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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (2 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Las hadas comenzaban ya a bailar entre los árboles, enjambres de diminutos cuerpos azules. Sus alas capturaban la luz de las estrellas, y Mo vio cómo el Príncipe Negro miraba al cielo, preocupado. Estaba todavía tan oscuro como las colinas de alrededor, pero las hadas no se equivocaban jamás. En una noche tan fría, sólo los primeros albores de la mañana conseguían sacarlas de sus nidos, y el pueblo cuya cosecha querían salvar esta vez los bandidos estaba peligrosamente cerca de Umbra. Tenían que marcharse en cuanto amaneciera.

Una docena de chozas miserables, algunos campos pobres y pedregosos y un muro que apenas conseguiría mantener lejos a un niño, por no hablar de un soldado… eso era todo. Un pueblo como cualquier otro. Treinta mujeres, sin hombres, y tres docenas de niños sin padre. En el pueblo vecino los soldados del nuevo gobernador se habían llevado dos días antes casi toda la cosecha. Allí habían llegado demasiado tarde. Pero aquí aún quedaba algo que salvar. Llevaban horas cavando, enseñando a las mujeres a esconder bajo tierra animales y provisiones…

Recio traía el último saco de patatas desenterradas. Su rostro tosco estaba enrojecido por el esfuerzo. Su tez también se coloreaba cuando luchaba o se emborrachaba. Juntos bajaron el saco al escondite que habían construido justo detrás de los campos de labor. En las colinas circundantes, los sapos croaban con fuerza como si invitasen al día, y Mo arrastró encima de la entrada el entramado de ramas que ocultaba el cobertizo a los soldados y recaudadores de impuestos. Los centinelas deambulaban, inquietos, entre las chozas. También ellos habían visto a las hadas. Sí, ya iba siendo hora de marcharse, de retornar al bosque, donde siempre hallaban un escondite, a pesar de que el nuevo gobernador enviaba cada vez más patrullas a las colinas. Pardillo, así lo habían bautizado las viudas de Umbra. Un nombre adecuado para el flaco cuñado de Cabeza de Víbora. Pero su avidez por las escasas posesiones de sus súbditos era insaciable.

Mo se pasó el brazo por los ojos. Cielos, qué cansado estaba. Desde hacía días apenas había dormido. Sencillamente, había demasiados pueblos en los que aún podían anticiparse a los soldados.

—Pareces agotado.

Se lo había dicho Resa el día anterior, cuando se despertó a su lado, sin saber que no se había acostado hasta rayar el día. Y él le había hablado de malos sueños, de que había pasado las horas insomnes trabajando en el libro que encuadernaba a partir de los dibujos de su esposa sobre las hadas y hombrecillos de cristal. También ese día confiaba en que Resa y Meggie durmiesen cuando él regresara a la granja solitaria en la que los había instalado el Príncipe Negro, a una hora de camino al este de Umbra y muy alejada de los territorios donde todavía reinaba Cabeza de Víbora, convertido en inmortal por un libro que habían encuadernado sus manos.

«Pronto», pensó Mo. «Pronto dejará de protegerle.» Cuántas veces se lo había repetido a sí mismo. Pero Cabeza de Víbora seguía siendo inmortal.

Una niña se aproximó hacia él titubeando. ¿Qué edad tendría? ¿Seis años, siete? Hacía mucho tiempo que Meggie había sido así de pequeña. Turbada, se detuvo a un paso de él.

Birlabolsas salió de la oscuridad y se acercó a la niña.

—¡Míralo, sí! —le susurró a la pequeña—. ¡Es él, en efecto! Arrendajo. Para cenar se zampa a las niñas como tú.

A Birlabolsas le gustaban esos chistes. Mo se tragó las palabras que se agolpaban en su boca. La niña era rubia, igual que Meggie.

—¡No creas ni una palabra! —advirtió a la niña en voz baja—. ¿Por qué no estás durmiendo como los demás?

