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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (4 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—¡Cava! —gruñó.

—¡Cava tú! —Farid temblaba con la camisa empapada de sudor, no habría sabido decir si de frío o de furia—. ¡Tu fino señor es un estafador! Lo metieron una vez en la cárcel por sus mentiras y volverán a encerrarlo de nuevo.

Orfeo entornó los ojos. No le gustaba ni pizca que se hablase de ese capítulo de su vida.

—Apuesto a que eras uno de esos que con mentiras sacan el dinero del bolsillo a las ancianas. Y aquí te hinchas igual que una rana sólo porque de repente tus mentiras se tornan verdaderas, engatusas al cuñado de Cabeza de Víbora y te consideras más listo que nadie. Pero ¿qué sabes hacer, eh? Traer con la escritura a hadas que parecen haber caído en una tina de tintorero, cajas llenas de tesoros, joyas para Pardillo hechas de alas de elfo. Pero no sabes hacer aquello para lo que te trajimos. Dedo Polvoriento está muerto. Muerto. ¡Todavía está muerto!

Y las malditas lágrimas retornaron. Farid se las limpió con sus dedos sucios mientras Montaña de Carne le dirigía desde arriba la mirada inexpresiva del que no entiende ni una palabra. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Qué sabía Oss de las palabras que robaba Orfeo, qué sabía del libro y de la voz de Orfeo?

—¡Nadie-me-ha traído! —Orfeo se inclinó sobre el borde de la fosa como si quisiera escupir sus palabras al rostro de Farid—. Y desde luego no tengo por qué escuchar peroratas sobre Dedo Polvoriento de aquel que le acarreó la muerte. Yo ya conocía su nombre cuando tú aún no habías nacido, y lo traeré de vuelta, aunque tú lo hayas alejado de esta historia de una forma tan concienzuda… El cómo y el cuándo es una decisión exclusivamente mía. Y ahora, cava. ¿O piensas acaso, dechado de sabiduría árabe —Farid creyó percibir que las palabras lo cortaban en finas rodajas—, que escribiré más si ya no puedo pagar a mis criadas y me lavo personalmente la ropa en el futuro?

Maldito, maldito sea. Farid agachó la cabeza para que Orfeo no captase sus lágrimas.
De aquel que le acarreó la muerte.

—Dime por qué pago continuamente a los juglares con mi hermosa plata sus deplorables canciones. ¿Porque he olvidado a Dedo Polvoriento? No. ¡Porque tú todavía no has conseguido averiguar para mí cómo y dónde se puede hablar en este mundo con las Mujeres Blancas! Así que sigo escuchando canciones detestables, me planto junto a mendigos agonizantes y soborno a las curanderas de los hospitales de incurables para que me avisen cuando alguien está al borde de la muerte. Como es lógico, sería mucho más fácil si tú supieras llamar a las Mujeres Blancas con el fuego igual que tu maestro, pero eso ya lo hemos intentado con harta frecuencia sin ningún éxito, ¿verdad? Si al menos te visitasen, como por lo visto gustan hacer con aquellos a los que han rozado una vez. ¡Pero, no! Tampoco la sangre fresca de gallina que coloqué delante de la puerta sirvió de nada, ni los huesos infantiles que compré a un sepulturero por una bolsa de plata, sólo porque los centinelas que montan guardia ante la puerta de la ciudad te contaron que eso atraería en el acto a una docena de Mujeres Blancas.

Sí. Sí. Farid quería taparse los oídos con las manos. Orfeo tenía razón. Lo habían intentado todo. Pero las Mujeres Blancas sencillamente no aparecían, y ¿quién si no podía revelar a Orfeo cómo rescatar de la muerte a Dedo Polvoriento?

En silencio, Farid sacó la laya de la tierra y reanudó la tarea de cavar.

