Polvoriento o de Gwin. «Si me has echado de menos», es lo único que pensaba Meggie una y otra vez, «¿por qué no has ido a verme siquiera una vez, en lugar de escabullirte en secreto a casa de Roxana? Al menos una sola». Sólo había una respuesta. Que no la echaba de menos tanto como ella a él. Quería más a Dedo Polvoriento que a ella. Lo querría siempre, aunque estuviera muerto. A pesar de todo, dejó que la besara, mientras a unos pasos de distancia el chico con elfos de fuego encima de la piel seguía en el cepo.
No me digas que uno se acostumbra a ese espectáculo…

Meggie no vio a Pájaro Tiznado hasta que apareció junto a los guardias.

—¿Qué pasa? —preguntó Farid cuando ella se quedó mirando por encima de su hombro—. Ah, Pájaro Tiznado. Sí. Frecuenta el castillo. ¡Sucio traidor! ¡Cada vez que lo veo, me gustaría rebanarle el pescuezo!

—¡Tenemos que prevenir a Mo!

Los guardias dejaron pasar al tragafuegos como si fuera un viejo conocido. Meggie dio un paso hacia ellos, pero Farid la obligó a retroceder.

—¿Adónde vas? ¡Él no verá a tu padre! El castillo es enorme y Lengua de Brujo va a reunirse con Balbulus. ¡Seguro que Pájaro Tiznado no aparece por allí! Tiene tres amantes entre las damas de palacio, con ellas quiere ir… si no lo pilla Jacopo. Tiene que dar para él dos funciones al día, y eso que sigue siendo un pésimo tragafuegos, a pesar de todo lo que cuentan sobre él y su fuego. ¡Miserable espía! Me pregunto de veras por qué no lo ha matado todavía el Príncipe Negro… o tu padre. ¿Por qué me miras así? —preguntó al reparar en la mirada estupefacta de Meggie—. Al fin y al cabo, Lengua de Brujo también mató a Basta, ¿verdad? No es que yo lo viera…

Farid siempre miraba deprisa hacia un lado cuando hablaba de las horas durante las que había estado muerto.

Meggie miraba fijamente la puerta del castillo. Creía oír la voz de Mo.
Me vio por última vez cuando yo estaba medio muerto. Y más le valdría no toparse conmigo.

«Arrendajo. ¡Deja de llamarlo así!», pensó Meggie. «¡Olvídalo!»

—Ven —Farid la cogió de la mano—. Lengua de Brujo ha dicho que te lleve a casa de Roxana. Fingirá que se alegra de verme y seguramente se mostrará amable porque tú estarás presente.

—No —Meggie soltó la mano de Farid, aunque le resultaba grato volver a estrecharla—. Me quedaré aquí. Justo aquí mismo, hasta que mi padre salga de nuevo.

Farid suspiró y puso los ojos en blanco, pero la conocía lo suficiente como para no contradecirla.

—¡Estupendo! —dijo en voz baja—. Por lo que conozco a Lengua de Brujo, seguro que pasará una eternidad contemplando esos malditos libros. Bueno, al menos déjame besarte, o los guardias no tardarán en preguntarse por qué continuamos aquí.

UNA VISITA PELIGROSA

La pregunta, suponiendo la mirada omnisciente de Dios, es: ¿Tiene que ser irremisiblemente verdad lo que Él prevé? ¿O me está garantizada la libre elección: hacer algo o no hacerlo?

Geoffrey Chaucer
,
Cuentos de Canterbury

Humildad. Humildad y sumisión. Esas cosas no se le daban bien a Mo. «¿Observaste eso alguna vez en el otro mundo, Mortimer?», se preguntó. «Agacha la cabeza, no te mantengas demasiado erguido, deja que te miren desde arriba, aunque seas más alto que ellos. Compórtate como si te pareciera completamente natural que ellos manden y los demás trabajen…»

Qué difícil era.

—Así que eres el encuadernador de libros que está esperando Balbulus —murmuró uno de los guardias echando una ojeada a sus ropas negras—. ¿A qué ha venido lo del chico? ¿Acaso no te gustan nuestros cepos?

«¡Agacha más la cabeza, Mortimer! Vamos. Simula que tienes miedo. Olvida tu ira, olvida al chico y sus sollozos.»

—No volverá a suceder.