La niña le miró. Después le remangó hasta que apareció la cicatriz. La cicatriz de la que hablaban las canciones…

Ella le miró con los ojos como platos, con esa mezcla de respeto y temor que él había visto en mucha gente. Arrendajo. La niña corrió a reunirse con su madre y Mo se incorporó. Cada vez que le dolía el pecho en el lugar donde le había herido Mortola, le parecía como si se le hubiera colado dentro… el bandido al que Fenoglio había dado su rostro y su voz. ¿O quizá siempre había formado parte de él y sólo había estado dormido hasta que el mundo de Fenoglio lo había despertado?

A veces, cuando transportaban carne o unos sacos de grano robados a los administradores de Pardillo a uno de los pueblos hambrientos, las mujeres se acercaban a besarle las manos.

—Dadle las gracias al Príncipe Negro —les recomendaba él, pero el Príncipe se reía.

—Consíguete un oso —replicaba—, y te dejarán en paz.

Un niño comenzó a llorar en una de las chozas. La noche se teñía de rojo y Mo creyó oír golpeteo de herraduras. Jinetes, una docena por lo menos, acaso más. Qué deprisa aprendían los oídos a descifrar sonidos, mucho más deprisa de lo que aprendían los ojos a descifrar las letras. Las hadas se dispersaron. Las mujeres corrieron gritando hacia las chozas en las que dormían sus hijos. La mano de Mo desenfundó espontáneamente la espada. Como si nunca hubiera hecho otra cosa. Seguía siendo la espada que había recogido en el Castillo de la Noche, la espada que antes había pertenecido a Zorro Incendiario.

Alboreaba.

¿No decían que ellos siempre llegaban al amanecer porque les gustaba el rojo del cielo? Ojalá se hubieran emborrachado en una de las interminables fiestas de su señor.

El Príncipe hizo una seña indicando a los bandidos que acudieran al muro que rodeaba el pueblo, apenas unas capas de piedras planas. Tampoco las chozas ofrecerían demasiada protección. El oso resollaba y gemía, y de repente surgieron de la oscuridad: jinetes, más de una docena, el nuevo escudo de Umbra sobre el pecho, un basilisco sobre fondo rojo. Como es natural, no esperaban toparse con hombres. Con mujeres llorosas y niños vociferantes, sí, mas no con hombres, y encima armados. Perplejos, refrenaron sus caballos.

Sí, estaban borrachos. Bien. Eso los haría lentos. No vacilaron mucho tiempo. Comprendieron en el acto que estaban mucho mejor armados que los andrajosos bandidos. Y tenían caballos.

Estúpidos. Morirían antes de comprender que había algo más importante.

—Todos —dijo Birlabolsas a Mo en un susurro ronco—. Tenemos que matarlos a todos, Arrendajo. Confío en que tu blando corazón lo sepa. Si regresa a Umbra tan sólo uno de ellos, mañana este pueblo será pasto de las llamas.

Mo se limitó a asentir. Como si no lo supiera.

Los caballos soltaron relinchos salvajes cuando sus jinetes los lanzaron contra los bandidos, y Mo volvió a percibir, igual que antaño en la Montaña de la Víbora, cuando había matado a Basta…, sangre fría. Fría como la escarcha a sus pies. El único miedo que sentía era el miedo a sí mismo. Pero después llegaron los alaridos. Los gemidos. La sangre. Los propios latidos de su corazón, ruidosos y demasiado veloces. Golpear y asestar estocadas, sacar la espada de la carne ajena, la humedad de sangre ajena en sus ropas, rostros deformados por el odio (¿o por el miedo?). Por suerte no se veía mucho debajo de los cascos. ¡A menudo eran tan jóvenes! Miembros destrozados, personas destrozadas. Cuidado, a tu espalda. Mata. Deprisa. No debe escapar ni uno.

Arrendajo.