Tenía ampollas en las manos cuando al fin topó con madera. El arca que arrastró fuera de la tierra no era demasiado grande, pero, igual que la última, estaba repleta hasta los bordes de monedas de plata. Farid había espiado cómo Orfeo la había traído con la lectura:
«Debajo de la horca de la Colina Tenebrosa, mucho antes de que el Príncipe Mantecoso hiciera talar allí los robles para el ataúd de su hijo, una banda de salteadores de caminos había enterrado un cofre lleno de plata. Después se pelearon y se mataron entre sí, pero la plata seguía allí, dentro de la tierra sobre la que se blanqueaban sus huesos».

La madera del cofre estaba podrida y, al igual que en el caso de otros tesoros desenterrados, Farid se preguntó si la plata no habría estado ya debajo de la horca
antes
de que Orfeo escribiese esas palabras. Ante tales preguntas, Cabeza de Queso se limitaba a sonreír dándoselas de sabihondo, pero Farid dudaba que conociese la verdadera la respuesta.

—¿Lo ves? ¿Quién lo dice, pues? Esto debería bastar para el próximo mes.

La sonrisa de Orfeo era tan pagada de sí misma, que a Farid le habría encantado borrársela de la cara con una paletada de tierra. ¡Para un mes! Con la plata que él y Montaña de Carne guardaban en bolsas de cuero se habría podido llenar durante meses la barriga hambrienta de todos los habitantes de Umbra.

—¿Cuánto tiempo durará eso? Seguramente el verdugo ya estará de camino hacia aquí con comida fresca para la horca —cuando Orfeo estaba nervioso, su voz no impresionaba demasiado.

Farid, sin decir palabra, cerró con una cuerda otra bolsa llena a reventar, empujó con el pie de nuevo hacia la fosa el arca vacía y lanzó una última mirada al ahorcado. La Colina Tenebrosa ya había sido antaño un patíbulo, pero sólo Pardillo la había declarado de nuevo escenario principal de ejecución. El hedor de los cadáveres ascendía con demasiada frecuencia hasta el castillo desde las horcas situadas ante la puerta de la ciudad, y ese aroma desentonaba de los exquisitos manjares que tomaba allí el cuñado de Cabeza de Víbora mientras Umbra pasaba hambre.

—¿Has conseguido juglares para esta tarde?

Farid se limitó a asentir con la cabeza mientras acarreaba las pesadas bolsas tras Orfeo.

—¡La verdad es que el de ayer era un prodigio de fealdad! —Orfeo hizo que Oss le ayudara a montar a caballo—. ¡Igual que un espantapájaros que hubiera despertado a la vida! Y lo que brotaba de su boca casi desdentada era lo habitual: hermosa princesa ama a pobre juglar, lalalala, bello príncipe se enamora de campesina, lalalalí… Ni una palabra útil sobre las Mujeres Blancas.

Farid escuchaba a medias. Ya no tenía en buen concepto a los juglares, desde que la mayoría de ellos cantaban y bailaban para Pardillo y habían abjurado del Príncipe Negro como rey porque luchaba con excesiva franqueza contra los invasores.

—Sin embargo —prosiguió Orfeo—, el espantapájaros conocía un par de nuevas canciones sobre Arrendajo. Me costó bastante sacárselas, y las cantó tan quedo como si Pardillo en persona estuviera debajo de mi ventana, pero había una que no había oído nunca. ¿Sigues estando seguro de que Fenoglio no ha vuelto a escribir?

—Completamente.

Farid se colgó su mochila y silbó entre dientes, como acostumbraba a hacer Dedo Polvoriento. Furtivo salió disparado de detrás de una de las horcas con un ratón muerto en el hocico. Sólo la marta más joven se había quedado con Farid. Gwin estaba con Roxana, como si quisiera permanecer en el lugar al que Dedo Polvoriento regresaría lo antes posible si la muerte lo soltaba de entre sus pálidos dedos.

—¿Y por qué estás tan seguro? —Orfeo torció el gesto, asqueado, cuando Furtivo saltó sobre los hombros de Farid y desapareció dentro de su mochila. Cabeza de Queso detestaba a la marta, pero la toleraba, seguramente porque un día había pertenecido a Dedo Polvoriento.