—¡Exacto! Él… viene de muy lejos —añadió con rapidez Fenoglio—. Aún tiene que acostumbrarse al arte de gobernar de nuestro nuevo señor. Pero ahora, si lo permitís, Balbulus puede impacientarse mucho.

Y tras una reverencia, se llevó apresuradamente a Mo.

El castillo de Umbra… La entrada en el vasto patio sepultó el olvido. Cuántas escenas del libro de Fenoglio acaecidas en ese lugar acudieron a su memoria.

—¡Cielo santo, nos hemos librado por los pelos! —le susurró Fenoglio mientras conducían el caballo hacia los establos—. No quiero tener que recordártelo de nuevo: ¡estás aquí en calidad de encuadernador! ¡Vuelve a interpretar el papel de Arrendajo y serás hombre muerto! ¡Maldita sea, Mortimer, nunca debí acceder a traerte aquí! Fíjate en todos esos soldados. Es como si estuviéramos en el Castillo de la Noche.

—¡Oh, no, créeme, todavía hay una diferencia! —repuso Mo en voz baja.

Intentó no alzar la vista hacia las cabezas ensartadas en picas que adornaban los muros. Dos pertenecían a hombres del Príncipe Negro, mas no los habría reconocido si Recio no le hubiera referido su destino.

—Por tu descripción, me imaginaba este castillo distinto —dijo en voz baja a Fenoglio.

—¡No me digas! —replicó éste susurrando—. Primero Cósimo mandó reformarlo todo, y ahora Pardillo deja su sello. Ha hecho derribar los nidos de los sinsontes dorados, y fíjate en todos esos barracones que han construido para guardar el producto de sus rapiñas. Me pregunto si Cabeza de Víbora se ha dado cuenta de lo poco que recibe el Castillo de la Noche. Si es así, su cuñado no tardará en tener problemas.

—Sí, Pardillo es muy osado —Mo agachó la cabeza cuando se les acercaron un par de mozos de cuadra. Hasta ellos iban armados. Su cuchillo no le serviría de mucho si alguien lo reconocía—. Hemos interceptado algunos envíos destinados al Castillo de la Noche —prosiguió en voz baja después de que pasaran—, y lo que hallamos en las arcas fue en todas las ocasiones muy decepcionante.

Fenoglio lo miró de hito en hito.

—¡Lo haces de verdad!

—¿Qué?

El anciano miró nervioso a su alrededor, mas nadie parecía prestarles atención.

—Pues todas las cosas que se cantan —susurró—. Quiero decir… la mayoría de las canciones están mal escritas, pero Arrendajo sigue siendo mi personaje, así que… ¿Qué se siente? ¿Qué se siente jugando a ser él?

Una criada pasó a su lado con dos gansos sacrificados. La sangre goteaba sobre el patio. Mo giró la cabeza.

—¿Jugar? ¿Eso es lo que sigue siendo para ti… un juego? —su respuesta traslucía más irritación de la que pretendía.

A veces habría dado lo que fuera por leer los pensamientos de Fenoglio. Y quién sabe… quizá algún día los leería de verdad, en negro sobre papel blanco, y allí volvería a encontrarse a sí mismo, rodeado por una telaraña de palabras igual que una mosca en la red de una vieja araña.

—Bueno, sí, lo admito, se ha convertido en un juego peligroso, pero me alegra sinceramente que tú hayas asumido el papel. ¿No tenía razón yo? El mundo necesita a Arr…

Mo le lanzó una mirada de advertencia. Un grupo de soldados pasó a su lado y Fenoglio se tragó el nombre que no hacía mucho había escrito por primera vez sobre un trozo de pergamino. Pero la sonrisa con la que siguió a los soldados era la de un hombre que había escondido un barril de pólvora en casa de sus enemigos y disfrutaba moviéndose entre ellos sin que lo identificaran con quien lo había colocado allí.

Anciano malvado.

Mo tuvo que constatar que el castillo interior tampoco era ya como lo había descrito Fenoglio. Repitió en voz baja las palabras que había leído en su día:
«La esposa del Príncipe Orondo había repoblado el jardín, porque estaba cansada de las piedras grises que la rodeaban. Plantó especies de países remotos cuyas flores la hacían soñar con mares lejanos, con ciudades y montes lejanos entre los que vivían dragones. Crió pájaros de pecho dorado que posados en los árboles parecían frutas aladas, y plantó un vástago del Bosque Impenetrable, cuyas hojas podían hablar con la luna».

BOOK: Muerte de tinta
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