Uno de los soldados susurró ese nombre antes de que él lo atravesara con la espada. Quizá con su último aliento pensó aún en la plata que recibiría en el castillo de Umbra por su cadáver, más plata que la que se puede reunir robando en una vida entera de soldado. Mo le sacó la espada del pecho. Habían llegado sin sus armaduras. ¿Para qué se precisaban armaduras contra mujeres y niños? Qué frío se volvía uno por matar, qué frío, a pesar de que ardiera la piel y la sangre fluyera como en la fiebre.

Sí, los mataron a todos. En las chozas reinaba el silencio mientras ellos empujaban los cadáveres cuesta abajo. Dos eran de los suyos y ahora sus huesos se mezclarían con los de los enemigos. No había tiempo para enterrarlos.

El Príncipe Negro presentaba un corte en el hombro que tenía mal cariz. Mo lo vendó lo mejor que pudo mientras el oso se sentaba al lado, preocupado. De una de las chozas salió la niña que le había subido la manga. De lejos la verdad es que parecía Meggie. Meggie, Resa… ojalá durmieran todavía a su regreso. ¿Cómo iba a explicar si no la sangre? Tanta sangre.

«Llegará un momento en el que las noches ensombrecerán los días, Mortimer», pensó. Noches cruentas, días apacibles… días en los que Meggie le enseñaba todo aquello que le había referido en la torre del Castillo de la Noche: ondinas de piel escamosa en pantanos cubiertos de flores, huellas de pies de gigantes desaparecidos hacía mucho tiempo, flores que susurraban al rozarlas, árboles que se erguían hasta el cielo, mujercitas de musgo que aparecían entre sus raíces como si se hubieran desembarazado de su corteza… Días apacibles. Noches cruentas.

Se llevaron consigo los caballos y borraron lo mejor posible las huellas de la lucha. Las palabras de agradecimiento que balbucearon las mujeres como despedida traslucían temor. Habían comprobado con sus propios ojos que sus auxiliadores conocían el arte de matar tanto como sus enemigos.

Birlabolsas regresó con los caballos y la mayoría de los hombres al campamento, que trasladaban casi a diario, incluso de día. Mandarían a buscar a Roxana para que atendiera a los heridos. Mientras tanto, Mo regresaba al lugar en el que Resa y Meggie dormían, a la granja abandonada que el Príncipe había encontrado para ellos, porque Resa se negaba a vivir en el campamento de los bandidos y Meggie, después de tantas semanas sin hogar, también añoraba una casa.

El Príncipe Negro acompañaba a Mo, como tantas veces.

—Pues claro. ¡Arrendajo nunca viaja sin séquito! —se burló Birlabolsas antes de separarse. A Mo le hubiera gustado derribarlo del caballo por ese comentario. El corazón seguía latiéndole apresurado por la matanza, pero el Príncipe le contuvo.

Iban a pie. Así, el camino era dolorosamente largo para sus cansados miembros, pero sus huellas eran más difíciles de seguir que las de los caballos. La granja debía seguir siendo segura, pues todo lo que Mo amaba estaba allí.

La casa y los establos medio derruidos surgían cada vez tan de improviso entre los árboles como si alguien los hubiera perdido allí. Los campos que antaño habían alimentado a la granja ya no se veían. También el camino que un día había conducido al pueblo más cercano había desaparecido tiempo atrás. El bosque se lo había tragado todo. Aquí ya no se denominaba el Bosque Impenetrable, como al sur de Umbra. Allí tenía tantos nombres como pobladores: Bosque de las Hadas, Bosque Oscuro, Bosque de las Mujercitas de Musgo. Donde se ocultaba el nido del Arrendajo se llamaba Bosque de las Alondras, si hay que dar crédito a Recio.