—El hombre de cristal de Fenoglio asegura que ya no escribe, y el lo sabrá, digo yo.

Cuarzo Rosa se lamentaba sin cesar de lo penosa que se había tornado su existencia desde que Fenoglio ya no vivía en el castillo, sino en el desván de Minerva; también Farid maldecía la empinada escalera de madera cada vez que Orfeo lo enviaba a ver a Fenoglio para preguntarle: ¿Qué países están al sur del mar que limita con el reino de Cabeza de Víbora? El príncipe que reina al norte de Umbra, ¿es pariente de la mujer de Cabeza de Víbora? ¿En qué lugar exacto moran los gigantes, o acaso se han extinguido? Los peces voraces de los ríos ¿también comen ondinas?

A veces, Fenoglio ni siquiera dejaba pasar a Farid, después de que éste se hubiera molestado en subir con esfuerzo los escalones, pero otras había bebido tanto que se encontraba con un ánimo parlanchín. Esos días el viejo le suministraba tal caudal de datos que a Farid le zumbaba la cabeza al regresar a casa de Orfeo, que encima volvía a interrogarlo. Era enloquecedor. Pero cada vez que los dos intentaban hablar directamente entre ellos, empezaban a discutir al cabo de pocos minutos.

—Bien, muy bien. ¡Que el viejo vuelva a preferir las palabras al vino complicará las cosas! Sus últimas ideas ya provocaron un funesto embrollo —Orfeo empuñó las riendas y miró al cielo. Tenía pinta de ser otro día lluvioso, gris y triste como los rostros en Umbra—. ¡Bandidos que llevan máscaras, libros de la inmortalidad, un príncipe que regresa de entre los muertos! —meneando la cabeza dirigió su montura al sendero que conducía a Umbra—. Quién sabe lo que se le habría ocurrido además. No, que Fenoglio se beba tranquilamente la poca cordura que le queda. Yo me ocuparé de su historia. La entiendo mucho mejor que él.

Farid volvía a no prestar atención mientras sacaba a su burro fuera de los matorrales. Que Cabeza de Queso hablara cuanto se le antojase. A él le daba igual quién de los dos escribiese las palabras que trajeran de vuelta a Dedo Polvoriento. ¡Con tal de que eso sucediera! Aunque al hacerlo se fuera al diablo toda esa maldita historia.

Como siempre, el burro intentó morder a Farid cuando éste subió a su huesudo lomo. Orfeo montaba uno de los caballos más hermosos de Umbra —a pesar de su figura tosca, Cabeza de Queso era un buen jinete—, pero, como es natural, avariento como era, para Farid había comprado un burro, mordedor y tan viejo que tenía la cabeza calva. Con Montaña de Carne no habrían podido ni dos burros, de manera que Oss trotaba junto a Orfeo como un perro colosal, la cara sudorosa por el esfuerzo, cuesta arriba y cuesta abajo por los estrechos senderos que recorrían las colinas que rodeaban Umbra.

—Está bien. Fenoglio ya no escribe —a Orfeo le gustaba pensar en voz alta. A veces daba la impresión de que sólo podía ordenar sus pensamientos escuchando su propia voz—. Pero entonces, ¿de dónde salen todas las historias sobre Arrendajo? Viudas protegidas, plata en los umbrales de los pobres, carne obtenida con la caza furtiva en los platos de niños sin padre… ¿Todo esto es obra de Mortimer Folchart, sin que Fenoglio le haya escrito al respecto algunas palabras beneficiosas?

Un carro vino hacia ellos. Orfeo, maldiciendo, condujo su caballo hacia los zarzales y Montaña de Carne miró fijamente con una sonrisa estúpida a los dos jóvenes arrodillados en el carro, las manos atadas a la espalda, los rostros medrosos. Uno tenía los ojos aún más claros que Meggie, pero ninguno era mayor que Farid. Claro que no. Si hubieran sido mayores, se habrían marchado con Cósimo y hacía mucho tiempo que estarían muertos. Pero esta mañana seguro que eso no les servía de consuelo. Sus cadáveres podrían verse desde Umbra, a modo de escarmiento para todos aquellos a los que el hambre inducía a practicar la caza furtiva, pero la nariz de Pardillo no los olería.

¿Se moría tan deprisa en la horca que a las Mujeres Blancas no les daba tiempo de acudir? Farid se tocó involuntariamente la espalda en la zona donde había entrado la navaja de Basta. En su caso, ellas tampoco habían venido, ¿verdad? No se acordaba. No recordaba ni siquiera el dolor, sólo el rostro de Meggie al recobrar el conocimiento y, al girarse, la imagen de Dedo Polvoriento tendido en el suelo…

—¿Por qué no escribes simplemente que se me lleven a mí en su lugar? —le había preguntado a Orfeo, pero éste se había limitado a soltar una estruendosa carcajada.

—¿A ti? ¿Crees de verdad que las Mujeres Blancas iban a cambiar a Dedo Polvoriento por un aprendiz de ladrón zarrapastroso como tú? No, para eso tenemos que ofrecerles un cebo más suculento.

Cuando Orfeo picó espuelas a su caballo, las bolsas llenas de plata saltaron junto a la silla de montar de Orfeo, y la cabeza de Oss enrojeció tanto por el esfuerzo que parecía a punto de explotar encima del cuello carnoso.

«¡Maldito Cabeza de Queso! ¡Sí, Meggie tiene que hacerlo regresar!», pensaba Farid mientras golpeaba los flancos del asno con los talones. Hoy mejor que mañana. Pero ¿quién le escribiría las palabras adecuadas? ¿Quién podría rescatar a Dedo Polvoriento de entre los muertos salvo Orfeo?

«¡No regresará jamás!», susurró una voz en su interior. «Dedo Polvoriento está muerto, Farid. Muerto.»

«Bueno, ¿y qué?», increpó a la voz queda. «¿Qué importa eso en este mundo? Yo también regresé.»

Pero ojalá acertara a recordar el camino.

ROPAS DE TINTA

Todo me parece como ayer,

cuando creía que debajo de mi piel sólo había luz.

Que si me cortaban, relumbraría.

Pero hoy, en la senda de la vida,

Me golpeo las rodillas y sangro.

Billy Collins
,
On Turning Ten

La nueva mañana despertó a Meggie con su luz pálida cayéndole sobre el rostro y un aire tan fresco como si nadie lo hubiera respirado antes que ella. Las hadas trinaban delante de su ventana igual que pájaros que hubieran aprendido a hablar, y en algún lugar chilló un arrendajo, si es que era un arrendajo. Recio imitaba a cualquier pájaro de un modo tan engañoso que sonaba como si anidase dentro de su ancho pecho. Y todos ellos —alondras, oropéndolas, pájaros carpinteros, ruiseñores y las cornejas domesticadas de Ardacho— le respondían.

También Mo se había despertado. Ella oyó su voz procedente del exterior y también la de su madre. ¿Habría venido por fin Farid? Se levantó a toda prisa del jergón de paja sobre el que dormía (apenas acertaba a recordar lo que era dormir en una cama de verdad), y corrió a la ventana. Esperaba a Farid desde hacía días. Le había prometido que vendría. Pero en el patio sólo estaban sus padres y Recio, que le dirigió una sonrisa al divisarla junto a la ventana.

Mo ayudaba a Resa a ensillar uno de los caballos que a su llegada esperaban ya en uno de los establos. Los caballos eran tan bonitos que seguro que antes habían pertenecido a uno de los amigos nobles de Pardillo, pero al igual que en el caso de muchas cosas que les proporcionaba el Príncipe Negro, Meggie evitó pensar con demasiado detalle cómo habían llegado a manos de los bandidos. Quería al Príncipe Negro, a Baptista y a Recio, pero algunos de los demás, como por ejemplo Birlabolsas y Ardacho, le producían escalofríos, aunque eran esos mismos hombres quienes las habían salvado a ella y a sus padres en la Montaña de la Víbora.

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