—¿Bosque de las Alondras? ¡Pamplinas! Recio pone a todo nombres de pájaros. Con él, hasta las hadas reciben nombres de aves, a pesar de que no pueden ni ver a los pájaros —se limitaba a decir Meggie al respecto—. Baptista afirma que se llama Bosque de las Luces. Eso le pega mucho más, ¿o acaso has visto alguna vez en un bosque tantas luciérnagas y elfos de fuego? Y encima todas las luciérnagas que están por la noche arriba, en las copas de los árboles…

Se llamara como se llamase el bosque, la paz bajo los árboles encantaba a Mo y le recordaba que también eso era el Mundo de Tinta, igual que los soldados de Pardillo. Las primeras luces del día se filtraron entre las ramas, salpicando los árboles de oro pálido, y las hadas bailaron como borrachas a los fríos rayos del sol otoñal, haciendo eses hacia el rostro peludo del oso, hasta que éste comenzó a lanzarles golpes. El Príncipe, con una sonrisa, sostuvo al oído a una de las pequeñas criaturas, como si pudiera entender lo que despotricaba con su aguda vocecilla.

¿Era igual el otro mundo? ¿Por qué apenas lo recordaba? La vida allí ¿se componía de la misma mezcla fascinante de oscuridad y luz, crueldad y belleza… de tanta belleza a veces casi embriagadora?

El Príncipe Negro hacía que sus hombres vigilasen la granja día y noche. Ese día uno de ellos era Ardacho. Cuando ellos se aproximaban desde la zona de árboles, salió con expresión enfurruñada de la cochiquera derrumbada. Ardacho, un hombre bajito con ojos ligeramente saltones que le habían hecho acreedor a su apodo, siempre estaba moviéndose. Una de sus cornejas amaestradas se posaba encima de su hombro. El Príncipe utilizaba los pájaros como mensajeros, pero casi siempre robaban para Ardacho en los mercados. A Mo siempre le sorprendía la cantidad de cosas que podían llevarse en el pico.

Ardacho, al ver la sangre en sus ropas, palideció. Pero era evidente que la granja solitaria también había permanecido esa noche sin ser rozada por las sombras del Mundo de Tinta.

Mo, de puro cansancio, casi tropezó con sus propios pies cuando se dirigía al pozo, y el Príncipe alargó la mano hacia él aunque desfallecía de agotamiento.

—Hoy nos hemos salvado por los pelos —musitó temiendo que su voz pudiese ahuyentar la calma como si fuese un espectro, un espejismo—. Si no somos más cuidadosos, los soldados ya estarán esperándonos en el próximo pueblo. Con el precio que la Víbora ha puesto a tu cabeza podría comprarse todo Umbra. Yo apenas me fío ya de mis propios hombres y en los pueblos te conocen hasta los críos. ¿No deberías quedarte aquí durante algún tiempo?

Mo ahuyentó a las hadas que zumbaban encima del pozo y dejó caer el cubo de madera.

—No digas bobadas. A ti te reconocen igual.

El agua rielaba en las profundidades, como si la luna se hubiera escondido allí de la mañana. «Igual que el pozo de delante de la cabaña de Merlín», pensó Mo mientras se refrescaba la cara con el agua clara y se lavaba el corte en el brazo que le había asestado uno de los soldados. «Sólo falta que Arquímedes venga enseguida volando a posarse en mi hombro y que Wart salga a trompicones del bosque…»

—¿De qué te ríes? —el Príncipe Negro se apoyó en el pozo a su lado, mientras su oso, resoplando, se revolcaba en el suelo húmedo de rocío.

—De una historia que leí una vez —Mo le puso al oso el cubo de agua—. Algún día te la contaré. Es una buena historia. Aunque tenga un final triste.

El Príncipe empero sacudió la cabeza y se pasó la mano por el rostro cansado.

—No, si tiene un final triste no quiero escucharla.

Ardacho no era el único que vigilaba la granja dormida. Cuando Baptista salió del granero en ruinas, Mo sonrió. A Baptista no le gustaban mucho los combates, pero de todos los ladrones, Recio y él eran los preferidos de Mo, y le resultaba más fácil marcharse por la noche si uno de ellos velaba los sueños de Resa y Meggie. Baptista seguía actuando en las ferias como bufón, aunque a sus espectadores apenas les sobraba una simple moneda.

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